El virus que subyace a la epidemia actual (SARS-CoV‑2), al igual que su predecesor, el SARS-CoV de 2003, así como la gripe aviar y la gripe porcina que le precedieron, se gestó en el nexo entre economía y epidemiología. No es casualidad que tantos de estos virus hayan tomado el nombre de animales: la propagación de nuevas enfermedades a la población humana es casi siempre producto de lo que se llama transferencia zoonótica, que es una forma técnica de decir que tales infecciones saltan de los animales a los humanos. Este salto de una especie a otra está condicionado por aspectos como la proximidad y la regularidad del contacto, todo lo cual construye el entorno en el que la enfermedad se ve obligada a evolucionar. Cuando esta interfaz entre humanos y animales cambia, también cambian las condiciones en las que evolucionan tales enfermedades. Detrás de los cuatro hornos, por tanto, se halla un horno más fundamental que sostiene los centros industriales del mundo: la olla a presión evolutiva de la agricultura y la urbanización capitalistas. Esto proporciona el medio ideal en que nacen plagas cada vez más devastadoras, se transforman, inducidas a realizar saltos zoonóticos y entonces lanzadas agresivamente a través de la población humana. A esto se añaden procesos igualmente intensos que tienen lugar en los márgenes de la economía, donde las personas que se ven empujadas a realizar incursiones agroeconómicas cada vez más extensas en ecosistemas locales encuentran cepas salvajes. El coronavirus más reciente, en sus orígenes salvajes y su repentina propagación a través de un núcleo fuertemente industrializado y urbanizado de la economía mundial, representa ambas dimensiones de nuestra nueva era de plagas político-económicas.
La idea básica en este caso la desarrollan más a fondo biólogos de izquierda como Robert G. Wallace, cuyo libro Big Farms Make Big Flu, publicado en 2016, detalla la conexión existente entre la agroindustria capitalista y la etiología de las recientes epidemias, desde el SARS hasta el ébola1. Al rastrear la propagación del H5N1, también conocido como gripe aviar, resume varios factores geográficos clave para esas epidemias que se originan en el núcleo productivo:
Los paisajes rurales de muchos de los países más pobres se caracterizan ahora por una agroindustria no regulada que presiona sobre los arrabales periurbanos. La transmisión no controlada en zonas vulnerables aumenta la variación genética con la que el H5N1 puede desarrollar características específicas para el ser humano. Al extenderse por tres continentes, el H5N1 de rápida evolución también entra en contacto con una variedad cada vez mayor de entornos socioecológicos, incluidas las combinaciones locales específicas de los tipos de huéspedes predominantes, las modalidades de cría de aves de corral y las medidas de sanidad animal2.
Esta propagación, por supuesto, viene impulsada por los circuitos comerciales mundiales y las migraciones regulares de mano de obra que definen la geografía económica capitalista. El resultado es un tipo de creciente selección démica a través de la cual el virus halla un mayor número de trayectorias evolutivas en un tiempo más corto, con lo que las variantes más aptas se imponen a las demás.
Pero este es un aspecto fácil de entender, que ya es común en la prensa dominante: el hecho de que la globalización facilita una propagación más rápida de estas enfermedades; aunque en este caso con un añadido importante, viendo cómo este mismo proceso de circulación también estimula al virus a mutar más rápidamente. La verdadera cuestión, sin embargo, es anterior: antes de que la circulación aumente la resiliencia de esas enfermedades, la lógica básica del capital ayuda a situar cepas víricas que estaban aisladas o eran inofensivas en entornos hipercompetitivos que favorecen la adquisición de rasgos específicos que causan las epidemias, como un rápido ciclo de vida del virus, la capacidad de realizar saltos zoonóticos entre especies portadoras y la capacidad de desarrollar rápidamente nuevos vectores de transmisión. Estas cepas suelen destacar precisamente por su virulencia. En términos absolutos, parece que el desarrollo de cepas más virulentas tendría el efecto contrario, ya que matar antes al huésped da menos tiempo para que el virus se propague. El resfriado común es un buen ejemplo de este principio, ya que generalmente mantiene niveles bajos de intensidad que facilitan su distribución generalizada en la población. Pero en determinados entornos, la lógica opuesta tiene mucho más sentido: cuando un virus tiene numerosos huéspedes de la misma especie en estrecha proximidad, y especialmente cuando estos huéspedes ya pueden tener ciclos de vida acortados, el aumento de la virulencia se convierte en una ventaja evolutiva.
De nuevo, el ejemplo de la gripe aviar es muy claro. Wallace señala que los estudios han demostrado que «no hay cepas endémicas altamente patógenas [de gripe] en las poblaciones de aves silvestres, que son el reservorio-fuente último de casi todos los subtipos de gripe»3. En cambio, las poblaciones domesticadas agrupadas en explotaciones agroindustriales parecen mostrar una clara relación con esos brotes, por razones obvias:
Los crecientes monocultivos genéticos de animales domésticos eliminan cualquier cortafuegos inmunológico que pueda existir para frenar la transmisión. Los tamaños y las densidades de población más grandes facilitan mayores tasas de transmisión. Tales condiciones de hacinamiento reducen la respuesta inmunológica. La elevada rotación, que forma parte de cualquier producción industrial, aporta un suministro continuamente renovado de susceptibles, el combustible para la evolución de la virulencia4.
Y, por supuesto, cada una de estas características es consecuencia de la lógica de la competencia industrial. En particular, la rápida tasa de rotación en estos contextos tiene una dimensión biológica muy marcada: «Tan pronto como los animales industriales alcanzan la masa adecuada, son sacrificados. Las infecciones de gripe residentes deben alcanzar rápidamente su umbral de transmisión en cualquier animal dado […]. Cuanto más rápido se produzcan los virus, mayor será el daño al animal»5. Irónicamente, el intento de suprimir tales brotes mediante la eliminación masiva –como en los recientes casos de peste porcina africana, que provocaron la pérdida de casi una cuarta parte de la oferta mundial de carne de cerdo– puede tener el efecto no deseado de aumentar aún más esta presión selectiva, induciendo así la evolución de cepas hipervirulentas. Aunque tales brotes se han producido históricamente en especies domesticadas, a menudo después de períodos de guerra o catástrofes ambientales que ejercen una mayor presión sobre las poblaciones de ganado, es innegable que el aumento de la intensidad y de la virulencia de tales enfermedades ha seguido a la expansión de la producción capitalista.
- Buena parte de lo que explicaremos en este apartado es simplemente un resumen de los argumentos de Wallace, dirigido a un público más general y sin la necesidad de defender la tesis frente a otros biólogos mediante la exposición de una argumentación rigurosa y toda clase de pruebas. Para quienes cuestionen las pruebas básicas, nos remitimos a la obra de Wallace y sus correligionarios.
- Robert G. Wallace: Big Farms Make Big Flu: Dispatches on Influenza, Agribusiness, and the Nature of Science, Monthly Review Press, 2016, p. 52.
- Ibid., p. 56.
- Ibid., pp. 56 – 57.
- Ibid., p. 57.