El COVID-19 ha centrado la atención mundial en una escala sin precedentes. El ébola, la gripe aviar y el SARS, por supuesto, también vinieron acompañados de un frenesí mediático. Pero algo acerca de esta nueva epidemia ha generado un tipo diferente de aguante. En parte, esto se debe casi con seguridad a la espectacular magnitud de la respuesta del gobierno chino, que ha dado lugar a imágenes igualmente espectaculares de megalópolis vaciadas que contrastan con la imagen habitual de los medios de comunicación de China como un país superpoblado y contaminado. Esta respuesta también ha sido una prolija fuente de especulaciones habituales sobre el inminente colapso político o económico del país, favorecidas además por las continuas tensiones de la fase inicial de la guerra comercial con Estados Unidos. Esto se combina con la rápida propagación del virus, apareciendo este como una amenaza mundial inmediata, a pesar de su baja tasa de mortalidad1.
Sin embargo, en un plano más profundo, lo que parece más fascinante de la respuesta del Estado es la forma en que se ha llevado a cabo, a través de los medios de comunicación, una especie de ensayo general melodramático para la plena movilización de la contrainsurgencia nacional. Esto nos da una idea real de la capacidad represiva del Estado chino, pero pone de relieve asimismo la incapacidad más profunda de este Estado, revelada por su necesidad de confiar tanto en una combinación de medidas de propaganda total desplegadas a través de todos los medios de comunicación y la movilización de buena voluntad de la población local que, de otro modo, no tendría ninguna obligación material de cumplir. Tanto la propaganda china como la occidental han hecho hincapié en la capacidad represiva real de la cuarentena: la primera de ellas como un caso de intervención gubernamental eficaz en una emergencia y la segunda como otro caso más de extralimitación totalitaria por parte del distópico Estado chino. La verdad no dicha, sin embargo, es que la misma agresión represiva supone una incapacidad más profunda del Estado chino, que en sí mismo está todavía en construcción.
Esto de por sí nos ofrece una ventana para contemplar la naturaleza del Estado chino, mostrando cómo está desarrollando nuevas e innovadoras técnicas de control social y respuesta a la crisis capaces de ser desplegadas incluso en condiciones en las que la maquinaria básica del Estado es escasa o inexistente. Esas condiciones, a su vez, ofrecen un panorama aún más interesante (aunque más especulativo) de cómo podría responder la clase dirigente de un país determinado cuando una crisis generalizada y una insurrección activa provoquen disrupciones similares hasta en los Estados más robustos. El brote viral se vio favorecido en todos los aspectos por las deficientes conexiones entre los niveles de gobierno: la represión de los médicos denunciantes por parte de los funcionarios locales en contra de los intereses del gobierno central, los ineficaces mecanismos de notificación de los hospitales y la prestación extremadamente deficiente de la atención sanitaria básica son solo algunos ejemplos. Mientras tanto, los diferentes gobiernos locales han vuelto a la normalidad con ritmos diferentes, casi completamente fuera del control del Estado central (excepto en Hubei, el epicentro). En el momento de redactar este texto, parece casi totalmente aleatorio qué puertos están en funcionamiento y qué empresas locales han reanudado la producción. Pero esta cuarentena de bricolaje ha hecho que las redes logísticas de larga distancia entre ciudades sigan perturbadas, ya que cualquier gobierno local puede impedir simplemente, al parecer, el paso de trenes o camiones de carga a través de sus fronteras. Y esta incapacidad a nivel de base del gobierno chino le ha obligado a tratar el virus como si fuera una revuelta popular, jugando a la guerra civil contra un enemigo invisible.
La maquinaria estatal nacional comenzó a funcionar realmente el 22 de enero, cuando las autoridades mejoraron las medidas de respuesta de emergencia en toda la provincia de Hubei y dijeron al público que tenían la autoridad legal para establecer instalaciones de cuarentena, así como para «reunir» el personal, los vehículos y las instalaciones necesarias para la contención de la enfermedad, o para establecer bloqueos y controlar el tráfico (con lo que se autorizaba un fenómeno que sabía que ocurriría de todos modos). En otras palabras, el pleno despliegue de los recursos estatales comenzó en realidad con un llamamiento al esfuerzo voluntario en nombre de los habitantes de la localidad. Por un lado, un desastre tan masivo pondrá a prueba la capacidad de cualquier Estado (véase, por ejemplo, la respuesta a los huracanes en Estados Unidos). Pero, por otra parte, esto repite una pauta común en el arte de gobernar de China, según la cual el Estado central, al carecer de estructuras de mando formales y eficaces que se extiendan hasta el nivel local, tiene que basarse en una combinación de llamamientos ampliamente difundidos para que los funcionarios y los ciudadanos locales se movilicen y una serie de castigos a posteriori para los que peor respondan (amparados en la lucha contra la corrupción). La única respuesta verdaderamente eficaz se encuentra en zonas específicas en las que el Estado central concentra el grueso de su poder y su atención, en este caso, Hubei en general y Wuhan en particular. En la mañana del 24 de enero, la ciudad ya se encontraba en estado de cierre total efectivo, sin trenes que entraran o salieran, casi un mes después de que se detectara la nueva cepa del coronavirus. Funcionarios de sanidad nacionales declararon que las autoridades sanitarias podían examinar y poner en cuarentena a cualquier persona a su discreción. Además de las principales ciudades de Hubei, docenas de otras ciudades de toda China, incluidas Pekín, Cantón, Nankín y Shanghái, han establecido bloqueos de diversa índole a los flujos de personas y mercancías que entran y salen de sus fronteras.
En respuesta al llamamiento del Estado central a movilizarse, algunas localidades han tomado sus propias iniciativas extrañas y estrictas. Las más espantosas de ellas corresponden a cuatro ciudades de la provincia de Zhejiang, en las que se han expedido pasaportes locales a 30 millones de personas, lo que permite que solo una persona por hogar salga de su casa una vez cada dos días. Ciudades como Shenzhen y Chengdu han ordenado el confinamiento de todos los barrios, y han autorizado la puesta en cuarentena de edificios enteros de departamentos durante catorce días si se encuentra un solo caso confirmado del virus en su interior. Mientras tanto, cientos de personas han sido detenidas o multadas por «difundir rumores» sobre la enfermedad, y algunas que han quebrantado la cuarentena han sido detenidas y sentenciadas a largas penas de cárcel, y las propias cárceles están experimentando ahora un grave brote, debido a la incapacidad de los funcionarios de aislar a los individuos enfermos incluso en un entorno especialmente concebido para facilitar el aislamiento. Este tipo de medidas desesperadas y agresivas reflejan las de los casos extremos de contrainsurgencia, recordando muy claramente las acciones de la ocupación militar-colonial en lugares como Argelia o, más recientemente, en Palestina. Nunca antes se habían llevado a cabo a esta escala, ni en megalópolis de este tipo que albergan a gran parte de la población mundial. La represión ofrece entonces una extraña lección para quienes tienen la mente puesta en la revolución mundial, ya que es, esencialmente, un simulacro de reacción ejecutada por el Estado.
- De lejos la más baja de todas las enfermedades mencionadas aquí; el elevado número de muertes ha sido en gran parte el resultado de su rápida propagación a numerosos huéspedes humanos, provocando un elevado número de muertes en cifras absolutas a pesar de tener una tasa de mortalidad muy baja.