Patxi Ruiz‑i eskainia1
La advertencia de Lukács –discite moniti (sabed que estáis advertidos– está escrita en 1952. En la presentación a la edición de 1956 no se retracta de ella por la sencilla razón de que la llamada «guerra fría» se ha vuelto bárbara guerra caliente de exterminio de las luchas por la libertad humana. La «guerra fría» contra el socialismo y los pueblos tuvo varios frentes y niveles, siendo la «guerra cultural» para desprestigiar el marxismo, tal como proponía K. Schmitt, el más decisivo en el plano teórico y político, pero tampoco debemos olvidar la importancia que se dio a la derrota de las luchas de liberación de la mujer como eje prioritario, aplastamiento necesario para disciplinar a la mujer trabajadora y en especial a la revolucionaria2 porque la burguesía intuye que la mejor praxis de la razón humana es la que se materializa en el lema de las mujeres del Ejército Rojo que vencieron al nazismo: «Podemos hacer cuanto nos propongamos»3, o también la de limpiadoras parisinas más recientemente: «Dejar de fregar y tomar las armas»4.
Desde al menos 1963 se inició en Estados Unidos una descarada batalla dirigida por la escritora Helen Andelin para prestigiar la forma de vida de la mujer burguesa, doméstica, elegante y entregada a su marido. Un movimiento reaccionario impulsado por la industria cultural yanqui que conectó con otros similares, por ejemplo con el brasileño de finales de esa década: una campaña de movilización de la mujer con tintes de ideología nazi que hacía de la mujer un baluarte de la reacción. La burguesía chilena hizo que las principales manifestaciones reaccionarias contra el Gobierno Popular de Allende desde 1971, elegido democráticamente en septiembre de 1970, fueron las de las mujeres, de tal modo que un observador brasileño de la manifestación de enero de 1974, comentó: «Una vez que vimos marchar a las mujeres chilenas, supimos que los días de Allende estaban contados»5. Luego proliferaron toda una serie de colectivos «pacifistas», «democráticos», culturales, religiosos, etc., de la misma índole, notoria o solapadamente reaccionarios, todos ellos mercenarios de la «paz»6.
La propaganda del feminismo reaccionario se sostenía en buena medida en la recién creada mitología tecnocrática, en los robots que ahorrarían trabajo en el domicilio, etc. En 1967 H. Lefèbvre publicó su premonitora obra Cibernántropo en la que desmontaba el mito tecnocrático en base también a la crítica del fetichismo de la mercancía:
El fetichismo del sistema produce resultados que los fetichistas toman por descubrimientos y por suprema objetividad […] La forma de la mercancía introduce en la práctica social relaciones caracterizadas por poner entre paréntesis, «espontáneamente», el trabajo productivo y las relaciones de producción. La forma de la mercancía introduce, igualmente, cadenas de significantes desvinculados de los significados (necesidades y actividades reales) constituyendo el lenguaje y el mundo de la mercancía, susceptibles de dar pretexto a múltiples connotaciones, metáforas y simbolismos. La sociedad en la cual reina la mercancía, en la cual esta impregna las conciencias, da lugar a una extraña forma de inconciencia. La conciencia misma es el asiento de lo inconsciente, de la escisión entre la inconciencia y la representación consciente. Es la conciencia de los objetos que se objetiva dando la inconciencia (el desconocimiento) de los objetos como productos de las relaciones de producción. Entre la conciencia y la realidad se abre una laguna. Quisiéramos que un puente se tendiera sobre el abismo para restablecer la realidad en la conciencia y la verdad en el pensamiento7.
Entre 1952 y 1967 la tecnocracia se había desarrollado mucho y ahí radica la leve diferencia entre lo dicho por Lukács, que llamaba a una movilización de masas en defensa de la razón, y lo expresado por Lefrèbvre, que llama a restablecer la verdad en el pensamiento y la realidad en la conciencia: idéntico mensaje para idéntico combate contra el irracionalismo. Pero en esos quince años Lefèbvre pudo conocer más en detalle la robótica que ya se gestaba en la sofisticada tecnociencia y compararlo con la especie humana: «Los pobres humanos se distinguen por sus miserias: fracasos, olvidos, lagunas, vacilaciones, emotividad, sufrimiento, ilusión de creatividad, placeres, locura, ambigüedades, incluso su actitud ambigua con respecto al robot: tienen miedo de él y él los fascina»8.
Surgía un temor reverencial y fascinado hacia el robot, hacia la tecnociencia. La crítica de Marx al fetichismo de la mercancía encuentra aquí una de sus confirmaciones más incuestionables. Ahora, cuando poderosas farmaindustrias9 compiten duramente entre sí con la ayuda de sus Estados-cuna por el negocio de las vacunas10 contra el Covid-19, ante un mundo que las mira aterrorizado, fascinado e ignorante, sometido a la desinformación casi absoluta y a los llamamientos histéricos de la extrema derecha y del fascismo, comprendemos la necesidad urgente de la lucha contra el fetichismo y a favor de la razón científica11. Combate que solo puede hacerse desde y para una perspectiva revolucionaria, la única que puede guiarnos en medio de la incertidumbre12 y la imprecisión, angustias que nos hacen dependientes de una autoridad que nos tranquilice aunque ello suponga la amenaza tecnototalitaria13.
En realidad, no es nada nuevo, como estamos viendo desde el inicio. Tampoco lo era hace medio siglo cuando las reflexiones sobre por qué aumentaba la patología de la obediencia llegaban a una conclusión plenamente actual, que P. Brückner expresó así: «se necesitan muy pocas palabras para expresar uno de los núcleos centrales de la problemática de la obediencia: ¿qué es lo que realmente pretenden nuestros esfuerzos pedagógicos: tranquilidad o libertad?»14. Educar en la tranquilidad exige no estudiar, no denunciar y no combatir la injusticia, exige una dosis alta de ignorancia y de silenciamiento de la razón. Educar en la libertad exige educar en el estudio, la crítica y el combate por esa libertad, por conquistarla y por defenderla. El mismo autor escribe más adelante:
La obediencia está también caracterizada por unas relaciones desequilibradas de poder, mantenimiento en el que alguna de las partes se encuentra especialmente interesado. El poder que no puede demostrar una legitimidad racional, y aceptable por lo tanto para el ser humano, sino que más bien descansa en el derecho del más fuerte o en la posesión de la conciencia, tiene como consecuencia una obediencia cuyos resultados son necesariamente patológicos15.
Tras el estallido de 1968, en 1971 la lucha de clases y de liberación nacional se extendía por todo el mundo. Masificar la patología de la obediencia mediante la ley del más fuerte y la manipulación de las conciencias siempre es una de las fuerzas del irracionalismo y de su asalto a la razón, y también lo era en aquellos años. Para la burguesía era urgente imponer la tranquilidad y la obediencia patológica, persiguiendo la libertad. Debía impedir a cualquier precio que la humanidad explotada hiciera suya y practicase la máxima de las mujeres del Ejército Rojo que derrotaron al nazismo: «Podemos hacer cuanto nos propongamos»; tenía que cortar el avance de la razón y de la teoría, implantando la irracionalidad del dogma, al decir de M. Horkheimer:
Bajo determinadas circunstancias se impone una decisión dogmática en lugar de un juicio especializado y limpio de mácula. En aquellos lugares en los que la confrontación con la realidad va acompañada de inseguridad o miedo, nos sentimos inclinados a elevar hasta lo absoluto las escalas subjetivas, simplificando el mundo a una simple consecuencia de valores medidos con esta escala de valor absoluto. Cuando observamos ocasionalmente nuestros deseos, esperanzas y temores ante las situaciones, vemos que ninguna de ellas está completamente libre de restricciones y desfiguraciones de lo percibido, aunque unos se inclinan más, y otros menos, hacia ello16.
La subjetivación y simplificación de la realidad por parte de la población obediente le facilita al poder «hacer un uso racional de su irracionalidad […] se trata de un poder que no se ve obstaculizado por la objetividad racional»17, según explicaba Adorno en 1972. Esta idea era importante en aquel momento porque advertía de la posibilidad aterradora de que el capitalismo en crisis manipulase tanto la racionalidad fascista subsidiaria como la que correspondía a esa fase de acumulación, con la racionalidad parcial suficiente como para, junto con otros métodos, derrotar la radicalización al alza de la lucha de clases: «De acuerdo con la ideología dominante en la actualidad, se establece que cuanto más se encuentran los hombres a la merced de cuestiones objetivas sobre las que no pueden influir o creen no poder hacerlo, tanto más subjetivizan su incapacidad […] En el lenguaje de la filosofía podría decirse que la alienación del pueblo respecto de la democracia refleja la autoalienación de la sociedad»18.
Un pueblo muy limitado en su capacidad de analizar objetivamente la explotación que padece, que desfigura y simplifica esa realidad hasta caer en la subjetivación obediente, un pueblo así se desliza hacia la pasiva indiferencia social y la apatía política, facilitando de ese modo la efectividad de la represión que cae sobre su parte luchadora, la que sí sabe qué sucede, por qué sucede y, sobre todo, cómo luchar contra lo que sucede. En el Chile de 1972, hubo un debate en el que se dijo entre otras muchas cosas:
El papel que juegan las pautas de conducta autoritaria como mecanismo de producción y reproducción de la estructura de clases puede ser ilustrado por dos implicancias ejemplares. En primer lugar, cabe llamar la atención sobre la estrecha correlación entre estructura de personalidad autoritaria y apatía política. […] En segundo lugar, y en relación con la apatía política, cabe señalar la facilidad con la que el individuo mutilado en su capacidad cognitiva e inseguro en su identidad es manipulado en su agresividad19.
Recientemente, M. Tobón ha escrito un texto en el que describe la unidad entre la patología de la obediencia, la agresividad y la patogénesis20 fascista. Volviendo al Chile de 1972, tres años después, y muy probablemente impactado por el golpe fascista que ahogó en sangre a su pueblo trabajador, D. Siboney también estudiaba en la Italia de 1975 la por entonces impensable vuelta de un neofascismo populista «suave» al estilo de Berlusconi en 1994, dada la enorme fuerza parlamentaria del PCI. En contra del dogma miope determinista y mecanicista de la socialdemocracia y del eurocomunismo entonces todopoderoso, D. Sibony se atrevió a estudiar la sumisión a la «figura del Amo»21 según la feliz expresión que introduce en su estudio sobre el avance soterrado de la indiferencia en política, tal como tituló a su texto.
La peste de la apatía política en una primera fase y de la agresividad neofascista que emergerá sin rubor alguno, al estilo de la organización lumpen bonapartista, carcomió imperceptiblemente al principio la sociedad italiana, en la que el PCI llegó a ser el primer partido en 1984, para aparecer luego a la superficie política, al igual que el Covid-19 pudre el cuerpo por dentro hasta que le apetece salir a escena. Una de las razones que explican esta hecatombe es la pasividad del grueso de las izquierdas ante la estrategia del capital de intensificar la batalla irracional, abierta poco antes incluso de la ejecución de Mussolini a manos de la justicia popular. G. Jervis denunció que:
En la sociedad industrial avanzada, poscristiana y postliberal, la crisis de los valores tradicionales deja abierto el campo a intrincadas batallas. La complejidad y la inseguridad de la vida cotidiana hacen extremadamente difícil el discernimiento de los criterios que gobiernan la racionalidad de la conducta […] Somos exhortados a ser normales obedeciendo a las leyes, honrando al padre y a la madre, vistiéndonos como requiere nuestra condición social, teniendo las distracciones y las costumbres de nuestro propio ambiente, comportándonos de modo tranquilo y sensato, así sucesivamente. La normalidad viene prescrita como una serie variable (según las clases) de códigos de comportamiento; si esta es violada intervienen la represión judicial y la psiquiátrica, en particular si el sujeto pertenece a clases sociales subordinadas22.
G. Jervis también afirmó que:
Las más típicas e importantes necesidades sociales son necesidades radicales, aparentemente no vinculadas a las necesidades inmediatas del cuerpo, tales como por ejemplo, la necesidad de libertad, la necesidad de justicia, la necesidad de igualdad, la necesidad de conocimiento. Se puede observar que aunque todas ellas sean necesidades históricas (es decir, no dadas a priori, sino nacidas y determinadas por modos concretos de vida) tienen también todas ellas algo de constante, al igual que las necesidades elementales […] Las necesidades sociales radicales no vienen de arriba sino que nacen de la praxis, es decir, que se definen en el definirse de los hombres a través de la historia de las generaciones, y del proceso de la lucha de clases23.
G. Jervis tocaba aquí de forma directa una cuestión clave en aquellos años: el rechazo de la lucha de clases y de la propia existencia del proletariado, por parte de la casta intelectual en general y en concreto el postmodernismo. Argumentar la existencia de la lucha de clases y sus efectos sobre la estructura psicopolítica del capitalismo era contravenir en directo las «modas post»24 según la ocurrente expresión de N. Kohan. La crítica de Callínicos a las tesis de Habermas25 y sus diferencias con las de Schmitt sobre la democracia son más válidas ahora que entonces –1989– porque el Covid-19 es una excusa perfecta para recortar la democracia. Además, el relativismo epistémico26 del postmodernismo ha debilitado la fuerza de la razón, restándole mucha capacidad para enfrentarse al irracionalismo.
La crítica de la democracia burguesa se sustenta en último análisis sobre la crítica del fetichismo de la mercancía porque esta descubre el límite de la ideología dominante. En 2009 A. Jappe puso en claro este asunto y, además, recuperó la importancia del estudio de las relaciones entre fetichismo e inconsciencia: «El fetichismo es el secreto fundamental de la sociedad moderna, lo que no se dice ni se debe revelar. En eso se parece al inconsciente; y la descripción marxiana del fetichismo como forma de inconsciencia social y como ciego proceso autorregulador muestra interesantes analogías con la teoría freudiana»27, llamando así la atención sobre una problemática crucial: cómo volver el inconsciente reaccionario en el consciente revolucionario28.
El fetichismo impone el silencio y oculta lo real: vuelve inconsciente a la sociedad. De este modo, cuando no se puede ver, ni oír, ni hablar en un contexto autorregulado ciegamente por la dictadura de la mercancía, ahí, en ese desierto sin humanidad, existen las condiciones para el irracionalismo porque: «Criticar las teorías posmodernas resulta difícil debido a su carácter auto-afirmador que hace imposible toda discusión, transformando sus afirmaciones en verdades de fe ante las cuales sólo cabe creer o no creer»29. A la vez, la docta ignorancia30 postmoderna en sus ataques al marxismo ha servido para reforzar la apatía política dando bazas a las burocracias reformistas para girar al «centro izquierdismo»31. Es por esto que F. Erice aconseja: «reaccionar frente a planteamientos postmodernos que constituyen un verdadero “asalto a la razón” y alertar sobre la difusión acrítica de estas ideas entre cierta izquierda política y social»32.
No nos precipitemos en el tiempo. Para mediados de los años 80 autores marxistas habían recuperado la rigurosa radicalidad teórica de su método al calor de la crisis de 1986 – 1973, pero seguía creciendo el abismo entre el inagotable potencial heurístico de esta guía revolucionaria y el agotamiento de la dogmática estalinista y eurocomunista en su deliberado rechazo de lo subjetivo, de las cadenas irracionales del fetichismo. Ya hemos hablado del esplendor del PCI en 1984 y de su estallido siete años más tarde. En esa situación, una autora representante del reformismo duro, Susan Strangre, escribió en 1986 la famosa la expresión «capitalismo de casino»33 para mostrar cómo la gran burguesía nadaba en oro y champán mientras aumentaba la masa de empobrecidos. Pero hablar de casino y de «dinero loco» significa asumir que la incertidumbre y el azar rigen la vida y las finanzas, sobre todo en Wall Street34.
Visto esto, la pregunta es: ¿acaso el azar y la incertidumbre inherente a la economía de casino, a la especulación de alto riesgo, no está sujeta a la necesidad de crisis del capital cada vez más frecuentes y duras? Pero responder a esta pregunta requiere de un dominio suficiente de las categorías filosóficas y de su aplicabilidad a la dialéctica del capital, saber que iba siendo marginado porque la dialéctica en inconciliable con el reformismo. Debemos decir que las contradicciones se agudizaban tanto en lo objetivo que, al margen ahora de las cadenas subjetivas del fetichismo, sectores reformistas no tuvieron más remedio que constatarlo.
Ese clima de contingencia e indeterminación de la vida social que empezó a expandirse con altibajos a finales de los años 80 sería una de las bases sobre las que crecerían nuevos irracionalismos, alimentados también por los demoledores efectos del neoliberalismo sobre la libertad, justicia, igualdad y conocimiento. A mediados de los años 90 un colectivo de intelectuales reformistas, los resumió en cuatro puntos centrales: 1) ataque el «Estado del bienestar», 2) ausencia de política industrial, 3) flexibilización del mercado laboral y 4) proteccionismo respecto a las importaciones del Tercer Mundo35. Todos y cada uno de ellos atacan los fundamentos de las «necesidades radicales». Un capitalismo de casino en el que el dinero loco podía hacer y deshacer a su antojo porque se había debilitado el control financiero y fiscal del Estado, porque éste ya no intentaba frenar la pobreza y la enfermedad al alza, porque la industria estaba supeditada a la especulación financiera, porque destrozaba los derechos laborales, y porque multiplicaba las agresiones contra el Tercer Mundo.
Resulta por tanto comprensible que capitales ociosos entrasen en el lucrativo negocio de «explotar la histeria»36 ampliando el mercado de la «inseguridad» y de la represión a raíz de la sucesión de crisis entre 1994 y 2001. Ya antes de los terribles efectos de la tercera Gran Depresión de 2007 se reconocía que: «Domina la incertidumbre […] una inseguridad difusa, en una crisis de representación política, en una crisis de identidad. […] La creciente demanda de protección, que ha favorecido el nacimiento de un verdadero mercado de la seguridad, constituye un índice significativo de la difusión social de un vocabulario motivacional de la precariedad y el miedo»37, todo ello presionado al máximo por un mundo sometido a una «nueva economía política (global) de la guerra»38.
Entre 2007 y 2019 se multiplicaron las condiciones que pueden reactivar irracionalismos varios tanto por reforzar su relativa autonomía como debido a la directa intervención de los aparatos de sojuzgamiento psicológico de masas. A comienzos de 2010, el sindicato LAB39 denunció el aumento de depresiones, infartos y suicidios como efecto de la crisis. Mientras tanto, la alternativa del aparato psiquiátrico oficial a la devastación era mejorar la «psicología de la sumisión»40 para normalizar la miseria mental y sus peligros. Pero los suicidios aumentaban: una seria investigación colectiva41 aportaba porcentajes escandalosos sobre la relación directa entre crisis y suicidio.
Volvía a confirmarse lo que ya se sabía desde hacía tiempo: las relaciones entre miedo y control político42, en una sociedad que no podía resolver necesidades básicas como vivienda43 y trabajo, era lo que empeoraba la salud psicosomática del proletariado. Poco antes de la aparición pública del coronavirus un estudio afirmaba que: «En pleno 2019 no hace falta colgarse de un andamio para jugarse la vida. La precariedad, el estrés y el exceso de trabajo también enferman. Y matan. Matan mucho más que los accidentes»44.
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