Wuhan es conocido coloquialmente como uno de los cuatro hornos de China por su opresivo verano húmedo y caluroso, que comparte con Chongqing, Nankín y alternativamente con Nanchang o Changsha, ciudades bulliciosas de larga historia, situadas a lo largo o cerca del valle del río Yangtsé. De las cuatro, Wuhan también está salpicada de hornos en sentido estricto: el enorme complejo urbano constituye una especie de núcleo de la fabricación de acero y hormigón y de otras industrias relacionadas con la construcción en China. Su paisaje está salpicado de altos hornos de enfriamiento lento de las demás fundiciones de hierro y acero de propiedad estatal, ahora afectadas por la sobreproducción y obligadas a una nueva y polémica ronda de cierres y despidos, privatizaciones y reestructuraciones generales, que ha dado lugar a varias huelgas y protestas de gran envergadura en los últimos cinco años. La ciudad es ante todo la capital de la construcción de China, lo que significa que ha desempeñado un papel especialmente importante en el período posterior a la crisis económica mundial, ya que aquellos fueron los años en que el crecimiento chino se vio impulsado por la canalización de inversiones hacia proyectos de infraestructura e inmobiliarios. Wuhan no solo alimentó esta burbuja con su abundante oferta de materiales de construcción y obra pública, sino que también, al hacerlo, se convirtió ella misma en exponente del boom inmobiliario. Según nuestros cálculos, en 2018 – 2019 la superficie total dedicada a obras de construcción en Wuhan equivalía al tamaño de la isla de Hong Kong en su conjunto.
Pero ahora este horno, motor de la economía china tras la crisis, parece que se enfría, al igual que los hornos que se encuentran en las fundiciones de hierro y acero. Aunque este proceso ya estaba en marcha, la metáfora ya no es simplemente económica, puesto que la ciudad, antaño bulliciosa, ha estado aislada durante más de un mes y sus calles se han vaciado por orden gubernativa: «La mayor contribución que podéis hacer es: no os juntéis, no provoquéis el caos», rezaba un titular del diario Guangming, del departamento de propaganda del Partido Comunista Chino (PCC). Hoy en día, las nuevas y amplias avenidas de Wuhan y los relucientes edificios de acero y cristal que las coronan, están todos fríos y vacíos, cuando el invierno atraviesa el Año Nuevo Lunar y la ciudad se estanca bajo la constricción de la cuarentena generalizada. Aislarse es un buen consejo para cualquier persona en China, donde el brote del nuevo coronavirus (recientemente rebautizado con el nombre de SARS-CoV‑2 y su enfermedad con el de COVID-19) ha matado a más de dos mil personas; más que su predecesora, la epidemia de SARS de 2003. El país entero está paralizado, como lo estuvo durante el SARS. Las escuelas están cerradas y la gente está confinada en sus casas en todo el país. Casi toda la actividad económica se detuvo por la fiesta del Año Nuevo Lunar, el 25 de enero, pero la pausa se extendió durante un mes para frenar la propagación de la epidemia. Los hornos de China parecen haber dejado de quemar, o por lo menos no contienen más que brasas incandescentes. En cierto modo, sin embargo, la ciudad se ha convertido en otro tipo de horno, ya que el coronavirus arde a través de su numerosa población como una gran fiebre.
El brote se ha achacado incorrectamente a toda clase de causas, desde la conspiración y/o la liberación accidental de una cepa de virus del Instituto de Virología de Wuhan –una afirmación dudosa, difundida en redes sociales, particularmente a través de publicaciones paranoicas en Facebook de Hong Kong y Taiwán, pero ahora impulsada por medios de comunicación conservadores e intereses militares en Occidente – , hasta la propensión de los chinos a consumir alimentos sucios o extraños, ya que el brote de virus está relacionado con murciélagos o serpientes vendidas en un mercado semiilegal de animales vivos, especializado en fauna silvestre y exótica (aunque esta no fue la fuente originaria). Ambas acusaciones reflejan el evidente belicismo y orientalismo común a las informaciones sobre China y a una serie de artículos que han señalado este hecho fundamental. Pero incluso estas respuestas suelen centrarse exclusivamente en cuestiones de cómo se percibe el virus en la esfera cultural, dedicando mucho menos tiempo a indagar en la dinámica mucho más brutal que se oculta bajo el frenesí de los medios de comunicación.
Una variante un poco más compleja entiende al menos las consecuencias económicas, aunque exagera las posibles repercusiones políticas por efecto retórico. Aquí encontramos a los sospechosos habituales, que van desde los consabidos políticos belicistas hasta los que se aferran a la perla derramada del alto liberalismo: las agencias de prensa, desde la National Review hasta el New York Times, ya han insinuado que el brote puede provocar una «crisis de legitimidad» del PCC, a pesar de que apenas se percibe el halo de una revuelta en el aire. Pero el núcleo de verdad de estas predicciones radica en su comprensión de las dimensiones económicas de la cuarentena, algo que difícilmente podrían perderse los periodistas con carteras de acciones más gruesas que sus cráneos. Porque el hecho es que, a pesar del llamamiento del gobierno a aislarse, la gente puede verse pronto obligada a juntarse para atender las necesidades de la producción. Según las últimas estimaciones iniciales, la epidemia ya provocará que el PIB de China se reduzca a un 5% este año, por debajo de su ya de por sí débil tasa de crecimiento del 6% del año pasado, la más baja en tres décadas. Algunos analistas han dicho que el crecimiento en el primer trimestre podría descender al 4% o menos y que esto podría desencadenar algún tipo de recesión mundial. Se ha planteado una pregunta impensable hasta ahora: ¿qué sucede realmente en la economía mundial cuando el horno chino comienza a enfriarse?
Dentro de la propia China, la trayectoria final de este proceso es difícil de predecir, pero de momento ya ha dado lugar a un raro fenómeno colectivo de cuestionamiento y aprendizaje sobre la sociedad. La epidemia ha infectado directamente a casi 80.000 personas (según el cálculo más conservador), pero ha supuesto una conmoción para la vida cotidiana bajo el capitalismo de 1.400 millones de personas, atrapadas en un momento de autorreflexión precaria. Este momento, aunque dominado por el miedo, ha hecho que todos se hagan simultáneamente algunas preguntas profundas: ¿Qué va a ser de mí? ¿De mis hijos, mi familia y mis amigos? ¿Tendremos suficiente comida? ¿Me pagarán? ¿Podré pagar el alquiler? ¿Quién es responsable de todo esto? De una manera extraña, la experiencia subjetiva se parece a la de una huelga de masas, pero que, por su carácter no espontáneo, de arriba abajo y especialmente por su involuntaria hiperatomización, ilustra los enigmas básicos de nuestro propio presente político opresivo de una manera tan clara como las verdaderas huelgas de masas del siglo pasado, que dilucidaron las contradicciones de su época. La cuarentena, entonces, es como una huelga vaciada de sus características colectivas, pero que es, sin embargo, capaz de causar un profundo choque tanto psicológico como económico. Este hecho por sí solo la hace digna de reflexión.
Por supuesto, la especulación sobre la inminente caída del PCC es una tontería predecible, uno de los pasatiempos favoritos de The New Yorker y The Economist. Mientras tanto, se aplican los protocolos normales de supresión mediática, en los que los artículos de opinión abiertamente racistas publicados en los medios tradicionales son contrarrestados por un enjambre de artículos de opinión en Internet que polemizan con el orientalismo y otras facetas ideológicas. Pero casi toda esta discusión se queda en el nivel de la representación –o, en el mejor de los casos, de la política de contención y de las consecuencias económicas de la epidemia – , sin profundizar en las cuestiones de cómo se producen estas enfermedades en primer lugar, y mucho menos en su difusión. Sin embargo, ni siquiera esto es suficiente. No es el momento de un simple ejercicio de scubidú marxista que quite la máscara al villano para revelar que, sí, de hecho, ¡ha sido el capitalismo el que ha causado el coronavirus! Eso no sería más sutil que los comentaristas extranjeros olfateando el cambio de régimen. Por supuesto que el capitalismo es culpable, pero ¿cómo se interrelaciona exactamente la esfera socioeconómica con la biológica y qué tipo de lecciones más profundas se podrían sacar de toda la experiencia?
En este sentido, el brote presenta dos oportunidades para la reflexión. En primer lugar, se trata de una apertura instructiva en la que podríamos examinar cuestiones sustanciales sobre la forma en que la producción capitalista se relaciona con el mundo no humano en un plano más fundamental: en resumen, el mundo natural, incluidos sus sustratos microbiológicos, no puede entenderse sin hacer referencia a la forma en que la sociedad organiza la producción (porque, de hecho, ambos aspectos no están separados). Al mismo tiempo, esto es un recordatorio de que el único comunismo que merece este nombre es el que incluye el potencial de un naturalismo plenamente politizado. En segundo lugar, también podemos utilizar este momento de aislamiento para nuestra propia reflexión sobre el estado actual de la sociedad china. Algunas cosas solo se aclaran cuando todo se detiene de forma inesperada, y un parón de este tipo no puede por más que sacar a la luz tensiones que estaban ocultas. A continuación, pues, exploraremos estas dos cuestiones, mostrando no solo cómo la acumulación capitalista produce tales plagas, sino también cómo el momento de la pandemia es en sí mismo un caso contradictorio de crisis política, que hace visibles a las personas los potenciales y las dependencias invisibles del mundo que les rodea, al tiempo que ofrece otra excusa más para la extensión creciente de los sistemas de control en la vida cotidiana.