«Allí donde existían tierras comunales, el pobre podía mantener en ellas un asno, un cerdo o algunos gansos, los niños y los adolescentes tenían un lugar donde podían jugar y corretear al aire libre; esto se está acabando cada vez más, las ganancias de los pobres se reducen y los jóvenes, a quienes se ha quitado su campo de juego, concurren en cambio a las tabernas.»
«Sin plantearme la tarea de examinar aquí todos los argumentos de los defensores de la propiedad privada sobre la tierra –jurisconsultos, filósofos y economistas – , me limitaré nada más que a hacer constar, en primer lugar, que han hecho no pocos esfuerzos para disimular el hecho inicial de la conquista al amparo del derecho natural’. Si la conquista ha creado el ʻderecho natural’ para una minoría, a la mayoría no le queda más que reunir suficientes fuerzas para tener el derecho natural de reconquistar lo que se le ha quitado. En el curso de la historia, los conquistadores han estimado conveniente dar a su derecho inicial, que se desprendía de la fuerza bruta, cierta estabilidad social mediante leyes impuestas por ellos mismos. Luego viene el filósofo y muestra que estas leyes implican y expresan el consentimiento universal de la humanidad. Si, en efecto, la propiedad privada sobre la tierra se basa en semejante consentimiento universal, debe, indudablemente, desaparecer en el momento en el que la mayoría de la sociedad no quiera más reconocerla.»
Podríamos decir que estas dos citas expresan el grueso de la crítica marxista de la democracia tal cual la impuso la burguesía desde el siglo XVII en Europa y tal cual quiere reactualizarla ahora Estados Unidos al convocar a un encuentro virtual a delegaciones de ciento diez Estados para tratar sobre la «democracia», así tal cual. Al margen de cuantos gobiernos quieran participar en ese teatrillo virtual, y al margen también del método empleado por Washington para invitar a unos y excluir a otros, es claro que el imperialismo busca organizar un «frente democrático» con funciones muy precisas en el nuevo paradigma represivo que está creando. Algunas de esas funciones son:
Primera: no repetir errores garrafales cometidos en el pasado que debilitaron o anularon la eficacia de otros paradigmas represivos destinados a embellecer con fraseología democraticista y desarrollista sobre el «progreso», salvajes ataques a los pueblos libres y dignos. Por ejemplo, una de las razones por las que el imperialismo no atacó a la URSS nada más acabar la Segunda Guerra Mundial o a los pocos años con decenas de bombas nucleares era porque, además del poderío soviético y de la fuerza proletaria y campesina en el mundo, además de esto, la moral de lucha de sus ejércitos no garantizaba la fidelidad suicida de sus tropas. Idénticos errores de sobrevaloración de la fidelidad suicida al imperialismo por parte de tropas de conscripción obligatoria se repitieron con mucha más frecuencia de lo que admite la casta de historiadores oficiales. Y ahora, volver el repetir el mismo error –que se ha visto también en Afganistán– sería desastroso.
Segunda: recuperar el mito de Estados Unidos como potencia democrática defensora de los derechos humanos burgueses sobre todo ahora cuando la Covid-19 está matando a centenares de miles de personas en su país, empobreciendo más aún a decenas de millones, extendiendo la pandemia de opiáceos, multiplicando la «delincuencia» y la impunidad policial, rearmando al ejército, envalentonando a la extrema derecha y al neofascismo, encorajinando la lucha de clases… La Administración Biden necesita recuperar la legitimidad debilitada o perdida que le llevó a la Casa Blanca; necesita que el proletariado acepte «sacrificios democráticos» para aguantar los costos socioeconómicos de la crisis y acepte ser carne de cañón en guerras más duras e inciertas que el Pentágono está planificando, etc.
Tercera: mientras tanto, crear una densa nube de falacias, mentiras piadosas o descaradas, excusas y manipulaciones para ocultar o justificar de mil modos las relaciones internas entre la democracia imperialista y las fuerzas de extrema derecha y neofascistas en el mundo, para que, cuando se vea necesario, la «democracia occidental» pueda movilizar militarmente al fascismo en cualquiera de sus expresiones sin provocar apenas «dudas morales» en la progresía bien-pensante, como ha sucedido tantas veces. La casta intelectual será generosamente recompensada por sus tragaderas éticas y sus flatulencias ideológicas.
Cuarta: movilizar en la «defensa de la democracia» a cuantos más Estados mejor, o a cuantas fuerzas burguesas estén decididas a aplicar políticas duras en sus países bajo el celofán democrático a fin de cumplir las órdenes del imperialismo para salir del agujero negro actual sin tener que recurrir a la extrema violencia militar o fascista, siempre que no sea necesaria. Estas burguesías tendrán más posibilidades de controlar y alienar a las clases explotadas recurriendo a la «democracia» de Biden, reservando las mayores violencias para reprimir luchas populares más peligrosas. Estas burguesías han visto en cabeza ajena la capacidad de empobrecimiento que tienen los embargos y sanciones imperialistas y solo desean mostrar su fidelidad al amo.
Quinta: dentro de esta cuarta razón actúa otra que debemos precisar analíticamente porque, aunque es inseparable del mantenimiento de la «democracia» interna, exige cierto detalle. Ahora mismo en Europa con la creciente amenaza de la OTAN contra Rusia, o en Nuestramérica con las presiones contra Nicaragua, Venezuela, Cuba, Perú, Bolivia, Honduras, etc., o en África o en Oriente Medio, etc., en todo el mundo, existen burguesías interesadas en aplastar las libertades y derechos concretos de los pueblos vecinos y/o quitarles los recursos naturales, las riqueza y conocimientos acumulados con esfuerzo… Para estas burguesías es importante mantener controlados a sus pueblos y ganarse la confianza del imperialismo para, así, poder saquear a esos pueblos.
Y sexta: el imperialismo afila los cuchillos e instrumentos de tortura sobre todo contra Eurasia y antes de multiplicar guerras de mediana letalidad y en previsión para ataques devastadores, necesita que el «frente democrático» sea extremadamente efectivo en su capacidad de alienación social generalizada porque sólo así dispondrá de la suficiente carne de cañón dispuesta a asesinar en masa y a dejarse matar en defensa de la civilización del capital.
Es obvio que estos y otros objetivos del teatrillo virtual se entremezclan e interactúan según contextos y circunstancias, pero la crítica que debemos hacerle debe descubrir lo que hay tras las bambalinas del escenario teatral, y es aquí donde las palabras de Engels y Marx son imprescindibles.
Lo que la «democracia» imperialista quiere es fortalecer lo más posible el consenso y la disciplina de las burguesías fieles y la fanatización de amplias franjas de sus clases explotadas para poder apretar definitivamente el torniquete del garrote vil que está poniendo en el cuello de la humanidad trabajadora, paralizándola. El objetivo es lograr por fin la privatización y mercantilización absoluta de la naturaleza, de la vida y del conocimiento. Escapar del agujero negro que devora el «alma» del capital, o sea la tasa media de ganancia y su derecho de propiedad sobre la tierra y bienes comunes, exige llevar al extremo más inhumano e irracional, por sus previsibles efectos incontrolables, el nuevo paradigma represivo que está desarrollando. En el tema que ahora tratamos, destacan dos frentes de guerra que son uno: la ideología democraticista y de los derechos humanos del dólar, y las múltiples formas de guerra cultural entendiendo por «cultura» el poder dictatorial del valor de cambio sobre el valor de uso.
En 1845, en una obra inigualable por la sociología burguesa, Engels puso el dedo en la llaga mucho antes de que la democracia burguesa hubiera tenido que aceptar regañadientes en muchos países la entrada limitada de la clase obrera en el Parlamento, pero no en el Estado burgués. La liquidación violenta, terrorista en la inmensa mayoría de los casos, de las tierras y bienes comunales se hacía desde la democracia burguesa del momento. El embrutecimiento con alcohol y otras drogas de las empobrecidas masas desahuciadas y expulsadas de sus bienes y tierras era un efecto lógico de ese terrorismo estatal sancionado por la «democracia». La rigurosa y espeluznante crítica científicamente asentada de la situación obrera realizada por Engels muestra a la vez la esencia de clase de la democracia burguesa de entonces, idéntica a la de ahora en lo esencial: la imparable tendencia a la depauperación relativa/absoluta del proletariado marcada por la ley general de la acumulación capitalista y por la ley tendencial de la caída de la tasa media de ganancia.
Veintiocho años después, en 1873, y de nuevo hablando sobre el mismo problema vital, Marx destroza el mito del supuesto «derecho natural» de la propiedad privada, derecho pensado por la burguesía e impuesto por su fuerza bruta, y plantea una incógnita que él y Engels ya habían solucionado mucho antes dando forma teórica a la experiencia material de la lucha de clases desde hacía varios miles de años: si la brutalidad burguesa puede retorcer la historia hasta desfigurarla presentando su derecho de propiedad privada como un «derecho natural» que por serlo obtiene el «consentimiento universal», lo mismo puede hacer el proletariado logrando que la «mayoría de la sociedad» decida acabar con el derecho de propiedad burguesa. ¿Entonces…, sucederá entonces?
Marx había adelantado instantes antes que «si la conquista ha creado el derecho natural para una minoría, a la mayoría no le queda más que reunir suficientes fuerzas para tener el derecho natural de reconquistar lo que se le ha quitado». Vemos que chocan frontalmente dos derechos iguales pero inconciliables a pesar de que van unidos: el derecho a explotar y el derecho a luchar contra la explotación. La democracia abstractamente vista está formalmente capacitada para resolver pacíficamente esta contradicción insoluble. En la práctica, en la historia de las formas democráticas desde la Grecia clásica, la democracia abstracta nunca ha resuelto este antagonismo si no es enfrentándose ella contra sí misma, es decir, rompiéndose en dos democracias concretas inconciliables una con otra: la democracia de los propietarios y por ello explotadores y la democracia de las expropiadas y por ello explotadas. Jamás la burguesía ha regalado pacíficamente sus propiedades, su Estado y su ejército a las clases trabajadoras, a las que desprecia y odia.
Biden, ignorando la historia, pretende ahora volver a la democracia abstracta que, por serlo, puede ocultar que ella es solo la forma en la que se presenta la dictadura del capital cuando la burguesía no necesita recurrir abiertamente al fascismo, al militarismo, etc. Por ahora, para el bloque hegemónico del capital transnacional cohesionado estratégicamente por el imperialismo, es más conveniente una democracia dura y autoritaria disfrazada de «consenso parlamentario», con cloacas fascistas, que un régimen explícita y abiertamente nazi-fascista. Dicho simplistamente, Biden quiere reforzar la «democracia» del 1% reforzada por el «consentimiento universal», por el fetiche del parlamentarismo. Sin embargo, el problema de los límites estructurales de la «democracia» es irresoluble por mucha virtualidad teatral que se emplee, y eso lo saben perfectamente el Pentágono, la OTAN, el AUKUS, y todos los centros de mando político-militar imperialistas, porque mientras tiene lugar el espectáculo «democrático» retransmitido a tiempo real, mientras y en silencio esos centros intensifican su rearme, su doctrina, su sistema, sus estrategias y sus tácticas, es decir, repasan una y otra vez su paradigma represivo para descubrir posibles grietas desastrosas.
¿La solución? En palabras atribuidas a Vegecio de finales del siglo IV: si quieres la paz, prepárate para la guerra; o también estas otras que sí son del Marx de El Capital: cuando chocan dos derechos iguales y contrarios, decide la fuerza.
Iñaki Gil de San Vicente
Euskal Herria, 9 de diciembre de 2021