Hacemos la entrega V de la serie de XII escrita para el colectivo internacionalista Pakito Arriaran. Como dijimos, en esta entrega analizaremos la Segunda Internacional. Aunque en la VII entrega nos extenderemos con detalle en el reformismo y en sus expresiones actuales múltiples, adelantamos ahora algunas características básicas. Recordamos que la VI entrega estará dedicada al sistema marxista.
En febrero de 1881, Marx le respondía a Domela Nieuwenhuy, un presbiterano holandés que se hizo ateo y anarquista, que «un gobierno socialista no puede ponerse a la cabeza de un país si no existen las condiciones necesarias para que pueda tomar inmediatamente las medidas acertadas y asustar a la burguesía lo bastante para conquistar las primeras condiciones de una victoria consecuente». Pues bien, la Segunda Internacional, creada ocho años después, terminará siendo lo contrario de este consejo de Marx porque se dedicará a tranquilizar a la burguesía.
¿Por qué subrayó lo de asustar a la burguesía? Podía haber priorizado las célebres «condiciones necesarias» u objetivas, según el determinismo; podría haber detallado algunas de las «medidas acertadas» a tomar, como él y Engels venían apuntando desde 1848 con el Manifiesto comunista, si no antes, según el tacticismo; podría haber detallado las «primeras condiciones de una victoria consecuente», como insiste el economicismo. Pero, subrayó la necesidad de asustar a la burguesía, de intimidarla, o sea, una política de presión de clase…, todo lo contrario de la verborrea democraticista.
La respuesta de Marx insiste en la necesidad de un poder político fuerte, que con sus medidas pro-socialistas asuste a la burguesía. La lucha contra el reformismo aparece claramente en la carta a P. V. Annenkov, de 28 de diciembre de 1846, en donde critica la idea prohudoniana de escoger el lado bueno de la libertad y de la esclavitud para hacer una síntesis, rechazando sus lados malos: eso es reformismo. La dialéctica de unidad y lucha de contrarios irreconciliables desaparece para imponerse la búsqueda permanente de concordia entre opresores y oprimidos: «Ese pequeño burgués diviniza la contradicción, porque la contradicción constituye el fondo de su ser».
Saltando unos años por limitaciones de espacio, volvemos a encontrar el choque con el reformismo de Lasalle conforme avanza la década de 1850. Lasalle había planteado en 1863 la conveniencia de que los socialistas apoyasen al Estado para conseguir el sufragio universal y ayudas a las cooperativas; de este modo, se avanzaría al socialismo mediante la mayoría electoral y una creciente red de cooperativas que terminase abarcando toda la economía. En lo básico, no era nada original porque muchos socialistas utópicos pedían al Estado y a la banca que apoyasen sus propuestas, sus cooperativas, etc. En 1873 estalló la primera Gran Depresión y uno de sus efectos fue endurecer, en 1874, la represión que sufría la izquierda alemana, lo que no impidió que al año siguiente se fusionasen las dos corrientes socialistas. El programa resultante era bastante más lasalleano que marxista, lo que llevó a Marx a escribir la Crítica del programa de Gotha. Pero ese programa continuó formando la militancia hasta 1890, a pesar de las críticas marxistas.
La crisis de 1873 forzó a la burguesía a aumentar el papel del Estado y del ejército, a la expansión colonialista, a responder a las formas de lucha de clases en la fase industrial, a fortalecer el poder de la banca, a la vez que los capitales se concentraban y centralizaban, aparecían los monopolios y los trust, se avanzaba hacia el patrón-oro, etc. El reformismo de Lasalle de 1863 saltó en pedazos por la crisis y por la Ley antisocialista de 1878 reforzada en 1881, pero los marxistas seguían siendo una minoría en el partido. Es en ese contexto y año en el que Marx aconseja a Domela Nieuwenhuy que se debe asustar a la burguesía. La realidad empezó a imponerse: Engels le escribe a J. P. Becker el 22 de mayo de 1883, a los dos meses de morir Marx, que la militancia de base desborda con su iniciativa autoorganizada a la mayoría de la dirección y critica con severidad la «ignorante confusión universitaria» de la mayoría de los dirigentes. No es una crítica nueva: ambos amigos, durante toda su vida militante, fueron extremadamente desconfiados con la «podrida basura» intelectual, asalariada de la empresa pública o privada de producción ideológica y amaestramiento de la fuerza de trabajo, que es la industria de la educación, cultura, espectáculo, etc.
El 14 de febrero de 1884 Engels escribe lo siguiente al mismo J. P. Becker: «La policía le ha abierto a nuestra gente un campo realmente espléndido: la ininterrumpida lucha contra la policía misma. Esta se realiza siempre y en todas partes con gran éxito. Los policías son derrotados y obligados a buscar desesperadamente una transacción. Y yo creo que esta lucha es la más útil en las actuales circunstancias. Sobre todo mantiene encendido en nuestros muchachos el odio al enemigo […] En nuestra dirección hay muchos elementos podridos, pero tengo una confianza sin límites en nuestra masa y la tradición de lucha revolucionaria que le falta la está adquiriendo aceleradamente con esta pequeña guerra con la policía».
El 19 de julio de 1884 Engels escribe a Kautsky denunciando a los «oportunistas y taimados» intelectuales –«gente que no quiere aprender nada a fondo»– que escribían en el Neue Zeit, el medio oficial del partido, sobre «filantropía, humanitarismo, sentimentalismo y todos los demás vicios antirrevolucionarios» aprovechando la censura y la imposibilidad de la izquierda para responderles. El 18 de noviembre de ese mismo año escribe a Bebel sobre la exigencia del Estado a los socialistas de que, si «quieren situarse en una base legal (entonces) deben adjurar de la revolución». Le dice que la respuesta del partido no es solo importante para Alemania sino también para el extranjero. Engels defiende decididamente el derecho a la revolución, afirmando que renegar de ella será catastrófico: «El derecho a la revolución existió –de lo contrario los gobernantes de ahora no serían legales– pero a partir de ahora no podrá existir más».
Engels hace un repaso de la historia y de los partidos burgueses alemanes, señalando que no fueron perseguidos cuando exigían «anular la constitución imperial» y dice: «Y esos son los partidos que nos exigen que nosotros, solo nosotros entre todos, declaremos que en ninguna circunstancia recurriremos a la fuerza, y que nos someteremos a cualquier tipo de opresión, a cualquier acto de violencia, no solo cuando sea legal meramente en la forma –legal según la juzgan nuestros adversarios– sino también cuando sea directamente ilegal. Por cierto, que ningún partido ha renunciado al derecho de la resistencia armada en ciertas circunstancias, sin mentir. Ninguno ha sido capaz de renunciar jamás a este derecho al que se llega en última instancia».
Engels sostiene que, si el partido acepta la exigencia burguesa de renegar del derecho a la resistencia armada a cambio de obtener la legalidad, entonces «la declaración de ilegalidad puede repetirse diariamente en la forma en que ocurrió una vez. Exigir una declaración incondicional de esta clase de un partido tal es totalmente absurdo […] Solo por la resistencia desafiante hemos ganado respeto y nos hemos transformado en una potencia. Solo el poder es respetado y únicamente mientras seamos un poder seremos respetados por el filisteo. Quien haga concesiones no podrá seguir siendo una potencia y será despreciado por él. La mano de hierro puede hacerse sentir en un guante de terciopelo, pero debe hacerse sentir. El proletariado alemán se ha convertido en un partido poderoso; que sus representantes sean dignos de él».
La estrategia burguesa era la del palo y la zanahoria: en la clandestinidad la izquierda debatía sobre si claudicar o no y en la calle, en las fábricas, el Estado introdujo en ese 1883 – 1884 reformas sociales sobre enfermedad y accidentes de trabajo, que no democráticas ni políticas, conquistadas con la lucha obrera ofensiva pero que el partido no podía rentabilizar por la represión y porque la verborrea de la casta intelectual iba por otro lado, como denunció Engels. El partido no claudicó y en 1888 el Estado endureció la represión e inmediatamente, en 1889, concedió los seguros de invalidez y vejez. El siguiente paso en la estrategia del palo y la zanahoria fue el de legalizar el partido en 1890 sin que hubiera renunciado al derecho a la revolución…, pero ocurría que fue en ese año en el que el capitalismo alemán se recuperaba impetuosamente porque había acabado la Gran Depresión iniciada en 1873. Y, por si fuera poco, el bloque reaccionario liderado por Bismarck fue apartado del poder ante la creciente protesta obrera, que siguió arrancando mejoras sociales.
En 1889 se creó la Segunda Internacional, en la que prácticamente la totalidad de su membrecía pensaba que el marxismo era «una lectura difícil». La solidaridad de la Primera Internacional había sido arrinconada por la debilidad de las izquierdas reprimidas y por los golpes de la crisis desde 1873. Pese a todo y en un inicio, la Segunda Internacional hizo aportaciones valiosas para el proletariado mundial: declarar el 1 de mayo Día de la Clase Trabajadora; declarar el 8 de marzo Día de la Mujer Trabajadora; frenar en parte las tendencias colonialistas del reformismo; ayudar a huelgas y luchas, y a coordinar a sindicatos y a partidos… méritos que se fueron apagando. La socialdemocracia alemana era el núcleo de la Segunda Internacional y según ésta pasó de asustar y combatir al capitalismo, a animarlo y defenderlo, la Segunda Internacional se convirtió en un pilar básico del imperialismo.
A pesar de que sufrió pequeñas crisis –1901 – 1902 y 1907– la expansión económica alemana fue tremenda, lo que no impidió la fuerte lucha de clases en 1909 con enfrentamientos violentos con la policía y la aplastante victoria electoral socialdemócrata de 1912. Pero en 1914, Alemania inició la Primera Guerra Mundial, la Segunda Internacional estalló en pedazos enfrentados entre sí a muerte y la mayoría casi absoluta de la socialdemocracia y del proletariado fue con alegría suicida y alienada a asesinarse mutuamente para dar vida a sus burguesías respectivas. Sus restos tuvieron que esperar a 1918 para reconstituirse, pero ya en el bando del capital. Otro tanto le volvería a suceder en 1945, rediviva de sus cenizas por la necesidad del imperialismo para derrotar al socialismo. ¿Qué había ocurrido?
Tomando a Alemania como paradigma, había sucedido básicamente que el reformismo lasalleano dominante desde 1863 facilitó la aparición interna del revisionismo desde 1892, hasta llegar a su eclosión pública en 1899. Su ascenso y triunfo ulterior se vio favorecido por múltiples factores de entre los que resaltamos seis. Uno, el incremento de la burocracia del partido, de los sindicatos, de los ayuntamientos y de las organizaciones culturales, deportivas, etc. Bastantes de ellos habían aguantado la Ley antisocialista, pero la mayoría se integraron después, cuando ya no era peligroso ser socialdemócrata. Cobraban sueldos superiores a la media obrera y los tenían asegurados siempre que no volviera la represión.
Dos, la mezcla disolvente en la conciencia de lucha formada hasta 1890, de las nuevas realidades creadas por las mejoras sociales conquistadas, por la expansión económica que exigía más obreros y facilitaba las concesiones empresariales a las demandas de la clase trabajadora, el efecto paralizante del fetichismo parlamentarista como expresión concreta del fetichismo general de la democracia burguesa, la innegable mejora en la alimentación y en la vivienda que no sólo en los derechos laborales, etc.
Tres, la dejación por el partido de la formación teórico-política de la militancia y, a su nivel, de los sindicalistas, sectores simpatizantes, etc.: antes de 1900 el número de subscriptores –no de lectores– de la revista Neue Zeit era bastante inferior a 3.000 de un total de 400.000 militantes, una estimación de 1905 calculaba que apenas el 10% de la militancia conocía algo del marxismo, que era cosa de los «teóricos» vistos con cierto desdén por los «prácticos»; en el día a día los marxistas eran minoritarios, como se vería en el tenso y premonitor debate sobre la oleada revolucionaria de 1905.
Cuatro, la censura silenciosa, oculta, parcial o total desde al menos 1875 de los textos de Marx y Engels contrarios al reformismo lasalleano y al parlamentarismo del partido tanto en los últimos años de vida de Engels como después; a esto hay que unir la poca valentía de la corriente marxista para exigir que se difundieran, cesiones justificadas en aras de la «unidad del partido». Rosa Luxemburg tiene el mérito, entre otros, se haber recuperado la crítica marxista, y así lo pagó, con el aislamiento y los ataques personales.
Quinto, el muy dañino efecto reaccionario de la ideología imperialista alemana, esencial para sostener la militarización no solo externa sino también interna que avanzaba como un cáncer invisible al tosco determinismo mecanicista y economicista dominante en el partido y en su aparato cultural.
La ideología imperialista –y racista– unida a los componentes citados como partes de una totalidad, crearon las condiciones para el sexto punto, el revisionismo de la Segunda Internacional que, sintetizado en 1899 por Bernstein, pero adelantado por Höchberg, Schramm y otros, tenía y tiene las siguientes, al menos, seis características que hoy se muestran así:
Una, rechazo de la teoría marxista del valor, y por tanto de la plusvalía, de la explotación capitalista, lo que le lleva a creer que la «injusticia» puede ser resuelta con leyes parlamentarias pacíficas. Dos, rechazo de la teoría marxista del Estado, de la violencia, de la democracia, de la ley… lo que le hace creer en su neutralidad básica y por tanto en que «en democracia» garantizan la libertad. Tres, rechazo del materialismo histórico lo que le hace creer que la lucha de clases no es el motor de la historia y por tanto la revolución no es factible. Cuatro, rechazo de la dialéctica materialista, de la unidad y lucha de contrarios inconciliables, haciéndole retroceder al kantismo o neokantismo. Cinco, aceptación del colonialismo bueno, del occidentalismo como fase suprema de la cultura humana, lo que justifica las «intervenciones humanitarias» y el imperialismo de colores, naranja, jazmín, etc. Y seis, al rechazar la ley del valor, rechaza que el capitalismo destruye la naturaleza, aplasta a la mujer trabajador y a los pueblos, etc., y entonces, ¿quién es el culpable? El «hombre».
La Segunda Internacional ha ayudado a salvar el capitalismo en varios momentos críticos. Solo en Europa: aniquilando desde dentro la revolución alemana de 1918 – 1923; indecisión ante el ascenso del fascismo, nazismo, franquismo, etc.; combatiendo decididamente a la URSS desde 1917 a 1991; abortando los procesos revolucionarios en Europa occidental entre 1944 y 1948 con la creación de la OTAN; negociación con la burguesía europea para el «Estado del bienestar» como integrador del proletariado; impulsando el monetarismo en Alemania en 1975 y el socioliberalismo después; abortando la revolución portuguesa de 1974; claudicando ante la monarquía franquista… En la VII entrega veremos cómo el revisionismo de la Segunda Internacional ha sido y es una de las fuentes en las que beben reformismos de diversos pelajes.
Iñaki Gil de San Vicente
Euskal Herria, 17 de julio de 2019