El 7 de mayo en Gasteiz y por iniciativa del colectivo Araba Bizirik!, se debatió sobre la lucha de clases en la defensa del territorio ante las crecientes presiones y agresiones contra sus formas públicas y comunales de propiedad, contra la represión de las movilizaciones en su defensa que han llegado, por ahora, al nivel de multa económica mediante la ley Mordaza. Y el 14 de mayo en Bilbo, organizado por el sindicato de la vivienda AZET, se trató sobre el aumento de los métodos de alienación, control, intimidación y represión que utiliza el capital para frenar y derrotar las movilizaciones obreras en exigencia del derecho/necesidad de la vivienda pública.
Dos debates que, pese a sus diferencias aparentes, atañen una misma reivindicación que va adquiriendo urgencia según se agudizan las contradicciones del capitalismo en general y en Euskal Herria en particular, en donde se extiende a Nafarroa1 e Hiparralde la propiedad colectiva del territorio y, en síntesis, la propiedad privada como la causa última de la explotación social en todas sus formas, la patriarcal, la nacional y la clasista. La urgencia de acelerar el avance por esta senda ya era patente en 2021 cuando se celebró un debate internacional en Hernani al respecto, seguido al poco tiempo por otro en Gasteiz. Ofrecemos aquí2 una de las ponencias.
Es innegable que estos debates apuntan en directo a la contradicción antagónica entre dos modelos de nación vasca: la burguesa centrada en la propiedad privada y la proletaria centrada en la propiedad comunista. Es tan innegable la existencia de la lucha de clases en el interior de Euskal Herria que una de ellas, la burguesa, aplica sin remordimiento la represión de la española ley Mordaza con la nación proletaria vasca, cuando precisamente es legítimo, necesario y justo3 derogar en su totalidad y con carácter retroactivo esta injusta e ilegítima ley utilizada por el gobiernillo vascongado contra el pueblo trabajador. Araba Bizirik! y AZET están en el lado obrero de la barricada y por ello sufren la represión política en forma de multa económica.
Ambos debates surgen de luchas que, a su vez, están insertas en las oleadas que crecen en el mundo4 y que confluyen en los mismos objetivos básicos por mucho que les separen la distancia y el desarrollo capitalista: en Italia5 se reinicia un movimiento de recuperación de empresas, locales y espacios privatizados que nos recuerda a la gran experiencia argentina; en Catalunya y Euskal Herria, por citar dos casos, las movilizaciones por la vivienda nos recuerdan a las uruguayas con sus viviendas cooperativizadas; las decenas de millones de trabajadoras en la India que luchan por sus tierras y condiciones de vida nos recuerdan a la defensa del territorio alavés; en Estados Unidos surge una lucha multifacética desde sanidad y educación hasta fábricas y viviendas, pasando por la autoorganización contra el hambre y el empobrecimiento imparable como en otros muchos sitios del mundo, como sucede en Sri Lanka, o en Sudáfrica6.
El resurgir de la lucha de clases ya se veía en ciernes antes de la pandemia de 2020. Ahora vuelve con fuerza porque se está agravando la crisis a niveles nunca visto por razones de fondo, no por «culpa de Putin» como quieren hacernos creer. Según el nivel de organización, formación sociopolítica, teórica, sindical, etc., según la raigambre de la memoria y cultura de lucha en su múltiple variedad interna al pueblo obrero en el que se libran esos conflictos, aparecen tarde o temprano relaciones internas con la larga historia de la defensa de formas de propiedad comunal, con sus relaciones de autoayuda, costumbres y hábitos colectivos sobrevivientes en la cultura popular a pesar de represiones y trabas.
Esto es lo que está sucediendo en la defensa del territorio de Araba que conserva una alta riqueza en biodiversidad reconocida oficialmente, amenazada por el arrasador avance de la trituradora capitalista para instalar mega parques eólicos y fotovoltaicos, industrias intensivas de producción agrícola, una red ferroviaria de alta velocidad…, proyectos que de llevarse a cabo, además del destrozo que producen, abren la puerta a ataques posteriores.
Frente a esto, las movilizaciones denuncian «la falta de un plan de ordenación del territorio que permite actualmente que cualquier ubicación pueda ser escogida por empresas transnacionales ajenas a la vida del territorio», lo que plantea la urgencia de decretar legalmente la «exclusión» de centrales de producción de energía, prohibición que debe ser reforzada por un plan estratégico de descarbonización, desarrollo de energías renovables, etc., en un contexto de «defensa del mundo rural, los pueblos y concejos; su soberanía […] la custodia del territorio que nos acoge». En base a esta soberanía de los concejos y pueblos, se lucha por un «tren social» con mucha frecuencia de viajes locales que vertebren el territorio desde una lógica endógena conectada con la producción/reproducción general, en contra de uno de alta velocidad que destroza, aísla y empobrece al territorio. Así mismo se exige «una protección real de las tierras cultivables frente a los intereses de las multinacionales» y que las plantas fotovoltaicas sea solo en tierras «sin valor agrológico ni impacto medioambiental».
Como síntesis: «la protección del medio rural y del entorno natural como patrimonio de todas las personas que habitan en los pueblos y en las ciudades; un refugio para el disfrute respetuoso de todas las personas y no un recurso para las multinacionales […] es necesario salvaguardar y preservar nuestros espacios naturales y el modo de vida rural, sustento de la vida y patrimonio intangible de nuestra identidad cultural […] indispensable para nuestra salud social y un bien común esencial para las generaciones presentes y futuras».
Araba Bizirik! tituló el debate: Lucha de clases y defensa del territorio, porque al definir el «bien común esencial para las generaciones presentes y futuras» se insertaba en la doctrina de Marx que ya en sus primeros textos de 1842 – 1843 defendió el derecho consuetudinario de los pueblos sobre sus bienes y tierras comunales, negando validez al derecho del capital a apropiarse de ellos, a expoliarlos, a privatizarlos. Luego escribió que: «Ni la sociedad en su conjunto, ni la nación ni todas las sociedades que coexisten en un momento dado, son propietarias de la tierra. Son, simplemente, sus poseedoras, sus usufructuarias, llamadas a usarla como boni patres familias y a transmitirla mejorada a las futuras sociedades»7.
La defensa del territorio como bien común de las generaciones presentes y futuras exige que ahora mismo ese territorio sea defendido contra los ataques capitalistas y, en especial, contra su parte más feroz, las transnacionales que son tan poderosas que están imponiendo leyes exclusivas para ellas por encima y al margen de los Estados –lex mercatoria–, con las que adquieren una impunidad cuasi absoluta. La mejor oposición al avasallamiento solo la puede realizar la clase obrera, el pueblo trabajador en su conjunto, porque se juega nada menos que su vida y «salud social», su identidad cultural. Solo el proletariado puede imponer un desarrollo socioeconómico antagónico con el burgués, capaz de revertir el calentamiento global, recuperar la capacidad de carga y de reciclaje de la naturaleza volviendo al metabolismo socionatural anterior a la industrialización capitalista, de socializar las fuerzas productivas garantizando la cultura y la sanidad socialista, etc.
Solo puede hacerlo el proletariado porque para ello es imprescindible un poder obrero, un Estado socialista. El pueblo trabajador tiende por experiencia a integrar en su democracia de los consejos, de los soviets, de las comunas…, la soberanía de los concejos y pueblos rurales que se autogobiernan en sus territorios en estrecha conexión con la democracia obrera de las ciudades, fábricas, escuelas. Solo este poder popular está capacitado para derrotar las amenazas, chantajes, extorsiones y ataques socioeconómicos y político-militares de sus Estados imperialistas al servicio de las transnacionales, que tienen en la OTAN un instrumento de terror destructivo.
La defensa del territorio comunal, colectivo, propio del pueblo, es una constante en la historia desde que el cáncer de la propiedad privada empezó a pudrir la vida libre. Sin retroceder apenas en el tiempo, sabemos que «el indio es capaz de todo sacrificio cuando se trata de la recuperación de sus tierras»8. La razón no es otra que para los pueblos precapitalistas las tierras propias y comunales, al margen ahora de sus diversas conexiones con formas de propiedad privada, son la base material y simbólica de su vida, de su convivencia y de su vivienda.
La antropogenia no se hubiera dado sin esa interacción vital entre el lugar de vivienda y el de con-vivencia diaria, con el desarrollo de la lengua y de la cultura. La especie humana es la única que al obtener alimentos –raíces, frutos, insectos, pesca, ramoneo, carroña, caza…– en los que la mujer aportaba alrededor del 70%, no los consume en el momento, allí mismo, sino que espera a llevarlos a la comunidad, domina el hambre en bien del colectivo. Lo que se denomina «hogar» es el sitio junto al fuego domesticado que servía de protección, tranquilidad, placer, descanso, reproducción, ayuda mutua, además de las fricciones interpersonales lógicas e inevitables.
Esta interacción entre vivienda y convivencia se ha ido transformando a lo largo de los modos de producción precapitalistas en la medida en que, durante ese transcurso, han avanzado formas de propiedad privada y han retrocedido formas de propiedad comunal, con el forzamiento de cambios en la interacción vivienda-convivencia, especialmente en la opresión patriarcal. Las clases explotadas siempre han defendido con desesperación la necesidad objetiva de la vivienda según podía existir entonces, como protección imprescindible para sobrevivir, dependiendo sus logros de las relaciones de fuerza en las luchas de clases del momento.
La vivienda capitalista y en especial las obreras de las barriadas populares es la síntesis de las contradicciones burguesas. El espacio/tiempo urbano-industrial es un campo de batalla decisivo para la guerra social que se libra a diario: la dureza de la represión contra los movimientos que revindican el derecho/necesidad de viviendas libres, sociales, construidas con criterios humanos en vez de burgueses, etc., esta represión que pretende ocultarse debajo de las multas económicas de la ley Mordaza, que ha llegado a la brutalidad de castigar con 70.000 euros al Sindicato de la Vivienda de Araba, que ayuda a organizar las movilizaciones contra los desahucios9.
Ahora no podemos analizar en profundidad todo lo que surge de la defensa y recuperación de los bienes comunes, por eso nos remitimos a la ponencia arriba ofertada, pero sí tenemos que decir que lo que palpita en el interior de la represión contra Araba Bizirik! y AZET, por ceñirnos a nuestro debate, es parte de la necesidad que tiene el capital de aplastar10 una de las formas cruciales de la lucha de clases en su quinta esencia: avanzar mediante la recuperación de los bienes comunes hacia el comunismo debilitando en su misma base la fuerza material y simbólica de la propiedad privada. La necesidad de la represión es obvia al verse cómo se multiplican las protestas sociales11 por el mundo ante la extrema virulencia de la crisis provocada por el capital.
El territorio, la vivienda, las empresas cerradas, la sanidad y los servicios públicos privatizados…, llevan históricamente a las clases explotadas a intentar recuperarlas una y otra vez, a tomar posesión de esos bienes en actos que tienen una enorme valía pedagógica revolucionaria porque anticipan, prefiguran12 de algún modo y con todas sus limitaciones cómo puede ser la libertad, el comunismo. Esta forma de lucha de clases se vuelve tanto más decisiva en las grandes crisis capitalistas como hemos dicho, y de ahí el odio de la represión burguesa contra ellas tanto en Argentina13 como en el Estado español14, por ejemplo.
La vivienda es una imprescindible mercancía polivalente muy rentable de la industria inmobiliario-financiera que el pueblo obrero no tiene más remedio que comprar hipotecándose durante años, o alquilándola con precios abusivos. Es una mercancía pensada y diseñada para su exclusivo y excluyente uso familiar-individual, pensada para propagar el individualismo burgués en todas sus facetas, obligando a la compra de los equipamientos básicos por cada unidad familiar en contra de la lógica del uso colectivo basado en un diseño arquitectónico que prime el ahorro de tiempo y de energía con la racionalización del espacio y la potenciación de la vivencia comunal.
Sin mayores precisiones, la polivalencia de esa mercancía para el capital consiste además de en las ganancias que aporta, también, y entre otras, en estas áreas.
Una, es el espacio material que bajo la cobertura del «dulce hogar» realiza la primera fase educativa de creación según los cánones patriarco-burgueses de fuerza de trabajo dócil y sumisa, de carne de cañón e incluso de fuerza reaccionaria, reserva de irracionalismo fanático introyectado en la estructura psíquica desde la primera infancia que será posteriormente movilizado por la burguesía según sus necesidades; en una segunda fase, coopera con la industria educativa privada y/o con el sistema educativo estatal en la especialización de esa fuerza de trabajo según su origen de clase, de sexo-género y nacional.
Dos, simultáneamente es el marco en el que se recompone psicosomáticamente la fuerza de trabajo agotada por la explotación, opresión y dominación en todas sus formas, lo que refuerza la explotación patriarcal y adulta interna contra las mujeres, la juventud y la tercera edad, sobre todo cuando el Estado reduce más y más los servicios públicos, las prestaciones sociales, los salarios diferidos e indirectos. Bajo estas presiones, la vivienda obrera es sometida a múltiples presiones internas ya que no está –ni estará– diseñada para eso, sino para ocultar todas las violencias en el gélido agujero negro de la mal llamada «vida privada».
Tres, además, ese espacio «privado» es el idóneo para racionar el siempre escaso salario disponible según las necesidades burguesas de la formación y reciclaje de la fuerza de trabajo, nunca en función de la libertad y emancipación antiburguesa. Esto obliga a la familia proletaria a aceptar en el silencio cerrado de su vivienda la austeridad y el sacrificio que ello conlleva en un mundo dominado por la alienación consumista15. Para imponer la disciplina de gasto que exige el capital, actúan casi con impunidad las normas, órdenes y castigos patriarco-burgueses, generando tensiones y violencias que se descargan contra la mujer, hijas, hijos y tercera edad, a lo que hay que unir el hecho de que el par vivienda-familia es el sumidero de las frustraciones de los maridos y hermanos cobardes ante la autoridad y valientes contra su familia.
Por lo que vemos, la vivienda, y sobre todo el espacio/tiempo urbano-industrial de las grandes barriadas obreras, es la síntesis de las contradicciones capitalistas y, por ello mismo, es uno de los motores de la lucha de clases. Una de las preguntas a las que intentamos responder en el debate de AZET, Sindicato de la Vivienda, en Bilbo fue precisamente la de que teniendo en cuenta la crudeza cotidiana de la malvivencia obrera: ¿cómo logra el sistema de dominación capitalista, basado en la propiedad privada, legitimar su absoluto poder dictatorial sobre todo lo relacionado con la vivienda? ¿Cómo logra la burguesía minorizar, integrar, paralizar, dividir y en último caso reprimir las luchas populares por el derecho/necesidad de una política comunista de la vivienda?
Pensamos que las respuestas giran siempre alrededor de la crítica marxista del fetichismo de la mercancía16, una de cuyas formas más esclavizadoras es el consumismo en cuanto «nueva religión»17 que ha desarrollado el neuromarketing18 para ordenarnos cómo obedecer inconscientemente al imparable comercio electrónico. Las respuestas parten de la crítica del fetichismo y después de responder a las dudas concretas que cada una ha de resolver, vuelven a esa teoría crítica sustantiva, enriqueciéndola. Podríamos recurrir al símil de la zanahoria y del palo para dar una primera explicación general, para concretarla después. La vivienda, además de una necesidad imperiosa y, por ello mismo, es el fetiche sagrado para la clase obrera alienada y subyugada por los valores patriarco-burgueses. El cochecito utilitario comprado casi siempre al límite de la capacidad salarial es una de las obsesiones fetichistas más arraigadas entre el proletariado integrado, a lo que hay que sumar más recientemente el fetiche de las vacaciones, etc.
La vivienda y la familia patriarco-burguesas como «hogar feliz», «nido de amor», «descanso del guerrero», etc., pudre a la clase obrera alienada y le condena a arrastrarse de por vida tras un sueño inalcanzable porque el consumismo siempre le exigirá ir más allá en los gastos para mantener la apariencia frente al exterior, la imagen oficial de felicidad, de «triunfo en la vida». La dependencia hacia el «qué dirán» es tan fuerte no solo porque el grueso de nuestro consumismo se basa en una gran medida19 en lo que nos dicen otras personas, sino porque sobre todo se nos ha inculcado miedo a emanciparnos del rebaño social.
El símil de la zanahoria y del palo aplicado a este caso nos permite comprender que la clase obrera alienada colabora con el capital ya que, debido al efecto dopante del consumismo y en especial a que el fetichismo invierte el efecto por la causa, oculta la explotación y crea la falsa libertad como realmente cierta, por todo esto no solo cree ser feliz sino que realmente lo es en su alienación burguesa: es un esclavo feliz que no siente el dolor de las cadenas hasta que no intenta moverse. La burguesía dispone de muchos medios de dopaje; solo citamos uno: buscar soluciones milagrosas a los problemas desde la pasividad de la obediencia como la multiplicación de los juegos de azar20 por ejemplo, por no hablar de la industria deportiva.
También existe el esclavo infeliz, que siente intensidades de dolor pero ignora sus causas y no puede combatirlas excepto mediante las «soluciones» que le impone u ofrece la misma burguesía que le oprime. La gigantesca industria de la drogodependencia múltiple, por ejemplo, desde la legalidad hasta la ilegalidad más iracunda pasando por los claroscuros de lo alegal, es uno de los métodos más efectivos para sedar21 al esclavo logrando que su infelicidad sea funcional al mercado.
Pues bien, dada la precariedad existencial de quienes malvivimos de un salario directo o diferido siempre inseguro, haremos esfuerzos desesperados para no perder la vivienda, para pagar el alquiler, para no ser desahuciado, aun a costa de aceptar humillaciones y abusos, y de no dar ninguna excusa para que la represión en cualquiera de sus formas ponga en peligro inminente la vivienda. Llegamos así al miedo vivencial que permanece adormilado hasta que la ferocidad del capital llama a las puertas de las y los vecinos para amenazarlos y desahuciarlos: el miedo cuando asciende a terror paraliza toda resistencia.
El proletariado consciente también necesita vivienda, vacaciones y probablemente un cochecito, pero su conciencia crítica le salva de adorar al fetiche porque ha aprendido en su rebelión cotidiana contra la dictadura del mercado22 que lo decisivo es ser sujeto colectivo consciente de sí, no objeto pasivo individualizado adorador de fetiches inalcanzables. Esta experiencia se aprende con la lucha, con la praxis, aunque ello cueste realizar una huelga de mil días23, o movilizaciones sostenidas durante meses en calles y plazas. Todos los estudios críticos enseñan que los explotados se autoliberan en el mismo proceso de empezar a reunirse para debatir qué reivindicaciones plantear y cómo hacerlo, que esa praxis debilita la sumisión a la autoridad24, pudiendo destruirla.
Pero esos mismos estudios y la completa experiencia sintetizada en forma de teoría, muestran que ese aprendizaje colectivo es mucho más rápido y eficaz si en el seno del pueblo trabajador actúan organizaciones revolucionarias capaces de aguantar la represión que inevitablemente caerá sobre ellas.
Iñaki Gil de San Vicente
Euskal Herria, 27 de mayo de 2022
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- https://vientosur.info/entre-crisis-social-y-crisis-sanitaria-reflexiones-de-un-psicoanalista/