Los paralelismos con el actual caso chino saltan a la vista. El COVID-19 no puede entenderse sin tener en cuenta las formas en que el desarrollo de China en las últimas décadas dentro del sistema capitalista mundial y a través del mismo ha moldeado el sistema de sanidad del país y el estado de la salud pública en general. Por consiguiente, la epidemia, por novedosa que sea, es similar a otras crisis de salud pública anteriores a ella, que suelen producirse casi con la misma regularidad que las crisis económicas y que se consideran de manera similar en la prensa popular, como si se tratara de acontecimientos aleatorios, cisnes negros, totalmente impredecibles y sin precedentes. La realidad, sin embargo, es que estas crisis sanitarias se ajustan a sus propios patrones caóticos y cíclicos de recurrencia, facilitadas por una serie de contradicciones estructurales incorporadas a la naturaleza de la producción y a la vida proletaria bajo el capitalismo. Como en el caso de la gripe española, el coronavirus fue originalmente capaz de arraigarse y propagarse rápidamente debido a una degradación general de la atención sanitaria básica entre la población general. Pero precisamente porque esta degradación ha tenido lugar en medio de un crecimiento económico espectacular, se ha ocultado tras el esplendor de las ciudades relucientes y las grandes fábricas. La realidad, sin embargo, es que el gasto en servicios públicos como la atención sanitaria y la educación en China sigue siendo extremadamente bajo, mientras que la mayor parte del gasto público se ha dedicado a la infraestructura de ladrillos y mortero: puentes, carreteras y electricidad barata para la producción.
Al mismo tiempo, la calidad de los productos del mercado interior suele ser peligrosamente mala. Durante décadas, la industria china ha producido bienes de alta calidad y elevado valor para la exportación, fabricados según los más estrictos estándares para el mercado mundial, como los teléfonos móviles inteligentes y los chips de ordenador. Pero los productos que se dejan para el consumo en el mercado interior se basan en normas pésimas, lo que provoca escándalos regulares y una profunda desconfianza del público. Los numerosos casos recuerdan sin duda a La jungla de Sinclair y otros relatos de Estados Unidos de la Edad Dorada. El caso más importante que se recuerda, el escándalo de la leche con melamina de 2008, dejó una docena de niños muertos y decenas de miles de personas hospitalizadas (aunque tal vez se vieron afectadas cientos de miles de personas). Desde entonces, varios escándalos han sacudido al público con regularidad: en 2011, cuando se descubrió el uso de aceite remanufacturado –reciclado a partir de los colectores de grasa del alcantarillado– en restaurantes de todo el país, o en 2018, cuando unas vacunas defectuosas mataron a varios niños y luego, un año más tarde, cuando docenas de personas fueron hospitalizadas al recibir vacunas falsas contra el VPH. Las historias menos graves están más descontroladas, componiendo un telón de fondo familiar para cualquiera que viva en China: mezcla de sopa instantánea en polvo con jabón para reducir costes, empresarios que venden cerdos muertos por causas misteriosas en las aldeas vecinas, cotilleos sobre qué tiendas callejeras son más propensas a ponernos enfermos.
Antes de la incorporación paulatina del país al sistema capitalista mundial, en China servicios como la atención sanitaria se prestaban (principalmente en las ciudades) en el marco del sistema danwei de prestaciones empresariales o (sobre todo, pero no exclusivamente, en el campo) en clínicas locales atendidas por abundantes médicos descalzos, servicios que se prestaban de forma gratuita. Los éxitos de la atención sanitaria de la era socialista, al igual que sus éxitos en la esfera de la educación básica y la alfabetización, fueron suficientemente importantes como para que incluso los críticos más duros del país tuvieran que reconocerlos. La esquistosomiasis, que asoló el país durante siglos, quedó básicamente eliminada en gran parte de su centro de origen histórico, para volver con fuerza cuando se empezó a desmantelar el sistema de atención sanitaria socialista. La mortalidad infantil se desplomó y, a pesar de la hambruna que acompañó al Gran Salto Adelante, la esperanza de vida pasó de 45 a 68 años entre 1950 y principios de la década de 1980. La inmunización y las prácticas sanitarias generales se generalizaron, y la información básica sobre nutrición y salud pública, así como el acceso a los medicamentos rudimentarios, fueron gratuitos y accesibles a todo el mundo. Al mismo tiempo, el sistema de médicos descalzos ayudó a divulgar conocimientos médicos básicos, aunque limitados, entre gran parte de la población, contribuyendo a construir un sistema de atención sanitaria robusto y ascendente en condiciones de grave pobreza material. Vale la pena recordar que todo esto tuvo lugar en un momento en que China era más pobre, per cápita, que el país medio del África subsahariana de hoy.
Desde entonces, una combinación de abandono y privatización ha degradado sustancialmente este sistema, al mismo tiempo que la rápida urbanización y la producción industrial desregulada de artículos domésticos y alimentos ha agudizado la necesidad de una atención sanitaria generalizada, por no hablar de los reglamentos sobre alimentos, medicamentos y seguridad. Hoy en día, el gasto público de China en salud es de 323 dólares estadounidenses per cápita, según las cifras de la Organización Mundial de la Salud. Esta cifra es baja incluso en comparación con otros países de renta media-alta y equivale más o menos a la mitad de lo que gastan Brasil, Bielorrusia y Bulgaria. La reglamentación es mínima o inexistente, lo que da pie a numerosos escándalos como los mencionados anteriormente. Mientras tanto, los efectos de todo esto se dejan sentir con mayor fuerza en los cientos de millones de trabajadores migrantes, para los que cualquier derecho a prestaciones básicas de atención sanitaria se evapora por completo cuando abandonan sus pueblos rurales de origen (donde, en virtud del sistema hukou, son residentes permanentes independientemente de su ubicación real, lo que significa que no pueden acceder en otro lugar a los recursos públicos existentes).
Aparentemente, se suponía que la asistencia sanitaria pública había sido sustituida a finales de la década de 1990 por un sistema más privatizado (aunque gestionado por el Estado), en el que una combinación de las contribuciones de las empresas y los trabajadores sufragaría la atención médica, las pensiones y el seguro de vivienda. Sin embargo, este sistema de seguridad social ha sufrido una infradotación sistemática, hasta el punto de que las contribuciones supuestamente exigidas a las empresas a menudo se ignoran, con lo que la gran mayoría de los trabajadores tienen que pagar el servicio de su bolsillo. Según la última estimación nacional disponible, solo el 22% de los trabajadores y trabajadoras migrantes tenía un seguro médico básico. Sin embargo, la falta de contribuciones al sistema de seguridad social no es simplemente un acto de maldad de empresarios corruptos, sino que se explica en gran medida por el hecho de que los estrechos márgenes de beneficio no dejan espacio para ventajas sociales. Según nuestros propios cálculos, pagar la seguridad social en un centro industrial como Dongguan reduciría los beneficios industriales a la mitad y llevaría a muchas empresas a la quiebra. Para colmar las enormes lagunas, China estableció un plan sanitario complementario para cubrir a los jubilados y los trabajadores por cuenta propia, que solo paga unos pocos cientos de yuanes por persona al año en promedio.
Este criticado sistema sanitario genera sus propias y terribles tensiones sociales. Cada año mueren varios miembros del personal médico y docenas de ellos resultan heridos por agresiones de pacientes enfadados o, más a menudo, de familiares de pacientes que han muerto bajo su custodia. El ataque más reciente ocurrió en la víspera de Navidad, cuando un médico de Pekín fue apuñalado hasta la muerte por el hijo de una paciente que creía que su madre había muerto por falta de cuidados en el hospital. Una encuesta entre médicos reveló que nada menos que el 85% habían sufrido actos de violencia en el lugar de trabajo y, otra, de 2015, mostró que el 13% de los médicos en China habían sido agredidos físicamente el año anterior. Los médicos chinos visitan a cuatro veces más pacientes al año que los estadounidenses, mientras que perciben menos de 15.000 dólares al año; esto es menos que el ingreso medio per cápita (16.760 dólares), mientras que en Estados Unidos el salario medio de un médico (alrededor de 300.000 dólares) es casi cinco veces mayor que la renta media per cápita (60.200 dólares). Antes de que lo cerraran en 2016 y se detuviera a sus creadores, el ya desaparecido proyecto de blog de seguimiento de Lu Yuyu y Li Tingyu registró al menos varias huelgas y manifestaciones de profesionales sanitarios médicos cada mes1. En 2015, el último año completo con sus datos meticulosamente recopilados, se produjeron 43 actos de este tipo. También registraron docenas de «incidentes de [protesta] por el tratamiento médico» cada mes, protagonizados por familiares de los pacientes, con 368 registrados en 2015.
En estas condiciones de desinversión pública masiva del sistema de salud, no es sorprendente que COVID-19 se haya propagado tan fácilmente. En combinación con el hecho de que en China surgen nuevas enfermedades contagiosas a un ritmo de una cada uno o dos años, parecen darse las condiciones para que tales epidemias continúen. Como en el caso de la gripe española, la deficiencia generalizada de salud pública entre la población proletaria ha ayudado a que el virus gane terreno y, a partir de ahí, a que se propague rápidamente. Pero insistimos en que no es solo una cuestión de distribución. También hemos de entender cómo se generó el virus como tal.
- Picking Quarrels, en el número 2 de la revista (http://chuangcn.org/journal/two/picking-quarrels/).