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Hemos iniciado el capítulo anterior sosteniendo la tesis de que el cristianismo terminó de formarse en el siglo VI, una vez que estaba suficientemente asentada la lista de papas y que Gregorio Magno podía organizar un ejército para defender Roma. Puente Ojea explica cómo san Agustín de Hipona elaboró el esquema conceptual que facilitaría al cristianismo convertirse en la religión interna, que no externa1, es decir, ser el endoesqueleto ideológico que vertebrase la explotación feudal. Una aportación clave de san Agustín al orden medieval, y más tarde burgués, fue legitimar en nombre de dios la increíble violencia represiva romana aplicada contra los cristianos donatistas en el norte de África, movimiento declarado hereje en 412, que tuvo un gran apoyo de las masas explotadas por defender una vida austera e igualitaria: «El peligro del donatismo fue tanto mayor cuanto acabó teniendo una gran aceptación entre las masas indígenas de bereberes enfrentados a la minoría dirigente, más romanizada y poseedora de los más importantes resortes económicos de la región»2.
Al igual que sucedería en los siglos IX y X con las sublevaciones sociales en el islam en las que las diferencias culturales y etno-nacionales iban unidas en la crisis del imperio abbasí, como veremos; y al igual que había sucedido en el pasado en el que las luchas contra el esclavismo tenían un componente etno-nacional más o menos notorio, también la resistencia donatista era inseparable de las reivindicaciones sociales del pueblo bereber oprimido por la clase romanizada. Pero también lo tenía el pelagianismo combatido por san Agustín nada más haber masacrado al donatismo. Pelagio sostenía que la vida ascética y virtuosa llevaba a la salvación sin necesidad de la acción divina mediante el don gratuito de la Gracia y, por lo mismo, de la intervención del poder la Iglesia, cosa que defendía san Agustín. Una versión suavizada del pelagianismo resistió durante mucho tiempo en Bretaña e Inglaterra, por lo que existe el debate sobre si el pelagianismo fue «una forma de nacionalismo religioso bretón»3. Recordemos que si dios no nos concede ese don gratuito, no podemos tener fe, y por tanto nos condenamos. Este debate sobre los volubles caprichos de dios es permanente en el cristianismo.
Estudiando la vida y obra de san Agustín, y detallando las feroces torturas y brutalidades normales en Roma, y su aplicación por las Iglesia oficial, P. Johnson afirma que:
Agustín era el canal de comunicación que venía del mundo antiguo. Se preguntaba: ¿Por qué no? Si el Estado utilizaba esos métodos para sus propios y miserables propósitos, ¿la Iglesia no tenía derecho a hacer lo mismo y aún más para sus propios fines, mucho más elevados? No solo aceptó sino que se convirtió en el teórico de la persecución; sus defensas serían después las mismas en las que se apoyaron todos los argumentos de la Inquisición.
[…]
Agustín modificó el enfoque de la ortodoxia frente a la divergencia en dos aspectos fundamentales. El primero, al que ya nos hemos referido fue la justificación de la persecución constructiva: el concepto de que no debía expulsarse al hereje, sino obligarle a retractarse y someterse, o bien destruirle –«oblígales a venir». Su segunda aportación fue en cierto sentido más siniestra, porque implicó la censura constructiva. Agustín creía que era deber del intelectual ortodoxo identificar al hereje incipiente, obligarle a manifestarse y denunciarlo, y por tanto obligar a los responsables a abandonar por completo su línea de investigación o aceptar la condición de herejes4.
Hasta entonces, y a pesar de que Alarico saqueara Roma en 410, la parte occidental del imperio mantenía una cierta diferencia entre la estructura política oficial y el poder político-religioso cristiano que san Agustín ayudó a fusionar en lo ideológico, pero bastó menos de medio siglo para que, a raíz de la invasión de Atila, su primera derrota militar y luego su derrota política a manos del papa León el Grande a las puertas de Roma, se produjera un cambio cualitativo: «El escudo de Roma ya no era el imperio sino la Iglesia»5 que había reforzado su poder. Pero el Vaticano no tenía aún fuerzas militares y tuvo que asistir impasible al nuevo saqueo de 455 a manos de Odoacro.
La Iglesia romana tardó alrededor de siglo y medio en armarse lo suficiente como para derrotar a los lombardos, según hemos visto, pero mientras tanto no cejó en acumular poder y riqueza, fortaleciendo la represión tradicional al estilo agustiniano, como fue el caso, entre millares, del IV Concilio de Toledo iniciado el 5 de diciembre de 633, en el que además de otras muchas leyes, en alianza entre obispos y señores «se limitaron a eliminar todos aquellos derechos que el pueblo quisiera reclamar. Los reyes serían en lo sucesivo elegidos por los magnates y por los obispos únicamente»6. Comprendemos mejor el significado práctico de estas y otras imposiciones eclesiásticas si sabemos que el reino visigodo era una teocracia en la que la Iglesia jugaba un papel decisivo en el mantenimiento del orden sociopolítico en manos de una clase de nobles y terratenientes muy reducida que mayoritariamente se pasaron al bando musulmán para mantener sus propiedades7 tras su llegada a la península en 711.
Se reforzaba así, con estos y otros golpes a las clases explotadas, el ascenso hacia el poder absoluto mediante la fusión, más o menos estable, con las monarquías del medievo que aceptaron a Roma como el único centro legítimo, fusión expresada en la coronación de Carlomagno en 800 como Imperator Romanorum8, creando las condiciones para que al cabo del tiempo el papa León IV (847−853) mandase un ejército capaz de vencer a los musulmanes en la orilla del Tíber9. San Agustín había ayudado sobremanera a este proceso, aunque quedaría rápidamente superado por el desarrollo feudal excepto en lo relativo a la santa tortura. En esta cuestión central, Carlomagno fue fiel discípulo de san Agustín, cristianizando a los germanos mediante un terror extremo: muchos se convirtieron por puro pánico y porque sus castas dirigentes se bautizaron para salvar sus vidas y propiedades.
Pero en otra, en la obediencia al dogma, Carlomagno hizo lo que quiso: rechazó los acuerdos del Concilio de Nicea de 787, organizó su propio concilio y envió a Roma ochenta y cinco críticas que debían ser aceptadas, y en 794 reúne en Fráncfort a los obispos de Occidente10 para imponerles los cambios del dogma aprobado en 787 en Nicea, que él rechaza porque necesita otros más adecuados a su imperio. Asentando de esta forma dictatorial su poder político-religioso, Carlomagno usa a la Iglesia para asegurar la obediencia de los conversos pueblos germánicos que mantienen aún mucha práctica pagana, impregnándolos a ellos y a los restantes de la «moral eclesiástica», y para hacer de los clérigos11 los pilares de la administración imperial porque son los únicos que tienen alguna cultura, leen, escriben, saben aritmética y otras «artes» que ponen obedientemente a disposición del poder.
Durante este tiempo, el sistema esclavista fue siendo sustituido por el sistema feudal, que se asentaría definitivamente en los siglos IX y X; para entonces, desde el siglo VI la Iglesia disponía ya del núcleo político-religioso unificador: la lista oficial del papado. Sintéticamente, el dios adecuado a la explotación esclavista estaba mutando en el dios de la explotación feudal, del mismo modo en que a partir del siglo XVII el dios feudal mutaría en el dios de la explotación burguesa: los cambios sociales obligan a dios a vestirse de otra forma intentando mantener la eficacia de su terror moral y físico. Pero la lucha de clases seguía existiendo en el interior de dios, determinando su fenomenología, porque alrededor de 850 Pseudo-Isidoro12, un monje francés, escribe documentos que atribuye a santos del pasado defensores de algo parecido a la propiedad comunista querida por el verdadero dios, aunque en realidad se trataba de una síntesis entre estoicismo y cristianismo tan común en los últimos tiempos del imperio romano.
Las religiones, como venimos sosteniendo, conservan utopías y ucronías igualitarias que sobreviven, en muy duras condiciones, en los rincones de la memoria popular comunal. Las burocracias eclesiásticas de cada período las combaten con todos sus medios, así, en su adaptación al feudalismo, la Iglesia de Occidente se fundió con la nueva clase dominante resultado una estructura opresora diferente a la del extinto esclavismo: ahora ya no había diferencia sustantiva entre laicos y monjes:
¿Laicos? ¿Pero no resulta un anacronismo distinguir entre ellos y los eclesiásticos? Papas y emperadores, obispos y príncipes podían discutir una y mil veces por cuestiones de preeminencia y jurisdicción, disputas por el destino de tasas y diezmos que el campesinado pagaba, litigar por el dominio de territorios o de prebendas; pero ninguno de ellos pensó en separar la Iglesia del Estado. Hacerlo se les antojaba no solo impío sino imposible: era como aspirar a divorciar el cielo de la tierra […] Lo único sujeto a discusión eran los pequeños matices de colaboración entre unos y otros13.
En un principio, era la unidad entre el señor feudal y el monje de la zona, unidad que hacía de cada iglesia un bien tanto o más valioso que un molino, un puente, un bosque… de modo que la iglesia podía comprarse y venderse, también heredarse. La simonía y el nicolaísmo eran normales. Esta evolución hizo que los obispos terminaran supeditados al rey, príncipe o duque, de los que dependía su elección y a los que debían jurar fidelidad antes que a la propia Iglesia. Semejante integración en el orden feudal de Occidente se reforzaba por el bajo nivel de cultura religiosa en general y del pueblo en particular:
Combatido sin cesar por múltiples demonios que le acechan en cada esquina de un mundo hostil e incomprensible, el fiel cuenta con la ayuda de los santos; tan numerosos como los diablos, ellos se encargan de protegerlo. Solo es necesario solicitar su ayuda; con fe y sobre todo con limosnas y donaciones, que engrandecen monasterios y capítulos […] En espíritu, o de cuerpo presente en las reliquias, que conocen una intensa veneración, se especializa a los santos en la curación de ciertas enfermedades […] cada vez con más fuerza, tiene entrada entre los siglos IX y XII, la Virgen. Como mujer, lleva a la religión, severa y ferozmente antifeminista de esta edad de la violencia, «la dulzura inefable del amor materno y femenino»14.
Pero en la zona Oriental, en lo que todavía era imperio romano, el cristianismo evolucionó de otra forma. La destrucción del Estado romano por las invasiones bárbaras dejó a la Iglesia como único poder cohesionador en lo político-religioso y en la debilitada economía. Las tremendas dificultades del Estado bizantino para enfrentarse a enemigos tan poderosos como los bárbaros, los persas y los musulmanes, obligó a su clase dominante a debilitar a la Iglesia, supeditándola al poder político: la lucha contra los ídolos –iconoclastia– y la requisa de tierras a la Iglesia buscaban llenar las arcas del Estado y reducir el cristianismo ortodoxo a mero aparato estatal, así se podía fortalecer el ejército, que era una necesidad obsesiva para el emperador León III (680−741)15. Se crearon así las bases para otra forma político-religiosa diferente a la romana.
A partir de aquí, la dinámica bizantina se separaba más de la occidental, como se vio con la política del patriarca Focio (820−893) condenado por el papa en 863. Para muchos, Focio era «un héroe de la independencia religiosa de Bizancio. Sus principios los recogerá a partir de 1043 el nuevo patriarca, Miguel Cerulario. Durante once años siguió con creciente alarma las actividades de un grupo de monjes y clérigos qué, en Occidente, pretendía acabar con las irregularidades de una Iglesia feudal, sometiendo a la jerarquía indiscutida de un papa todas las actividades de la vida cristiana»16. Como veremos, el objetivo de ese grupo de frailes de Occidente para centralizar todo el poder en Roma, daría sus frutos en 1075.
En las discusiones entre católicos y ortodoxos, Roma recurrió a la mentira, a la famosa Donatio Constantini para «demostrar» a Miguel Cerulario que Bizancio y su imperio eran propiedad del papado desde que Constantino hiciera su famosa «donación». Para concentrar semejante poder, la Iglesia quemaba, censuraba y reescribía los documentos que de algún modo limitaban su creciente poder; también creaba documentos falsos destinados a justificar sus tropelías, como fue la famosa e inexistente donación del emperador Constantino al papa Silvestre en 324, según la cual todo el imperio pasaba a manos del papado. En realidad fue una falsificación del siglo VIII, posiblemente utilizada por primera vez en 753 por el papa Esteban III. Con estos y otros métodos mentirosos y represivos, entre los siglos VII y VIII la Iglesia ya era propietaria de toda la Italia central y parte de la septentrional17, y en el siglo XI exigía la vuelta de Bizancio a la disciplina romana.
Las disputas teológicas con el catolicismo eran el reflejo ideal de esa diferencia política: ¿era el espíritu santo una creación de dios-padre y de dios-hijo, o solo del primero? Los católicos defendían lo primero, con lo que aumentaba el poder político-religioso de Roma al integrar definitivamente a Jesús en la estructura de mando, mientras que los ortodoxos bizantinos, al debilitar la fuerza de Jesús dentro de la santísima trinidad, fortalecían al Estado. Una de las características de las otras diferencias –por ejemplo, el uso de reliquias y donaciones, etc.18– es que el cristianismo ortodoxo tendía a respetar más las culturas de los pueblos eslavos por su misma concepción del dios-hijo con menos poderes que el dios-padre.
Queremos remarcar la diferencia abismal que surge cuando se divide el imperio entre Roma y Bizancio, siendo esta segunda parte mucho más astuta y tolerante que la primera: «Bizancio derrotó a Roma en la mayor parte del mundo eslavo porque se mostró dispuesta a establecer un compromiso en relación con la cuestión cultural»19. Más tarde, muchos pueblos eslavos prefirieron negociar un compromiso global con Bizancio, manteniendo sus lenguas y culturas, y aceptar la más permisiva versión ortodoxa bizantina del cristianismo, antes que claudicar ante las estrictas prohibiciones, exigencias y agresiones carolingias y romanas, lo que aseguró a Bizancio grandes recursos estratégicos durante mucho tiempo gracias a la política sabia y pacientemente ejecutada por un Estado «peligroso y astuto»20 como el bizantino.
Un ejemplo de la efectiva diplomacia bizantina a largo plazo consistente en respetar hasta cierto punto las identidades de los pueblos, a la vez que se negociaba con sus castas y clases dominantes, dejando la violencia militar –que podía llegar a ser atrozmente sanguinaria– como ultima ratio, lo tenemos en el desenlace último de las pugnas entre católicos y ortodoxos por controlar el Este europeo y lo que ya empezaba a ser Rusia justo a finales del siglo X: Vladimiro, que seguía siendo pagano practicante con cinco esposas y cientos de concubinas pese a haber aceptado el cristianismo, ayudó a Bizancio con seis mil guerreros y obtuvo a cambio como sexta esposa a la princesa Ana, hermana del emperador Basilio. La princesa llevaba una corte de obispos misioneros y damas de compañía que se casaron con otros príncipes eslavos.
Para entonces estaban lo suficientemente desarrolladas las condiciones sociopolíticas, culturales y económicas que «aconsejaban» a los rusos aceptar alguna versión del cristianismo, y optaron por la ortodoxia griega. Sin embargo: «La Iglesia latina hizo algún esfuerzo para que la recién formada Iglesia eslava reconociera la autoridad del papa, pero los magnates rusos nunca quisieron olvidar que debían su transformación social y religiosa a la Iglesia de Bizancio»21. Hay que recordar que Vladimiro obligó a todos sus súbditos a hacerse cristianos ortodoxos a la fuerza y que, pese a su historial, fue santificado por la Iglesia bizantina.
Las alianzas bizantinas con los poderes eslavos inquietaban a Roma, que además veía cómo los reinos occidentales crecían lentamente por su cuenta, cómo el islam no era derrotado sino que se estabilizaba como un peligro mortal, cómo la podredumbre interna del catolicismo reforzaba las tendencias disgregadoras… Es lógico, por tanto, que desde mediados del siglo XI surgieran en la Iglesia movimientos para reconstruir el poder papal absoluto: volvía el sueño de san Agustín, aplicando su violencia, pero ahora en el plano cultural e intelectual manipulando la historia. La exigencia de que príncipes y reyes debían obediencia a Roma se basaba sobre todo en la Donatio Constantini que fue elevada a estrategia política con el Dictatus papae: «Uno y otro documento, que como se sabe son el resultado de falsificaciones y manipulaciones, fueron elaborados por la Curia Romana»22. En 1075, el papa Gregorio VII redactó los veintisiete principios del Dictatus papae. Aquí utilizamos el resumen ofrecido por P. Odifreddi:
Solo el pontífice romano merece ser llamado universal.
Solo él puede deponer o absolver obispos.
Su legado en un Concilio manda sobre todos los obispos, aunque sea de rango inferior, y solo él promulga sentencias de deposición.
El papa es el único hombre al que todos los príncipes le besan los pies.
A él le está permitido deponer a los emperadores.
Sus sentencias no pueden ser reformadas por nadie y solo él puede reformar la de todos.
La Iglesia romana nunca se ha equivocado y, como atestiguan las Escrituras, nunca podrá equivocarse.
El pontífice romano, si ha sido ordenado canónicamente, se convierte sin sombra de duda en santo por los méritos de san Pedro23.
Naturalmente era Gregorio VIII el único que podía decidir qué era la tiranía, monopolio interpretativo que le daba un poder absoluto. Fueron los alemanes quienes más se alarmaron por el Dictatus papae ya que amenazaba su propiedad sobre las más de cuarenta sedes episcopales que tenían grandes riquezas y un enorme peso político que podría inclinarse a favor de Roma. El emperador Enrique IV organizó un concilio en Alemania que destituyó a Gregorio VII, invadió Roma24 y nombró papa a Clemente III. Los normandos liberaron la ciudad rescatando a Gregorio VII que murió en el destierro en 1085. Se ha dicho que Gregorio VII buscaba más el poder religioso, moral, que el poder político, ya que respetaba bastante la autonomía de este segundo siempre que no se comportase de un modo tiránico. Se ha dicho que, en realidad, los efectos políticos empezarían a sentirse más tarde, en la segunda mitad del siglo XII25. Pero en realidad, Gregorio VII desarrollaba una estrategia para conseguir dinero sin el cual le resultaba imposible lograr la supremacía de Roma.
Para lograrlo desarrolló una política global en la que destacaba su apoyó al comercio que empezaba a crecer en el siglo XI, especialmente con Oriente; el intento de engañar a los musulmanes de Argelia para facilitar los negocios; los preparativos para la ocupación de Bizancio quedándose con sus riquezas y destruyendo el cristianismo ortodoxo, generar el clima social propicio para una guerra contra el infiel… En 1074, un año antes del Dictatus papae hizo su célebre llamamiento a «fieles de San Pedro»26 que era el inicio de la propaganda de lo que desde 1096 serían las «cruzadas», que no eran sino ofensivas militares con objetivos económico-religiosos contra los enemigos de Roma y del feudalismo, no solo contra los musulmanes, aunque estos pueblos fueron los que más las padecieron.
Para asegurar más el poder, Gregorio VII encargó Anselmo II, vicario de Lombardía entre 1081 y 1085, que elaborara una serie de precedentes canónicos que justificasen al papado el uso de la fuerza militar y la coacción física. Anselmo II recurrió al Antiguo Testamento, a Moisés, a san Agustín… para recomendar su empleo pero no de forma explícita sino de forma indirecta, presentando textos «sagrados» que lo avalaban, pero también recomendó al papado prever su posible empleo en especial contra herejes e infieles27. En la realidad, la violencia papal se empleó contra herejes e infieles, pero sobre todo «para defender o recuperar el control de tierras, títulos y posesiones en Italia sobre los que la iglesia reivindicaba derechos»28.
Ocurría que: «A partir de fines del siglo XI se sucedieron con creciente frecuencia movimientos revolucionarios de los pobres, dirigidos por mesías o santos vivientes, inspirados en las profecías sibilinas o juaninas respecto a los Últimos Días»29.
La primera cruzada de ese final de siglo tuvo como uno de sus objetivos dirigir contra el islam la furia creciente del pueblo explotado y, luego, en cruzadas sucesivas ese malestar sería lanzado contra otros enemigos de dios. A finales del siglo XI, «como señaló desdeñosamente un culto abad, gracias a las actividades de los falsos profetas el pueblo estaba lleno de historias sobre la presunta resurrección de Carlomán a fin de conducirlo a la cruzada»30. No podemos olvidar las «cruzadas» contra valdenses, cátaros, griegos, eslavos, bálticos, checos y bohemios, rusos, mongoles…
A. Maalouf describe la absoluta falta de escrúpulos de los cruzados, sus promesas casi siempre incumplidas, su doble moral, sus atrocidades, su obsesiva búsqueda de riquezas y de bienes, de esclavas y esclavos… en nombre de dios y de la virgen María: por ejemplo, el canibalismo cristiano después de la toma y exterminio de la ciudad siria de Maarat en la que, según el cronista franco Raúl de Caen, refiriéndose a los «nuestros», a los cristianos, narra lo siguiente: En Maarat, los nuestros cocían a paganos adultos en las cazuelas, ensartaban a los niños en espetones y se los comían asados31.
Las «cruzadas» contra el infiel, pagano o hereje, las alianzas y guerras entre los grandes poderes, el Vaticano y las monarquías, eran solo una parte de las contradicciones del medievo y de la evolución del cristianismo occidental, la parte menos decisiva. Lo que sostenía este andamiaje, lo que pagaba y alimentaba a la burocracia santa era la explotación de los campesinos y artesanos por la clase feudal, uno de cuyos miembros era la Iglesia. La sorda lucha de clases en ascenso desde finales del siglo XI hizo que en 1139 la Iglesia prohibiera el uso de la ballesta, la entonces «arma democrática» por excelencia, a las clases explotadas bajo pena de excomunión, pero no al poder en sus guerras contra el infiel, el hereje y el pagano32. Un historiador militar de la talla de P. Young es concluyente al afirmar que la ballesta:
Era un arma barata pero poderosa, cuyas flechas, también llamadas dardos, podían atravesar las cotas de mallas y así acabar con la superioridad absoluta de las clases guerreras formadas por los más ricos y poderosos. Naturalmente, a estos últimos les interesaba impedir que se extendiese el uso de esa arma, pues su divulgación entre los miembros de las clases inferiores podría poner fin al dominio del caballero medieval. Este miedo queda reflejado en una bula papal de 1139, en la que se insta a los fieles a no usar esta terrible arma contra otros cristianos, sino únicamente contra el turco infiel. Aunque expuesta en términos religiosos, resulta claro que el propósito de esta bula era impedir que se alterase el orden existente en la sociedad33.
La prohibición respondía al temor de la clase dominante por el malestar social, ya que a finales del siglo XII se habían extendido ls movimientos heréticos que resurgieron el siglo anterior, que contaban con un significativo apoyo público de masas y aún más con amplias simpatías perceptibles, que no se atrevían a expresar en la práctica debido al miedo a la represión material y religiosa. La rebeldía de fondo de la cultura popular medieval, que en parte se basaba en la pervivencia más o menos soterrada de tradiciones paganas, era una de las fuerzas que impulsaron los movimientos heréticos, milenaristas, justicialistas, apocalípticos, etc., que proliferaron en la crisis del medievo pese a la represión que caía sobre ellos.
En 1170 surgieron los valdenses que habían abandonado sus bienes y llevaban una vida austera, igualitaria, sufriendo el rechazo de la Iglesia desde su inicio y, por fin, la excomunión en 1184. La dureza de la persecución los rompió en dos sectores: el sector blando, el francés, que se adaptó bastante a las exigencias romanas y terminó siendo un duro enemigo de los cátaros; el sector italiano que se radicalizó, que rechazó los sacramentos y fue perseguido de forma implacable34. Pero el verdadero peligro para Roma era el catarismo porque, al margen de su complejidad, atacaba las raíces de la Iglesia -«cueva de ladrones»– y del poder del reino francés del norte.
El cátaro –puro, en griego– era una mezcla de religiones orientales basadas en el choque entre el Bien y el Mal como sostenía el zoroastrismo persa, el maniqueísmo, el dualismo, los bogomiles posteriores reprimidos por Bizancio, etc. El Bien era lo espiritual, la virtud que se debía alcanzar, y el Mal era lo creado por el dios malo, como la Iglesia35. El catarismo negaba la existencia del infierno y de la resurrección36, con lo que destruía una base esencial del cristianismo, y afirmaba que el verdadero infierno era esta vida cuyos sufrimientos debemos paliar con la práctica de la virtud. Conscientes de los riesgos y dureza de ser cátaro coherente, se organizaban en dos niveles: los puros, que dirigían la comunidad, y los fieles. Los cátaros respetaban la libertad personal, como la practicaron muchas mujeres cátaras, sobre todo de la pequeña nobleza y los nuevos burgueses, aunque también campesinas37. Esta libertad era una de las prácticas cátaras más perseguidas por el cristianismo.
Las y los cátaros tuvieron amplia implantación en zonas europeas en las que existían oposiciones al papado, por ejemplo, en donde los gibelinos eran fuertes. El núcleo cátaro más sólido se encontraba en el sudeste de lo que hoy es Francia, en el País de d’Oc –Languedoc– y en la ciudad de Albi, y de aquí también el calificativo de albigenses. La situación que se da con una lengua propia diferente al francés, en las estribaciones del abrupto Pirineo norte y en una zona poco contaminada por el cristianismo oficial, abre el debate sobre si, de algún modo, el catarismo integró restos de cultos paganos y a la vez representó la resistencia de una nación en formación. Lo cierto es que era una geografía rica en recursos, bien comunicada para el comercio y los mercados.
Todo ello explica por qué fue más que todo un movimiento interclasista: «para los campesinos podía suponer la liberación del diezmo; para los burgueses y mercaderes el establecimiento de un nuevo orden económico; para las mujeres un elemento liberador superior al amor cortés»38. Además, «los cátaros eran personas bien organizadas y ordenadas. Elegían obispos, recolectaban fondos y los distribuían; llevaban vidas admirables […] no era posible dispersarlos con una enérgica carga de caballería»39. Estas cualidades eran las necesarias para la expansión económica y cultural, para la guerra y en especial para un sistema de vida colectiva suficientemente democrática para lo que era posible en aquel momento. Por lo que es perfectamente comprensible el odio y la envidia que suscitaban en Roma, en París y allí donde estaban implantados.
La razón última por la que este movimiento fue aplastado sin piedad radica en que «en definitiva, el catarismo albigense tuvo la virtualidad de convertirse en elemento diferenciador de una región que, en defensa de su identidad, hubo de prestarse a la defensa frente a un doble empuje: el de la Iglesia de Roma y el de los reyes de Francia»40. Los cátaros fueron excomulgados en 1184, junto con los valdenses, pero no se dividieron comos estos. En 1206 se intensificó la presión religiosa y en 1208 el papa Inocencio III lanzó la cruzada: «Durante varios años el Languedoc fue escenario de una guerra cruel y despiadada (solo en Beziers, en 1209, se calcula que los cruzados exterminaron a unas 30.000 personas)»41. Se han atribuido al papa Inocencio III estas palabras, muy probablemente ciertas, en respuesta a la carta de un obispo poco antes de una de tantas masacres: «Matadlos a todos, que Dios sabrá distinguir a los suyos». La Inquisición o Santo Oficio se creó para coordinar esta brutalidad y lo hizo tan bien que ha pervivido hasta hoy con otro nombre –Congregación para la Doctrina de la Fe– pero más suavizada porque el dios de la explotación burguesa necesita más la tortura psicológica del fetichismo mercantil que la tortura física del fetichismo de un dios crucificado.
Hemos dicho que san Agustín adaptó el doble método represivo romano a la Iglesia: ya había concluido la siembra de sangre y desolación, y había que recoger sus frutos de pasividad aterrorizada con el empleo de la palabra docta y con el ejemplo de la caridad.
La argumentación pretendidamente rigurosa fue la tarea de los «frailes predicadores» de santo Domingo (1170−1221), que fundaron en 1215 en Toulouse una orden destinada a extender la propaganda cristiana en las destrozadas ciudades del Languedoc, inspirándose en san Agustín. Impresionado por los horrores de la cruzada contra los cátaros42, siguió la vía agustiniana de desmontar la herejía, de prevenirla y de combatirla con la palabra, antes de tener que aplicar el terror físico, pero siempre desde la defensa intransigente del dogma. La «presencia» del obispo de Hipona en los dominicos se descubre en lo siguiente:
No valía para inquisidor cualquier eclesiástico. Los dominicos tuvieron al principio la exclusiva y para ello se les preparaba sólidamente lo mismo en materia de doctrina y dialéctica, que de sicología de interrogatorio, aconsejándole en este el empleo combinado de la sutileza y la tosquedad, de la fingida amabilidad y la violencia, de la mentira y la media verdad. Y destacando siempre la importancia de la astucia y el deber absoluto de salvaguardar al delator43.
San Francisco (1182−1226) tomo la vía de la caridad, del ejemplo de la pobreza humilde para demostrar a las poblaciones descreídas que en Roma sí existían cristianos: «pero los franciscanos, a una generación de la muerte de su fundador, ya habían amasado enormes riquezas y estaban metidos de lleno en el mundo erudito medieval. Por lo que no extrañará que también, a veces, los movimientos de masas alcanzasen a los monjes mendicantes, junto a los nobles, ricos, judíos y demás clero»44. Como sucede casi siempre en estos casos, un grupo franciscano siguió fiel al mandato de pobreza de su fundador reforzado por el milenarismo de Joaquín de Fiore, condenado por la Iglesia en 1255; y de nuevo, otro grupo aún más reducido, persistió en su ideal fundacional enfrentándose cada vez más radicalmente a la opulencia vaticana hasta que en 1323 el papa Juan XXII condenó el espiritualismo franciscano45.
En los casi setenta años transcurridos entre la condena de Joaquín de Fiore y la definitiva de 1323 al espiritualismo franciscano, el orden feudal entró en una crisis de supervivencia, a la que volveremos, porque abrió una fase en la que emergen nuevas formas de protesta y resistencia de masas, pero a la vez de represión. Ello explica que las clases dominantes y la burocracia católica –por ejemplo, el teólogo valenciano Francec Eiximenis en la segunda mitad del siglo XIV– comenzasen los ataques a la población pobre que no paraba de aumentar. Por otra parte, crece el poder de monarquías como la francesa, la española, la inglesa… y el Vaticano va debilitándose poco a poco. En este contexto, una parte del cristianismo de base va girando hacia interpretaciones milenaristas del Evangelio, pero el Vaticano reacciona pronto: «La Iglesia endureció su postura y condenó a los franciscanos demasiado partidarios del evangelismo, afirmando que Jesús nunca fue pobre»46.
De este modo, el Vaticano anula de un brochazo una base esencial del cristianismo –el voto de pobreza – , desautoriza cualquier resistencia popular argumentada en base a la «pobreza de Jesús» y abre las puertas no solo a la suntuosidad inmoral de sus desorbitantes riquezas y lujos, sino sobre todo a posteriores adaptaciones del dios-pobre del esclavismo y medievo al dios-especulador y financiero del capitalismo. ¿Cómo explicar semejante giro tan brusco? Muy simple, con los delirantes malabarismos que permite la filosofía medieval tal cual la entendía la Iglesia:
La filosofía de la Edad Media en sentido estricto es una teología filosofante, al subordinar toda la problemática filosófica a los intereses mitológicos teológicos de la Iglesia. La teología como racionalización de la mitología religiosa es el grado absoluto de alienación teórica, conceptual; en este sentido, la teología cristiana desintegró las geniales reflexiones de la filosofía antigua, particularmente de los materialistas desalienantes griegos47.
En las religiones monoteístas, y más en el medievo, los debates teológicos eran debates políticos. Por ejemplo, la discusión entre nominalismo y realismo llevaba en directo al problema de la veracidad del conocimiento humano, a saber si se puede conocer la realidad utilizando las facultades humanas o si es necesario recurrir a la «palabra de dios». Son cuestiones de innegable transcendencia política: ¿podemos argumentar en base a la realidad que sufrimos que el rechazo de la pobreza responde al egoísmo de la Iglesia, o debemos creer sin evidencia alguna que es dios quien ha decidido que la pobreza ya no es importante, o lo es menos que la riqueza? Veamos:
El problema se reducía a esto: ¿las cosas que existen objetivamente y son percibidas por los sentidos preceden a las ideas generales? (nominalismo). O, por el contrario, ¿las ideas preexisten a las cosas? (realismo).
La lucha entre el materialismo (nominalismo) y el idealismo (realismo) significó para los primeros no solo la excomunión, la prohibición de su pensamiento (Índex), etc., sino la represión más obscurantista, por ejemplo, P. Abelardo fue castrado; R Bacon fue encarcelado catorce años por la Iglesia; Siger de Brabante, asesinado en una mazmorra de la Inquisición; G. De Occam, perseguido por el Papa; y N. De Autrecourt, quemado vivo.
En contraposición, los idealistas alienantes, casi todos fueron canonizados, santificados, por ejemplo, Agustín; Anselmo, Buenaventura, Alberto Magno y Tomás de Aquino. Esta constatación de premios (a los idealistas) y de castigos (a los materialistas), de santificación y de Satanización respectivamente, constituye una corroboración más de la significación de la ley de la lucha entre materialistas e idealistas48.
Para el materialista, el abandono súbito de la pobreza responde a causas internas a la Iglesia y a la sociedad, a los intereses de poder económico y político de sus dirigentes. Para el idealista, el ensalzamiento de la riqueza responde a la voluntad inescrutable de dios comunicada a la Iglesia, que debe obedecer, muy a su gusto desde luego. En este caso como en los demás, el materialismo es enemigo mortal del idealismo de la Iglesia, pero sobre todo de los intereses de clase, patriarcal y políticos en general del papado.
Dominicos y franciscanos representan las dos grandes reacciones de un sector cristiano ante las contradicciones sociales en aumento provocadas por el crecimiento del mercado. Hubo otras organizaciones, como los carmelitas, surgidos de una comunidad en el monte Carmelo en Tierra Santa, los eremitas de san Agustín o agustinianos y otras más. Inocencio III reguló su existencia en la Iglesia para dar más efectividad al movimiento de «pobreza evangélica» que buscaba desactivar el malestar social con el pacifismo caritativo y hasta contemplativo. Sus llamamientos al «amor» y a la «paz» tenían más o menos eficacia según los contextos y coyunturas, desviando hacia la burocracia o a la nada, al olvido y al fracaso, muchas demandas populares totalmente justas. Por esto, como hemos visto arriba, rápidamente fueron objeto de desdén y crítica por las masas populares radicalizadas, que además veían cómo la pobreza de estas órdenes era sustituida por la riqueza a costa suya.
La «pobreza evangélica» no acabó con los males del mercado proto-capitalista, sino que facilitó su expansión al confundir, desorientar y engañar a las masas explotadas por vías muertas que únicamente beneficiaban al poder. Mientras tanto, la revolución comercial que estaba teniendo lugar facilitó sobremanera el rearme de las clases propietarias: «en el siglo XIII empezó a solucionarse el problema de la financiación de la guerra posfeudal»49 porque además de circular más dinero, abrirse nuevos mercados, etc., sobre todo apareció la burguesía prestamista y bancaria que adelantaba sumas apreciables de dinero. Los objetos de culto fetichista se mercantilizaron, como hemos visto arriba al analizar la penetración del dinero en la religión, dando un nuevo poder alienador incluso a los fetiches y amuletos militares.
E. A. Kosminsky nos ha legado una perfecta síntesis bien resumida del conjunto de problemas al que se enfrentaba la Iglesia y el papado romano50 precisamente en los siglos XII y XIII, cuando la revolución comercial empezaba a cuartear todas las burocracias sociales y morales anteriores, propiciando resistencias de masas potentes que recibieron el nombre de «herejías»y las crecientes pugnas entre la Iglesia y los monarcas y los emperadores que empezaban a disponer de recursos financieros propios. Partiendo de aquí y como guía orientativa para lo que sigue, González Duro nos ayuda con la disección en dos grandes bloques de la complejidad que se multiplica de aquellos siglos por la presión del proto-capitalismo desde el siglo XIII:
Uno, el milenarista, que luchaba por los «mil años de felicidad» durante los cuales Satán estaría dominado, en base a lecturas bíblicas y antiguas tradiciones; que tuvo en Joaquín de Fiore su iniciador más conocido y que se extendería hasta el siglo XVI con los Fratelli franciscanos, los flagelantes, los taboritas de Huss, los munzerianos, los seguidores de Sabonarola, etc. Y los apocalípticos, aterrados por la inminencia del terrible Juicio Final. Las escisiones de la unidad católica –anglicanos, calvinistas, anabaptistas, protestantes…– también estaban dominados por diversos miedos y, cómo no, todo ello «en la época de la gran caza de brujas –siglos XVI y comienzos del XVII – , teólogos y juristas afirmaron que Dios catalizaba a los demonios y a las brujas como ejecutores de su justicia»51.
Hay que recordar también que la revolución comercial del largo siglo XIII fue la que impuso, primero, la demarcación de clases entre el popolo como toda la población de una ciudad contra la minoría feudal o nobili, y la que creó las condiciones para que, seguidamente, en el siglo XIV la escisión social surgiese dentro del mismo popolo, apareciendo ahora el popolo minuto o proletariado urbano frente y contra el popolo grasso, o primera burguesía urbana. Se trató de un avance cualitativo52 en la primera separación conceptual de lo que más adelante sería la teoría marxista de la lucha de clases. Por ejemplo, en la Siena de 1277 el popolo prohibió a la nobleza ocupar cargos oficiales en la república y, en 1293, el popolo de Florencia impuso a la nobleza una restricción de derechos políticos todavía más severa53, restricciones que ya venían siendo aplicadas desde 1289 aunque en menor medida, dentro de la tendencia general de derrotas del feudalismo54 en ciudades como Lucca, Siena, Padua, Brescia y Bolonia. La Iglesia veía con extrema inquietud esta lucha de clases que, para ella, o sea para sus riquezas, era un peligro mortal en ciernes.
En Europa y en otras partes ocupadas de Oriente Medio, la minoría explotadora, con el apoyo de la Iglesia, no dudaba en practicar el peor de los salvajismos represivos cuando las masas se sublevaban, sobre todo en el siglo XIV. Las atrocidades eran indescriptibles y la indefensión del pueblo vencido absoluta55, y eso porque las clases dominantes dejaban de lado las reglamentaciones religiosas que intentaban regular las formas de violencia para reprimir a placer una vez desencadenada la lucha de clases. La ferocidad criminal del feudalismo se mostraba verdaderamente contra las rebeliones populares y las revueltas campesinas en Europa56. De cualquier modo, el propio sistema feudal disponía de instrumentos de control e integración de las masas campesinas que le permitían mantener su poder sin tener que recurrir siempre y permanentemente a la violencia brutal.
Hay que saber que las comunidades campesinas no eran tan «democráticas» en su vida interna como las ha presentado un cierto romanticismo, sino muy jerarquizadas internamente57, lo que facilitaba al feudalismo canalizar el descontento hacia otras alternativas y salidas; además, el movimiento campesino carecía de una visión crítica y de una alternativa al sistema feudal, a la vez que existía una especie de «pacto» implícito con el feudalismo mediante el cual la clase de los señores debían atender y satisfacer en lo elemental las necesidades básicas campesinas58. Aun y todo así, la Iglesia no descuidaba ningún método de alienación.
Resulta muy esclarecedor que el fetiche de la Sábana Santa de Turín apareciera en el siglo XIII59, el supuesto sudario de Cristo, que tres diferentes pruebas de C‑14 datan entre los años 1260 – 1390, y que otras más reciente han demostrado que son falsas60 al menos la mitad de sus manchas de sangre, realizadas a pincel en el siglo XIV. Lo que no impide que una y otra vez se intente negar la solvencia de esos estudios científicos, mientras que decenas de miles de creyentes siguen adorándola por sus presuntas cualidades sobrenaturales. Exactamente lo mismo debemos apuntar sobre la cuasi infinita producción de la muy rentable «industria milagrera» de la que ya hemos hablado.
Con mucha probabilidad, una de las razones para la creación de la Sábana Santa era, además de ampliar los medios de alienación, la de multiplicar las ganancias económicas de Roma con las donaciones de los peregrinos y el dinero de los impuestos a los mercados existentes a lo largo de las vías a Turín. Una descripción cruda de la avaricia vaticana la encontramos en la carta que, en 1226, escribiera el fraile agustino Gerhoh de viaje a Roma desde Salzburgo para solicitar ayuda papal en la lucha contra la corrupción en la iglesia alemana. Gerhoh, sobrecogido, explica en su carta que la Curia se había convertido «en un arca de leguleyos y en una burocracia de comerciantes obsesionados por recoger dinero de donde sea». En ese mismo período, san Bernardo dijo que la Iglesia había degenerado «en una cueva de bandidos donde se acumulan los despojos de los viajeros»61. En este siglo XIII, que gracias al pensamiento de Tomás de Aquino (1225−1274), la Iglesia saca a Satán, al diablo, de la mera referencia abstracta para introducirlo como un peligro casi corpóreo en la vida social:
El miedo desmesurado al infierno, al demonio y a sus tormentosas tentaciones está presente en todas partes, a menudo asociado con la espera del fin del mundo y el Juicio Final. No es, por tanto, casualidad que, por su parte, Lutero se viese dominado al mismo tiempo por el miedo al diablo y por la certeza de que el cataclismo final estaba ya en el horizonte. Cada vez que se encontraba con un obstáculo o combatía a un demonio o a una institución, tenía la certidumbre de hallarse ante el diablo. La polémica confesional desencadenada por Lutero y sus discípulos no pudo sino incrementar el miedo al diablo protestante, y teólogos y predicadores se convencieron de que, al acercarse el fin del mundo, Satán lanzaba contra ellos su última ofensiva62.
La potenciación del miedo a los peligros, a los efectos del pecado y de libertad de las mujeres, a la brujería… fue un recurso del poder para mantener el un orden al borde de la descomposición y de la revuelta social incontrolable:
En el orden de las cosas parece mucho más verosímil que la brujería, junto con todos sus elementos fantásticos, y en especial por sus estrechísimas relaciones con el Diablo, (una creación predilecta de los especialistas religiosos) fuese un mecanismo más, muy congruente con el período histórico, fabricado en todas sus piezas por las organizaciones religiosas, enmarcado en su estrategia de crear tensiones en las conciencias de los creyentes, de manera que estos fueran incapaces de superarlas, de librarse de ellas sin la ayuda expresa de los clérigos.
La verosimilitud se hace evidencia si se acepta (no cabe otra posibilidad) que la mayoría de las religiones conocidas han practicado la estrategia de crear tensiones en sus seguidores a fin de mantenerlos sometidos y dominados […] La creación más genial, aunque también la más contradictoria, fue la creación del Demonio y de su enorme poder, a veces rayano con una auténtica rivalidad con el poder de Dios, para tentar a las almas desde dentro63.
La crisis de supervivencia del feudalismo, que apareció con fuerza en el siglo XIV venía ya con una carga apreciable de miedo social porque: «Hacia el 1300 pareció menguar el ritmo de crecimiento de Europa, la agricultura dejó de crecer, debido tal vez a la que la tecnología en uso alcanzó los límites de su productividad. El clima se volvió adverso, con lo que el abasto de alimentos se volvó precario e incierto. Las epidemias se cebaron en gran número de personas a quienes había debilitado una dieta pobre […] La salida a esta crisis era descubrir nuevas fronteras […] Económicamente, la crisis del feudalismo se resolvió hallando, tomando y distribuyendo recursos existentes más allá de las fronteras de Europa»64. El cristianismo, que había acumulado experiencia en la justificación de las «cruzadas», fue desde esta crisis un sostén imprescindible del colonialismo europeo y, luego, del imperialismo.
La solución económica a la crisis necesitaba a su vez una solución político-religiosa que controlase el descontento de masas y las derrotara por la violencia si se radicalizaban: el miedo demostraba en estas situaciones su demoledora eficacia. Hemos visto cómo J. R. McNeill y William H. McNeill enmarcaban el momento de esplendor de las cuatro grandes religiones entre los años 200 y 1000, entre los siglos III y XI. Centrándonos ahora solo en el cristianismo desde el siglo XI en adelante, vemos que aproximadamente un siglo y medio después la Iglesia se verá sometida a una fuerte contestación social y a las presiones de una profunda crisis, lo que le llevará a endurecer el terror al infierno:
A finales del siglo XII, las divisiones internas de la sociedad medieval crean una fuerte separación entre los beneficios del poder y de la propiedad y los demás. Se forman fronteras sociales cuya existencia es preocupante. La sociedad está regida por príncipes y ricos burgueses, y el miedo ya no es tanto moral como económico […] En 1316 aparecen las grandes hambrunas. La Europa superpoblada, que ha llegado al límite de las roturaciones de tierras, no consigue obtener lo suficiente para alimentar a sus habitantes […] Cunde el hambre y reaparece el miedo65.
Los grupos de flagelantes que recorren zonas de Europa a mediados del siglo XIV nacen de esta crisis. Ya en el siglo IV el cristianismo hizo propio el sacrificio de la flagelación de grupos paganos anteriores. Reaparecen en Italia en el siglo XI y en la segunda mitad del siglo XII por zonas europeas. La flagelación quiere ser una penitencia sacrificial para redimir el pecado y una advertencia para otros cristianos a fin de que tomen conciencia de sus pecados:
En 1384 Clemente VI había alentado la flagelación pública en Aviñón: centenares de personas de ambos sexos participaron. Y San Vicente Ferrer, pilar de la ortodoxia española, el dominico antisemita y agitador de la chusma, encabezó un grupo de flagelantes que recorrió España, Francia e Italia siguiendo las instrucciones de una visión que tuvo en 1396 […] Casi todos los movimientos oficiosos de flagelantes de sexo masculino acabaron en el anticlericalismo, la herejía o la violencia. Después, se convocaba la Inquisición y había ejecuciones66.
La flagelación oficial, conservadora, la reconocida por la Iglesia, es una forma de autosacrificio vigente en la actualidad, como admite el obispo Munilla. Pero la flagelación oficiosa o «flagelantes revolucionarios», como los denomina N. Cohn, cogió fuerza a partir de 1348 cuando grupos sociales empobrecidos y angustiados se creyeron las visiones de algunos predicadores –Juan de Wintherthur sobre todo– que auguraban la pronta encarnación de un mesías guerrero que haría justicia. La radicalización fue en aumento, los flagelantes alemanes negaron el sacramento de la comunión y a la Iglesia en su conjunto, lapidando a dos dominicos que habían intentado reconducirles a la ortodoxia, dando muerte a uno de ellos. También asaltaron bienes de judíos matando a algunos de sus propietarios, y luego atacaron a la burguesía y al clero cristiano. En 1349, el papado les declaró la guerra con el apoyo burgués67, exterminando a una gran cantidad, aunque se tuvo que mantener la represión en 1351, 1353 y 1357.
Carecemos de espacio para seguir siquiera los principales conflictos sociales que una y otra vez cuestionaban el cristianismo oficial obligándole a responder algunas veces con adaptaciones e innovaciones doctrinales y, casi siempre, con dosis variables de diversas violencias. Simultáneamente a los y las flagelantes, hubo lucha de clases más abierta contra la rebaja salarial generalizada en prácticamente toda Europa desde la segunda mitad del siglo XIV. Por citar algunas: 1358 en Francia, 1378 en Florencia, 1381 en Inglaterra, además de las que se libraron en Alemania, Rusia, Portugal, España, etc.:
Aunque las sublevaciones raramente consiguieron sus objetivos, el cambio en las condiciones económicas supuso para los campesinos de Europa occidental la libertad de las ataduras feudales. Pese a su fuerza política y militar, las clases gobernantes no pudieron ni imponer los servicios en trabajo, ni controlar los salarios durante mucho tiempo, dado que los propios terratenientes rivalizaban en atraer campesinos a sus tierras, bien para que las trabajasen por un salario, bien arrendándoselas68.
Semejante lucha de clases a escala europea se libraba en un contexto en que todavía subsistían restos de paganismo más o menos sincretizados con el cristianismo, en esa medida sobrevivía la magia y la brujería pese a las represiones de la Inquisición. Dado que gradualmente las universidades tenían que abrirse a la forma burguesa de ver el mundo como un gran mercado, surgían diferentes respuestas intelectuales que iban desde la mística de Elkhart (1250÷1328) hasta el humanismo, pasando por las ideas de Occam (1349) que cuestionaba el tomismo. Otro tanto sobre el movimiento de las monjas beguinas y su relación con el Libre Espíritu. Las rebeliones campesinas o jacqueríes no pueden ser analizadas aquí, ni tampoco el ideal de Wyclif, aunque sí debemos detenernos en el «mayor movimiento herético de la Edad Media»69, la guerra de liberación husita entre 1419 y 1434.
Para entender el significado e impacto de esta guerra o «cruzada» en la historia del cristianismo debemos contextualizarla en dos aspectos decisivos. Uno es la forma de sentir el miedo según la pertenencia de clase, etno-cultural y de sexo-género porque:
Los cismas y las herejías hieren a la Iglesia, los espíritus pierden la orientación, las apariciones se multiplican, los predicadores se exaltan y la Inquisición no cesa de quemar a herejes, judíos, moriscos, brujas, etcétera. Es una época desgraciada en la que el infierno parece irrumpir en la vida de los cristianos desorientados. Pero en no pocos aspectos, desde el siglo XIV al XVI, la Tierra no tiene mucho que envidiar al infierno que se desborda sobre Europa, donde Satanás se encuentra como en su casa. Se halla en todas partes, desde el más humilde rincón de cualquier aldea hasta la celda de Lutero70.
L. Febvre ha estudiado la masiva presencia de la hechicería, las brujas, los demonios, etc., en la cultura oficial de los siglos XVI y XVII en la Europa rica, de los filósofos y estudiosos. Se detiene en Bodino (1530÷1596), hombre de una cultura enciclopédica que, a la vez, fue capaz de escribir en 1589 su terrible Tratado de demonomanía que tendrá un gran número de reediciones. L. Febvre concluye: «Demonios, demonios están en todas partes. Pueblan los días y las noches de los hombres más inteligentes de la época»71. Y la persecución de satán, del diablo, era a la vez la de los derechos concretos de las mujeres que resistían desde las culturas paganas y escasamente cristianizadas:
Con excepción de Zwingli, los reformadores germanos aceptaron la mitología de la brujería. Lutero creía que era necesario quemar a las brujas porque pactaban con el Demonio, aunque no perjudicasen a nadie, y consiguió que cuatro de ellas fuesen quemadas en Wittenburg. Los protestantes se basaban en Éxodo 22:18: «No tolerarás que una bruja viva» […] Así mismo, del otro lado de las barreras religiosas, los partidarios de Loyola, el católico puritano, popularizaron entonces la cacería de brujas72.
Pero también es cierto que varían las formas de sentir el miedo a las brujas, los judíos, los herejes según su origen etno-nacional, de clase y de sexo-género. Por ejemplo, el terrorismo patriarcal no buscaba solo destruir la resistencia de las mujeres para acelerar la expansión capitalista, que también, sino a la vez terminar de aplastar a las masas y a sus culturas populares que, de mil modos, mantenían una visión más suavizada de Satán que la construida por el poder incluso hasta comienzos del siglo XVII:
La representación popular de Satán era mucho menos trágica. Para la gran mayoría del pueblo, el diablo era una divinidad, susceptible de ser ablandada y hasta de ser bienhechora. Incluso se le hacían peticiones y se le presentaban ofrendas, sin perjuicio de excusarse luego ante la Iglesia oficial. El diablo podía ser también un personaje familiar, humano, mucho menos terrible de lo que aseguraba la Iglesia y esto era tan cierto que podía engañársele fácilmente. La cultura popular se defendía así, y no sin cierto éxito, de la teología aterrorizadora de los clérigos73.
La segunda contextualización en base a la que hay que analizar la guerra de liberación husita es que se libra precisamente cuando empieza a debilitarse imperceptiblemente la dictadura intelectual del Vaticano. Desde finales del siglo XIV y comienzos del siglo XV se vislumbra, siquiera borrosamente, un tenue inmanentismo naturalista que la heterodoxia semiclandestina había empezado a dar forma. El ateísmo marxista es la inmanencia enfrentada radicalmente a la trascendencia: la realidad existe porque tiene contradicciones internas, inmanentes, que la hacer existir y cambiar, no porque la haya creado un ser superior externo a ella, sobrenatural. Pero la elaboración del ateísmo requiere una base sociocultural que se haya independizado de la dictadura intelectual de la Iglesia, que facilite el ascenso del naturalismo al ateísmo. El fanatismo religioso, el miedo y la Inquisición, los restos paganos, etc., frenaban el conocimiento libre, sin embargo ocurría que:
La sociedad de la Edad Media ofrece tradicionalmente un única alternativa a los intelectuales: el clero, por supuesto, o el servicio diplomático de los reyes. A partir del siglo XV, aparece una tercera vía con la posibilidad de vivir de un oficio a medio camino entre el artesanado y la profesión liberal. El médico (docente o practicante), el jurista y el tipógrafo logran poco a poco vivir de sus saberes, gracias al desarrollo urbano que les aportan los clientes, los estudiantes, los encargos y pedidos necesarios para su supervivencia. Son a menudo hombres de acción, pragmáticos, adictos a la independencia, a veces inquietados por la Iglesia, como Etienne Dolet, quemado en 1546 por haber publicado a Rabelais y a Erasmo. También ellos, en su conjunto, desembocan en una forma de naturalismo dictado por el gusto a la observación y por su contacto habitual con situaciones concretas. Son ante todo discípulos, que continúan la enseñanza de los grandes maestros, como Pomponazzi, Erasmo, Cardano y otros. Estos intelectuales «por su cuenta» constituyen el humus social que lleva a la impugnación de los antiguos modos de pensamiento. Su influencia es decisiva, porque trasmite los cambios de mentalidad en el corazón de las ciudades, como la mediación entre la cima y la base74.
La valía ética de estas gentes que se arriesgaban a pensar por su cuenta en base a la resolución de problemas concretos, no elucubrando con abstrusas teologías, era tanto más impactante cuanto que la ética del poder político-religioso estaba regida, entre otros principios, por el de que todo se vende, todo se paga con dinero75. Fue contra este contexto sin valores éticos que estalló la guerra de liberación husita, siendo su detonante la práctica de la mentira y el terror asesino de la Iglesia contra el monje Jan Hus. Se convenció a este monje para que acudiera a un debate con las autoridades en Constanza, habiendo recibido todas las garantías sobre su vida, pero fue arrestado y quemado vivo en 1415.
El crimen fue el golpe que acabó con la paciencia checa, estallando la que «fue la mayor resistencia popular dirigida en Europa contra la Iglesia y el sistema feudal […] inspirándose en el pensamiento de Wyclef, predicaron contra la corrupción de la Iglesia, la primacía de Roma, las propiedades del clero y la servidumbre, abogando por la vuelta a la pobreza evangélica y a la espiritualidad de la Iglesia primitiva76.
Fue una guerra de liberación nacional, social y filosófico-religiosa. J. Maçek cuenta cómo los alemanes asesinaban a quienes oían hablar checo sin preguntarles antes si eran husitas o no77. N. Cohn también resalta este contenido nacional popular y trabajador porque la alianza entre alemanes y Roma poseía gran parte de la riqueza del país de modo que «las quejas de los checos en contra del clero se fusionaron con las que tenían contra una minoría extranjera»78. En Praga, el 40% de la población era pobre y la riqueza estaba en manos alemanas y eclesiásticas, que poseía más del 30% de las tierras checas, acaparamiento que golpeaba también a los pequeños y algunos medianos propietarios del campo y de la ciudad, que se sumaron durante un tiempo a la rebelión aunque su izquierda fuera «una organización de tipo comunal, sin propiedad privada y que subsistían de lo que tomaban a sus enemigos»79.
En efecto, si bien el husismo popular, al decir de J. L. Martín, obtuvo el apoyo de estos sectores «mediante la secularización de los bienes eclesiásticos y su entrega a los nobles locales», no por ello abandonó las reivindicaciones sociales80 defendidas por los taboritas que «también eran revolucionarios sociales […] el establecimiento de la igualdad, del comunismo incluso, y el derrocamiento del orden social establecido eran tan importantes como la reforma religiosa»81. A la postre, fue la división interna, causada por los intereses contrarios entre la mediana nobleza y las clases trabajadoras, la que causó la derrota última, cuando la mediana nobleza se posicionó con los invasores ayudándoles a aplastar a su propio pueblo en la batalla de Lipany de 1443.
La guerra de liberación husita impactó profunda y duraderamente en las clases explotadas europeas, y sus ecos son perceptibles en las rebeliones ulteriores sobre las que tampoco podemos extendernos ahora. El restablecimiento violento del orden en Bohemia y Chequia, y las advertencias a los grupos simpatizantes con el husismo, fueron simultáneos al inicio de la inhumanidad absoluta de la nueva esclavitud iniciada por la Europa cristiana en 1444, con el desembarco en el puerto portugués de Lagos de 235 niños, mujeres y hombre esclavizados en lo que hoy es Senegal. A. Pagden reproduce parte de la crónica escrita por Gomes Eannes de Zurara, presente en aquel comercio de seres humanos:
¿Qué corazón sería tan insensible de no sentirse traspasado por un piadoso sentimiento al contemplar esa compañía? Algunos tenían la cabeza baja, el rostro bañado en lágrimas cuando miraban a los demás; otros gemían lastimosamente mirando hacia los cielos con fijeza y gritaban con grandes alaridos, como si estuvieran invocando al padre del universo para que los socorriera. Para aumentar su angustia todavía más, llegaron entonces los encargados de las divisiones y empezaron a separarlos para formar cinco lotes iguales. Ello hizo necesario apartar a los hijos de los padres y a las madres de los esposos, y a los hermanos de sus hermanos… Y cuando los niños asignados a un grupo veían a sus padres en otro distinto daban un salto y salían corriendo hacia ellos; las madres estrechaban a sus hijos en los brazos y se tendían sobre el suelo, aceptando las heridas con desprecio del padecimiento de sus carnes con tal de que sus niños nos les fueran arrebatados82.
Era la cristiana Portugal y su Iglesia, y también sus cristianos comerciantes y marinos que eran a la vez piratas, quienes se enriquecían con el nuevo esclavismo capitalista. Las discusiones teológicas que vendrían luego sobre la esclavitud y cómo y cuándo acabar con ella, sobre si los indios tenían alma, etc., solo mostraban que dios va por detrás de la acumulación originaria del capital, esperando ver cómo aumenta el beneficio de la nueva burguesía esclavista para, en base a ello, recibir las órdenes de adaptación del dogma religioso a las nuevas realidades que le imponga la casta de teólogos bien alimentados.
Eso mismo sucedió en la cuestión siempre delicada de las indulgencias, cuando en 1476 Sixto VI promulgó «una bula en la que el sistema quedaba expuesto de una manera esencial: había que pagar y, de acuerdo con el volumen de la limosna, podían obtenerse para los difuntos indulgencias de semanas, de meses, de años, de siglos y plenarias. Hasta los moribundos tendrán ahora la oportunidad de poder comprar su bula de absolución in artículo mortis por cinco sueldos y diez denarios»83. Una razón de esta bula era que el papa preparaba conquistar y saquear dos ciudades con prósperas burguesías comerciales: Florencia entre 1478 y 1480, y Ferrara en 1482. El desfile del ejército papal en Roma, el 15 de agosto de 1482, permite calcular la inversión económica necesaria para mantener a nueve mil soldados y «tres enormes bombardas»84, armas carísimas por ser la tecnología artillera más letal del momento.
La mercantilización de dios mediante la venta de indulgencias, reliquias, fetiches, o pago en dinero, bienes u horas de trabajo de penitencias para reducir la pena, o con viajes a lugares santos que son verdaderas ferias para comerciar con dios, aumentaba a la par del crecimiento de la economía dineraria y del proto capitalismo. Como la Iglesia condenaba la usura desde el Concilio de Arlés en 314, no podía hacer préstamos públicos que le dieran intereses, al menos oficialmente, por lo que debía buscar otros medios de enriquecimiento. La guerra era uno de ellos, desde luego, pero necesitaba más y más dinero para sus gastos crecientes. Las amenazas de excomunión e infierno eterno eran rentables, pero cada vez eran menos eficaces contra la ascendente burguesía comercial y financiera. Para responder a estos cambios imparables en la estructura socioeconómica, los teólogos ordenaron modernizar a dios y a la jerarquía politeísta santa o satánica para que fuera más productiva.
Para mediados del siglo XV la situación de las finanzas vaticanas en la totalidad del joven capitalismo europeo era alarmante: de ahí los saqueos durante la cruzada contra el movimiento husita, el recurso al esclavismo africano desde 1444 y la bula sobre las indulgencias de 1476, por citar algunos ejemplos. Desde 1492 vendría la canibalización de vida y sangre humana materializada en plata, oro y bienes de Nuestramérica a Europa, que no hubiera podido ser tan inhumana, tan «civilizada», sin el cristianismo. Tiene razón S. A. Tokarev cuando sigue la estela de la violencia religiosa hasta el siglo XIV añadiendo que desde los siglos XV y XVI el cristianismo actuará «no solo con la cruz sino también con el fuego y la espada»85.
Al concluir el siglo XV, en el contexto que acabamos de reseñar, nacieron Lutero (1483÷1546), Zuinglio (1484÷1531) y Enrique VIII (1491÷1547); y al comenzar el siglo XVI, Calvino (1509÷1564). Hemos citado solo algunos de los representantes más conocidos de la gran rebelión de lo que ya empezaba a ser el dios burgués contra el dios feudal. El atolladero en el que se encontraba el Vaticano era tal que también aparecieron algunos reformadores romanos: «Pero, desgraciadamente, los papas reformistas duraban poco, pues morían prematuramente o cambiaban de parecer»86.
- Gonzalo Puente Ojea: La formación del cristianismo como fenómeno ideológico, Siglo XXI, Madrid 1984, p. 311.
- Emilio Mitre-Cristina Granda: Las grandes herejías de la Europa cristiana, ITSMO, Madrid 1983, p. 28.
- Emilio Mitre-Cristina Granda: Idem., p. 31.
- Paul Johnson: La historia del cristianismo, op. cit., pp. 138 – 139.
- Gonzalo Puente Ojea: La formación del cristianismo como fenómeno ideológico, op. cit., p. 308.
- E. A. Thompson: Los godos en España, Altaya, Madrid 1998, p. 200.
- M. de la Fuente: La verdadera historia de los reyes godos, 3 de noviembre de 2013 (https://www.abc.es/cultura/libros/20131103/abci-reyes-godos-verdadera-historia-201311021420.html).
- Gonzalo Puente Ojea: La formación del cristianismo como fenómeno ideológico, op. cit., p. 327.
- D. S. Chambers: Historia sangrienta de la Iglesia, op. cit., p. 24.
- Henri Pirenne: Mahoma y Carlomagno, Altaya, Barcelona 1996, pp. 185 – 186.
- Henri Pirenne: Idem., p. 217.
- Norman Cohn: En pos del milenio, Alianza Universal, Madrid 1981, pp. 193 – 194.
- AA.VV.: «El precario equilibrio de las tres áreas de civilización y el síntoma de su ruptura 90 – 1050)», GHU, CIL, op. cit., tomo 12, p. 28.
- AA.VV.: Idem., pp. 32 – 33.
- AA.VV.: «La Edad Media», Historia Universal, Salvat, Madrid 2004, tomo 10, pp. 483 – 487.
- AA.VV.: «El precario equilibrio de las tres áreas de civilización y el síntoma de su ruptura 90 – 1050)», GHU, CIL, op. cit., pp. 47 – 48.
- P. Odifreddi: Por qué no podemos ser cristianos y menos aún católicos, op. cit., pp. 190 – 193.
- S. A. Tokarev: Historia de las religiones, op. cit., pp. 471 – 473.
- P. Johnson: La historia del cristianismo, op. cit., p. 215.
- Zinaida Udaltsova: «Kiev y Constantinopla: relaciones culturales antes del siglo XIII», AC de la URSS, Moscú 1988, nº 2, p. 127.
- AA.VV.: «La Edad Media», Historia Universal, op. cit., pp. 488 – 489.
- Antonio Castro Zafra: Los círculos del poder, Edit. Popular, Madrid 1987, p. 119.
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- AA.VV.: «La Edad Media», Historia Universal, op. cit., p. 219.
- M. A. Laredo Quesada: «Síntesis sobre las ideas políticas universales en la Edad Media europea», Historia Universal, op. cit., tomo 10, pp. 181 – 183.
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- D. S. Chambers: Historia sangrienta de la Iglesia, op. cit., pp. 27 – 28.
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