El ateísmo marxista es la expresión suma de la libertad, porque reconcilia a la especie humana con ella misma, con su materialidad. Su radicalismo emancipador es tal que contra él se alían todas, absolutamente todas, las corrientes ideológicas: desde el agnosticismo más vergonzante hasta el idealismo más solipsista, pasando por las manipulaciones sutiles o burdas de los avances científicos obsesionadas en demostrar que no existe la realidad objetiva, es decir, que no existe la verdad en cuanto dialéctica de lo concreto, lo objetivo, lo relativo y lo absoluto. Por razones de espacio, dejamos fuera de nuestro análisis a las religiones no cristianas, aunque quien desee una visión más plena puede encontrarla en el libro La libertad es atea, publicado por Boltxe.
La concepción materialista de la historia y su crítica del fetichismo de la mercancía es la base del ateísmo, base que le permite, por ejemplo, descubrir las razones burguesas del consumismo compulsivo navideño, actual esencia socioeconómica y alienante de la llamada fiesta de la natividad, costumbre tomada de religiones politeístas. Grosso modo expuesto: la Iglesia del modo esclavista de producción subsumió y desnaturalizó el culto pagano del solsticio de invierno, de las Saturnales, de Mitra y del Sol Invictus, dentro de la cultura blanca europea para incrementar su poder. La Iglesia medieval lo adaptó desde el siglo XV a las condiciones de Asia y África para reforzar el naciente colonialismo europeo, del que extraía pingues beneficios. La incipiente Iglesia capitalista, mayoritariamente protestante, integró las costumbres del norte europeo desde los siglos XVI-XVII para reforzar la expansión de su burguesía. La Iglesia católica aceptó la mercantilización de la fiesta y es que Coca-Cola, epítome del fetichismo consumista, no solamente impuso a la natividad la lógica de la ganancia sino también su estética dominante, el traje rojo de papá Noel.
Pero la subsunción de la fiesta pagana en los sucesivos cristianismos hasta el capitalista en su expresión actual es, además de otra validación del ateísmo, una parte secundaria de una totalidad rota en trozos enfrentados en esta religión desde finales del I cuando el gnosticismo planteó una duda irresoluble desde la religión: ¿dios es bueno o malo, o las dos cosas a la vez? También surgió entre otras disputas permanentes, sobre todo la del canibalismo ritual cristiano que el gnosticismo rechazaba. En el año ‑70 los judíos valoraron en cinco siclos el precio del sacrificio ritual de animales –antes también mataban niños y niñas– porque era más rentable y limpio sacrificar dinero que animales. Los cristianos dijeron que el misterio de la transustanciación del pan y del vino en la carne y en la sangre de Cristo facilitaba la sagrada comunión al trocear hasta el infinito un cuerpo y una sangre finita: un negocio divino. El canibalismo ritual cristiano es una inhumanidad simbólica disfrazada de «sacramento».
Para impedir que se extendieran estas y otras dudas lógicas e inevitables, la burocracia que ya dominaba a la Iglesia del momento, emitió la que muy probablemente sea la primera amenaza de muerte contra las herejías: el documento de san Clemente, obispo de Roma de finales del siglo I antes de ser el tercer papa según la lista oficial. Desde entonces, las violencias físicas o psicológicas han sido la forma dominante en la Iglesia de resolver su permanente lucha de clases socio religiosa entre el dios de los explotadores y el dios de los y las explotadas.
Ahora mismo las tensiones y pugnas se extienden tanto en el interior de las versiones católicas, protestantes, ortodoxas, pentecostales, etcétera, del cristianismo, cada una de ellas con sus variantes internas; como en el exterior, entre ellas mismas por la competencia por los mercados de creyentes. La razón hay que buscarla en la extrema lentitud de las burocracias cristianas para adaptar los dogmas impuestos fundamentalmente entre los siglos IV‑V, a los cambios acaecidos desde finales del siglo XX por cuatro razones básicas.
Una, el capitalismo mundial ha endurecido su ferocidad y agudizado sus contradicciones, con el retroceso subsiguiente del poder material y religioso eurocéntrico y el ascenso de otras culturas no occidentales, lo que debilita al imperialismo por cuanto lo ideal salta a fuerza material cuando arraiga socialmente.
Dos, la expansión planetaria del capital ficticio-especulativo, del consumismo y de la industria cultural correspondiente, refuerzan el fetichismo de la mercancía y la nueva religiosidad mundializada que ese fetichismo impone como opio más potente que el dogma cristiano en una existencia precarizada.
Tres, tras la implosión de la URSS, vuelve el «fantasma del comunismo» en un mundo tendencialmente cada vez más laico, anti patriarcal y poli sexual, que puede facilitar la penetración del ateísmo marxista.
Y cuatro, las dependencias estructurales de las burocracias cristianas para con los dos bloques imperialistas –Estados Unidos y Unión Europea – , y sus respectivos Estados-súbditos, a los que sirven, bloques que les presionan urgidos por sus crisis específicas.
Semejante enmarañamiento de contradicciones está en el fondo de que algunas amistades mías me reconozcan que sufren su peor crisis de fe desde hace muchos años, tal vez demasiados, y otras, las que creen en el «Jesús revolucionario» y en los curas guerrilleros, sostengan que son pruebas que dios les envía para probarles en su fe militante. Pero hay cristianos eufóricos que creen que, por fin, dios les da el poder que les corresponde en la vida social: por ejemplo, los que sostienen que Donald Trump ha sido elegido presidente de Estados Unidos por voluntad de dios para salvar la civilización occidental, mientras que sectores católicos observan con extrema inquietud la calculada ambigüedad del papa Francisco. De entre estos, no faltan quienes acusen al papa de «comunista» y confabulen dentro de la burocracia para reducir su poder e impedir que su sucesor continúe con su línea. Aunque también existen grupos que le exhortan a ser más reformador y valiente, a los que volveremos luego.
Viendo todo esto, sería bueno para los cristianos que su dios se dignase avisarles qué ha decidido sobre sus vidas. Mis amigas y amigos creían que las virtudes teologales –fe, esperanza y caridad – , las virtudes cardinales –prudencia, justicia, fortaleza y templanza – , el sermón de la montaña que promete justicia a mansos, hambrientos, pobres, sufrientes, perseguidos, calumniados, pacíficos, virtuosos, etcétera, serían luces cálidas en la gélida oscuridad del valle de tinieblas y lágrimas que, según creen, es la vida como tránsito a la eterna contemplación del padre. Mis admirados «cristianos comunistas», marginados cuando no perseguidos en su mismo templo, desesperan porque dios no ha acabado aún con el capital financiero-especulativo y ficticio –los «mercaderes» expulsados del templo según el evangelio – , y se aferran a la larga lista de advertencias y condenas contra los ricos y la propiedad privada que dicen que hizo Jesús, y algunos de los padres de la Iglesia. A todas y todos, les sobran razones para sentir el mismo desamparo angustioso que dicen que gritaba el llamado hijo crucificado: « ¡Padre… ¿por qué me has abandonado?». Efectivamente, si dios existiera debiéramos admitir que ha abandonado a la humanidad no solo desde el siglo I sino desde los remotos inicios de la antropogenia.
Pero partiendo del Nuevo Testamento, dios ha tenido algo más de 2.000 años para perdonar a nuestra especie su inicial pecado de desobediencia y soberbia, instaurando su reino de eterna paz y abundancia –«de miel y leche», de «maná eterno»- en la Tierra. No lo ha hecho. Al contrario, la omnipotencia y omnisciencia que le atribuyen los cristianos nunca ha paliado los sufrimientos humanos. Los logros en la mejora en las condiciones de vida, desde el esclavismo al capitalismo, han sido producto de la lucha de las clases explotadas contra las explotadoras. Cuanto más potencial emancipador crea con su trabajo la humanidad oprimida, más cadenas nos atan a los sufrimientos que nacen de la propiedad privada. Si comparamos el potencial emancipador latente pero reprimido en el modo de producción esclavista en el siglo I con el que ya existe en el imperialismo del siglo XXI, también perseguido con ferocidad, descubrimos como mínimo cuatro cosas.
Una, se ha multiplicado exponencialmente la distancia entre la actual posibilidad objetiva de felicidad humana contenida en el impresionante desarrollo de la ciencia y de la técnica si estuvieran guiadas por el poder del pueblo en armas, y la muy restringida capacidad existente en el siglo I. Dos, el poder coercitivo y represor ahora necesario para salvaguardar la civilización del capital de la revolución comunista que late en sus contradicciones, es cualitativamente más letal y destructivo que todos los medios represivos entonces necesarios para asegurar la civilización esclavista frente a las luchas de las masas explotadas. Tres, ahora existe la posibilidad cierta de exterminio bélico de la humanidad debido a las contradicciones inherentes al capitalismo, algo entonces imposible: el capital sobrevive convirtiendo en trabajo muerto y en fuerzas destructivas el potencial liberador consustancial al trabajo vivo y al pensamiento crítico. Y cuatro, la Iglesia creada por las corrientes triunfantes en las violentas luchas internas es un diminuto pero poderoso Estado con tal vez el más efectivo y reaccionario servicio de inteligencia del mundo, con gran poder financiero, partidos políticos e industrias culturales y educativas, y conexiones militares… un Estado que en sus sótanos esconde la Inquisición y sus hogueras, las violaciones de derechos humanos, la simonía y el nepotismo, los asesinatos y las corrupciones todas.
Las virtudes teologales y cardinales, el sermón de la montaña y restantes gracias, promesas, mandamientos y condenas ya no infunden esperanza en mis amistades, que ven cómo la caridad no detiene el empobrecimiento, la justicia protege a los ricos, la templanza y la prudencia atan a los pobres alienados en la mansedumbre, el pacifismo los convierte en genuflexos ante el imperialismo y quienes resisten son perseguidos por su burocracia… Ven con cierto espanto el resurgir del fundamentalismo cristiano que justifica golpes de Estado, el terror patriarcal y el irracionalismo anticientífico. Y es que la tercera Gran Depresión ha dado la razón a Gramsci al decir que el poder reaccionario de la religión es mantenido en «reserva» por el capital hasta que lo necesita para mantenerse en el poder: en su tiempo la Acción Católica, y ahora la unidad política de organizaciones cristianas y grupos republicanos norteamericanos, presentes en la misma Casa Blanca, que se expanden por toda la Tierra, por citar solo dos casos.
El Estado vaticano tiene un poder tremendo dentro del Estado español: roba impunemente decenas de miles de propiedades públicas mediante las inmatriculaciones toleradas por el poder político. Es cómplice de innumerables violaciones infantiles y juveniles al ocultar información vital a la justicia. Presiona para mantener en la miseria sexo-afectiva, en el terror patriarcal, en la ignorancia educativa y en la pobreza a la mujer trabajadora. Bendice al capital, a la monarquía militar y al dictador Franco, mientras obstaculiza todo lo que puede la aplicación de la ley de la Memoria Histórica porque de iniciarse esta investigación sistemática y a pesar de sus grandes limitaciones, quedaría al descubierto la colaboración de la Iglesia.
La Nunciatura romana y la Conferencia Episcopal son instrumentos de una potencia extranjera que ayuda al Estado español a dominar a las naciones oprimidas con la excusa de la unidad católica del reino de dios en la Tierra. De hecho, en el siglo XV el Estado vaticano permitió que la Inquisición española fuera distinta a las demás al supeditarla totalmente a la monarquía, haciendo de la Iglesia una pieza central en el bloque de clases dirigente y en los sucesivos intentos fallidos de crear la «nación española» única. Las iglesias vasca y catalana, y en menor medida la gallega, son desde entonces objeto de especial vigilancia político-religiosa. Hace poco, se ha presentado el documental Apaiz kartzela que denuncia la dura vida en la prisión concordataria de Zamora, abierta entre 1968 – 1977 por un acuerdo de Franco con el Estado vaticano para reprimir exclusivamente a curas, mayoritariamente vascos.
El nacional-catolicismo español nunca desapareció, pero ha vuelto con fuerza al calor del reimpulsado fundamentalismo cristiano y neofascista español. Tenemos el ejemplo de Gipuzkoa, el herrialde vasco más independentista y de izquierdas de Euskal Herria. La Iglesia española, con el apoyo del Estado vaticano, impuso al obispo Munilla, rechazado abiertamente por amplísimos sectores de la feligresía. Lo impusieron para fortalecer el nacional-catolicismo, debilitar el independentismo socialista y las reivindicaciones justas de las mujeres trabajadoras, de la cultura, popular, del pueblo trabajador…, fracasando en todas. Hoy Gipuzkoa es más vasca, más laica y atea, más liberada sexo-afectivamente, más feminista… que cuando Munilla fue impuesto desde fuera, que, pese a todos los escándalos económicos y políticos, se agarra a su sillón.
Mis amigos y amigas católicas no me responden cuando les digo que gran parte de la responsabilidad es suya porque no se independizan religiosamente del Estado vaticano, creando la iglesia nacional vasca con su teología propia, tal cual lo hicieron los anglicanos, jansenistas, luteranos, calvinistas, zwinglianos, anabaptistas…, y tal como lo intentaron en un principio los católicos del Estado vasco en Iparralde tras la invasión del sur por los españoles, traduciendo la Biblia al euskara. Los primeros representaban el ascenso del dios burgués que se imponía sobre el dios medieval. Los católicos vascos se doblegan al dios medieval que sobrevive en la pleitesía de la monarquía española ante el papado y aceptan lo que queda del concordato de Napoleón con el Estado vaticano de 1801 por el que la Iglesia francesa recuperaba poderes fundamentales para el nacionalismo francés como el de la educación y otros. En cuestiones de religión, Euskal Herria no será independiente hasta que no rompa teológicamente con el Estado vaticano y con sus embajadas en Madrid y París.
Llegamos así al núcleo del problema del fetichismo religioso. El ateísmo marxista insiste en la demostración de la inexistencia o no de dioses y diosas, no depende de la bondad o maldad, perversidad, desidia o indiferencia hacia la especie humana de los supuestos espíritus, númenes, seres de luz, entes de energía pura, fantasmas, duendes, almas en pena, fuerzas luciferinas y cohortes y jerarquías de diablos y demonios, querubines, potestades, beatos, santas y santos, vírgenes, ángeles y arcángeles, diosas y dioses menores y mayores, dioses únicos temibles y vengativos a la par que amorosos y paternales… El ateísmo marxista sostiene que estas creencias solo muestran el desviado poder imaginativo de la aterrada mente humana ante el misterio del mal, del dolor y llanto sin razón conocida y sin solución posible, o sea del terrible Mysterium iniquitatis que ninguna diosa ni dios pueden explicar ni solucionar, desesperación que lleva a nuestra especie a agarrarse al clavo ardiendo del opio religioso y de la adoración de fetiches que ella misma ha creado con su sufrida y explotada fuerza de trabajo propiedad de la clase dominante. Solamente la praxis revolucionaria y la verdad científico-crítica a ella unida, es decir, el ateísmo, acabarán con el fetichismo religioso.
Iñaki Gil de San Vicente
Euskal Herria, 12 de diciembre de 2019
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