Hemos visto que a mediados de 2017 el Pentágono quedó en shock al descubrir la pobre preparación de su ejército. Visión penosa para el orgullo yanqui pese a los esfuerzos que se habían realizado en la época de B. Obama, quien había planificado llevar al 60% de sus fuerzas navales a cercar China para el 2020, objetivo manifiestamente fuera del alcance de Estados Unidos por ahora, como lo está descubriendo a su pesar D. Trump, que también tuvo que tragarse sus bravatas después de anunciar el inicio de la guerra contra Irán y más tarde al avisar que apresaría o hundiría los barcos de este país que llevaban ayuda humanitaria a Venezuela en forma de productos imprescindibles para el refinado del crudo, bloqueados por el cerco norteamericano.
El capitalismo yanqui ya estaba tocado antes de la pandemia: hasta mediados de marzo de este año crecía un raquítico 2%, insuficiente para reabrir una fase de recuperación algo larga y sobre todo para mantener el gigantesco esfuerzo militar exigido por el Pentágono. En los veinte primeros días del confinamiento, el consumo bajó 7,6%, sabiendo que el consumo supone el 70% del PIB, además las inversiones bajaron en un 8,6%. Haciendo la media de las distintas proyecciones que se realizan, se calcula que entre abril y junio la economía se contraiga alrededor de un 30%, desplome demoledor, lo que generará un desempleo parecido al causado por la segunda Gran Depresión de 1929 en adelante, y cuyo fin solo pudo lograrse tras la muerte de entre 55 y 60 millones de personas en la Segunda Guerra Mundial, según cifras que no tienen en cuentas muchas variables.
Pero la recuperación actual tiene dos grandes obstáculos, como mínimo. Uno, y el más inmediato, consiste en el cataclismo del Covid-19 que aún sigue expandiéndose. A comienzos de agosto de 2020 Estados Unidos contabilizaban oficialmente no menos de 4.800.000 contagios y no menos de 159.000 muertos, aunque existen razones para pensar que las cifras reales son mayores, dada la extrema penuria de la sanidad pública y los varios millones de personas empobrecidas que no tienen la documentación en regla o que simplemente no la tienen. Lo peor es que las tendencias de la pandemia están al alza entre otras cosas porque las exigencias férreas de la burguesía para que se reabran las empresas y los centros educativos están exponiendo al contagio a centenares de miles de personas adultas e infantes.
La pobreza galopante y la precariedad en los servicios de vivienda son uno de los caldos de cultivo de la pandemia, como es sabido; además, a finales de julio ha terminado el plazo de vigencia de la limosna de 600 dólares que el gobierno daba a los 30 millones de trabajadores tan precarizados y sin ahorros que apenas habrían sobrevivido unos días sin esa ayudita que justo da para comer y pagar alguna factura elemental como la electricidad, el gas o el agua. La lucha de clases ha logrado con su fuerza que al menos se inicie un debate a puerta cerrada entre la casta política, sobre si alargar o no la duración de la limosna.
Si se deniega, el ingreso semanal de los y las desempleadas se reducirá entre un 60 y 90%, una catástrofe social porque entre otros daños, millones de personas pueden perder sus viviendas, todo lo cual repercute muy negativamente en el consumo, ya de por si débil y a la baja por el Covid-19. Otro efecto más dañino a largo plazo es el impacto de esta mezcla explosiva de pobreza, enfermedad y gran reducción de servicios sociales básicos, es el bajón educativo de la infancia y adolescencia, tanto que la misma ONU ha advertido de ello. Para Estados Unidos es un riesgo mortal porque además de su incultura media y del analfabetismo funcional, su fuerza cualificada de trabajo está decreciendo en comparación a otras potencias competidoras, lo que debilita el esfuerzo militar dependiente de la tecnociencia.
El segundo obstáculo para la recuperación radica en esa competencia externa al alza, que no existía en modo alguno en 1945. Potencias científicas como Alemania, Francia, Japón, Italia, Gran Bretaña, etc., quedaron o bien destruidas o tan hipotecadas por las deudas contraídas con la banca yanqui que tuvieron que supeditar la ciencia a otros gastos urgentes. La URSS, que no era una potencia científica, tenías sus problemas. Estados Unidos estaban intactos y se lanzaron a dominar y saquear gran parte del planeta sin problema alguno. Desde la década de 1970 esa ventaja empezó a menguar y ahora los obstáculos le surgen por todas partes, agravados por el fuerte movimiento de rechazo irracional y negacionista de la ciencia, alentado muy frecuentemente por el mismo D. Trump.
Pero una de las mayores amenazas competidoras proviene del conjunto de medidas que países del mundo están intentando tomar para reducir el poder económico, político, militar, cultural y simbólico-fetichista del dólar, poderoso instrumento de opresión: potenciar otras monedas y crearlas virtuales; acaparar oro y debilitar a Fort Knox; impulsar el trueque: petróleo por radares, etc.; crear mercados integrados fuera del control del dólar; crear mercados de armas y alianzas militares; impulsar la solidaridad alimentaria y sanitaria; presionar para reformas profundas en las instituciones creadas y dirigidas por Estados Unidos desde 1945, etc. Se trata de segar la hierba debajo de los pies de barro del exhausto y furibundo gigante, que solo puede reaccionar exigiendo impuestos y sacrificios a sus siervos, como se aprecia en los nerviosos viajes de la Casa Blanca que, como los reyezuelos de la Edad Media, va ordenando pleitesía.
La industria norteamericana de la matanza humana se encuentra ante serios problemas desconocidos, la mayoría de ellos, hasta hace poco tiempo. Veamos algunos.
Primero, las actuales guerras irregulares se han perfeccionado y han aumentado su letalidad gracias a que el desarrollo tecnocientífico permite avances significativos en armamento ligero y medio, en la comunicación, en la sanidad, etc., lo que facilita la resistencia, aunque no garantice la victoria, que sí puede lograrse cuando el pueblo que se defiende tiene el apoyo internacional necesario, o de poderes suficientemente asentados. Esto hace que Estados Unidos deban pensárselo dos veces antes de invadir un país, sabiendo que la guerra que provocan puede alargarse terminando en una derrota o en un equilibrio muy costoso de mantener. El empleo de ejércitos privados puede resolver transitoriamente la situación sobre todo cuando se trata de controlar zonas rentables por su valor económico, político o militar, pero aun así siempre es necesario el apoyo de la potencia invasora.
Segundo, los ejércitos de Estados Unidos necesitan bases y sistemas de logística muy caros de mantener, lo que aumenta los costos, pero esas bases son imprescindibles. Un ejemplo lo tenemos en Europa: la amenaza yanqui de trasladar tropas de Alemania a Polonia, coherente con la política de agresión a Rusia que exige acortar las distancias que le separan de Moscú, encuentra muchas dificultades de infraestructura, viales y aéreas, que requieren inversiones apreciables además de un contexto de seguridad política difícil de garantizar en el Este europeo. A escala planetaria, el problema es más grave porque está demostrado que los actuales navíos de guerra son débiles y arden con facilidad ante el impacto de minas, misiles y bombas, requiriendo reparaciones que solo se hacen en bases muy bien preparadas tecnológicamente y, además, seguras ante los nuevos misiles y bombarderos de largo alcance. Un efectivo sistema de transporte aéreo puede solventar en un primer momento este problema, pero no después, cuando se acumulen las bajas humanas y materiales.
Tercero, la guerra electrónica, misiles de alta velocidad, los submarinos y navíos de superficie modernos, que están desarrollando Rusia y China, sobre todo, también están pensados para destrozar las largas y vulnerables vías de abastecimiento y reparación, de las que depende el ejército yanqui en una guerra no relámpago. Un ataque a Venezuela, Irán, China o Rusia que no les derrote en un tiempo corto, exigiría el desplazamiento de varios millones de tropas y de una cantidad inmensa de repuestos muy dependientes de revisiones tecnológicas frecuentes, dejando muchos espacios con poca o ninguna protección a las respuestas de los atacados. Una solución es acercar esas bases lo más posible: Israel, Arabia Saudí, Corea del Sur, Japón, Alemania, Noruega, Islandia, Canadá, Polonia, Ucrania, Turquía, Colombia, Brasil, Ecuador, etc., con los problemas económicos y políticos que eso acarrea, que pueden generar crisis incontrolables en esos países, además que dan tiempo de preparación a los pueblos amenazados. El Pentágono lleva tiempo tejiendo esa red.
Cuarto, Estados Unidos tienen que atender a demasiados frentes: el este y norte europeo en su agresión a Rusia controlando su gaseoducto con Alemania; lo mismo que el Mar Negro y Mar de Azov contra Rusia y vigilando a Turquía y el gaseoducto de Rusia con Europa; el cerco a Irán y el control de los estrechos de Ormuz y de Adén, y del canal de Suez, vitales desde cualquier punto de vista; el control del océano Índico para vigilar esa parte de la Ruta de la Seda que abre al mercado chino África y Oriente Medio; el norte del océano Pacífico que bordea Corea del Norte, China y Rusia; el Mar Caribe y el océano Atlántico para controlar Cuba y Venezuela; y, cada vez más, los duros mares del sur. Además, de estas inmensas extensiones, el imperialismo debe vigilar las luchas de clase y de liberación nacional antiimperialista de todo el mundo.
Quinto, el deshielo está cambiando toda la estrategia político-militar mantenida en los últimos 10.000 años. Antes del capitalismo, el imperio romano se sostenía alrededor de ese charco de agua llamado Mediterráneo no pudiendo penetrar mucho en tierra adentro, como le sucedió después al imperio otomano. El mayor imperio terrestre que ha existido, el mongol, era frenado por el norte por la helada Siberia, por el sur por las selvas de la Conchinchina y el desierto norteafricano, por el oeste por la parte occidental de Rusia y Europa, y por el este por el Pacífico que salvó a Japón. Los imperios azteca e inca eran terrestres, limitados por el no uso de la rueda y de animales de tiro, lo que no les impidió desarrollar una cultura impresionante. Rusia y China eran terrestres. Desde el siglo XV los imperios se hacen marítimos, lo que les permiten llegar a todo el globo excepto el Ártico y el Antártico. Portugal, España, Holanda, Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos eran imperios marítimos, lo que les permitía saquear en cualquier parte. El deshielo está abriendo el mundo al poder continental euroasiático cuyos barcos podrán navegar por el Ártico amenazando económica y militarmente al norte de Europa, Canadá y Estados Unidos, y por el Antártico comerciando desde el sur con Nuestramérica y envolviendo más fácilmente a Estados Unidos por todas partes, lo que obligará a multiplicar los gastos militares.
Y sexto, con respecto a Nuestramérica, Estados Unidos es más conscientes que nunca de que no pueden perder las incontables reservas materiales, de fuerza de trabajo que atesora nuestro continente, y de fascistas y narcoparamilitares mercenarios para los ejércitos privados del capital y de los servicios secretos. Esta es una de las dos razones por las que no puede permitir que avance, más allá de un mínimo, ningún proceso de centralización endógena del territorio y menos si esta se relaciona con las potencias de Eurasia, con una efectiva defensa que integre la milicia popular y el ejército oficial. La única forma que tiene el imperialismo para vencer este sistema es contar con la represión criminal ejercida por los ejércitos lacayos, formados en Estados Unidos y con fuerzas especializadas en el terror masivo. Puede tolerar ese avance un corto espacio de tiempo, pero nada más. La otra razón es que conforme avance el deshielo, crecerá el valor estratégico de la larga costa pacífica de Nuestramérica porque la guerra moderna no conoce ya apenas límites geográficos insuperables, como casi se demostró en la Segunda Guerra Mundial. Los puertos y carreteras de la costa pacífica desde Chile hasta México se irán convirtiendo en centros importantes para el tráfico marítimo y aéreo con Australia y Nueva Zelanda, como bases estratégicas del imperialismo, en la medida en que las fuerzas navales de Eurasia puedan acercarse más y más a esas costas. Estados Unidos necesitará entonces que las burguesías locales asuman llevar al matadero a sus pueblos en defensa de Walt Street. ¿Futuro ficción…? A esta pregunta, Roma respondería: si quieres la paz, prepárate para la guerra.
Iñaki Gil de San Vicente
Euskal Herria, 5 de agosto de 2020