Dos hechos echaron por tierra la aparente calma de la India contemporánea. En primer lugar, el COVID-19 expuso el socavamiento por décadas del sistema de salud indio y la absoluta incompetencia de un gobierno federal más dispuesto a pedir a la población que golpeara ollas antes que ofrecer un liderazgo calmado y con base científica. En segundo lugar, el campesinado y pequeños agricultores mantuvieron por todo un año, durante la pandemia, una protesta contra tres leyes federales que amenazaban la existencia de la pequeña agricultura en la India. Su protesta, que recibió el apoyo de la clase trabajadora y de amplios sectores de la clase media, logró imponerse a un gobierno que no tiene por costumbre retroceder.
Las teorías que emanan del gobierno y de think tanks que han crecido para eclipsar el rol democrático de las universidades públicas no pudieron explicar ni el impacto del virus ni la resiliencia política de las y los campesinos y pequeños agricultores. La fachada de sus bellas teorías se resquebrajó para mostrar una cruda historia de avaricia. Frases como «liberalización del mercado laboral» y «liberalización del comercio» no produjeron una sociedad eficiente y moderna. Por el contrario, décadas de recortes al sistema público de salud, el uso de «voluntarios» mal pagados para proporcionar cuidados durante la pandemia, y la promoción de ideas no científicas por parte de autoridades electas tuvo como resultado un enorme número de víctimas mortales por COVID-19. Mientras tanto, estas frases, sacadas de manuales de teoría neoliberal, proporcionaron la tapadera intelectual para entregar el control de los mercados de materias primas agrícolas a grandes corporaciones, muchas de ellas con estrechos lazos con el partido gobernante.
Las grietas de esta fachada arrojaron luz sobre el impacto antisocial de la era neoliberal en India, que comenzó en 1991. Esta luz brilló con fuerza, negándose a ser atenuada por los conglomerados de medios y los «hombres santos», que comenzaron a alabar al gobierno por prevenir aún más muertes. Esta luz brilló y caló en las conciencias de las masas, aunque no se tradujera en ganancias electorales inmediatas para los partidos de oposición.
En junio de 2021, el Instituto Tricontinental de Investigación Social publicó su análisis de la protesta del campesinado en el dossier no. 41, La revuelta campesina en India. Ese documento planteó una comprensión de cómo la política neoliberal ha socavado a los pequeños agricultores y campesinos sin tierra de la India, aumentando la desigualdad y la miseria en el campo. Este nuevo dossier, La condición de la clase trabajadora en India, plantea un análisis amplio de las condiciones de vida y trabajo de la amplia y diversa clase trabajadora en India.
El confinamiento
El 24 de marzo de 2020, el primer ministro de India, Narendra Modi, anunció sin previo aviso un «confinamiento total» de los 1.400 millones de habitantes del país. Las pequeñas y medianas empresas, que emplean a la mayoría de la fuerza de trabajo, bajaron sus persianas. Debido al confinamiento, al menos 120 millones de trabajadores y trabajadoras perdieron su empleo, lo que representa al 45% de la mano de obra no agrícola del país. Los empleadores no tenían ninguna obligación moral ni legal de pagar a sus trabajadores, muchos de los cuales ni siquiera cobraron sus salarios atrasados. Algunos trabajadores solo tenían a mano comida para unos pocos días, mientras que otros se encontraron sin nada de comida ni dinero, y muchos fueron expulsados de las favelas donde vivían. Ante la presión pública y la posibilidad de que cientos de millones de personas murieran de hambre por este confinamiento sin planificación, el gobierno anunció un magro paquete de ayudas el 26 de marzo, que ascendía a menos del 1% del producto interno bruto de India.
El confinamiento demostró la fragilidad de la clase trabajadora en India: bastó solo un pequeño empujón para arrojar a amplios sectores a una situación de hambre e indigencia. Las y los trabajadores en las ciudades, casi todos emigrantes de aldeas y pueblos lejanos, no contaban con ningún apoyo significativo del gobierno, ni con la seguridad de las redes familiares y comunitarias (Tricontinental, mayo 2020).
Decenas de millones de trabajadores migrantes desesperados desafiaron el toque de queda y caminaron miles de kilómetros hasta sus pueblos de origen. Para ellos y ellas, las aldeas y pueblos representaban refugio, seguridad y alguna forma de dignidad. Algunas personas se agolparon en las estaciones de ferrocarril y autobuses en busca de transporte, mientras otras tomaron las carreteras nacionales a pie. Otros millones de trabajadores, incluyendo aquellos cuyas aldeas y pueblos estaban demasiado lejos como para atreverse a emprender el viaje, permanecieron en las ciudades y dependieron de la amabilidad de extraños. Sindicatos, partidos políticos de izquierda, personas asalariadas (principalmente de la banca y de tecnologías de internet) y gente sensible rápidamente formaron grupos para ofrecer comida y agua a las y los trabajadores y ayudarles a volver a sus pueblos. La reacción del Estado fue decidora: la policía detuvo a las y los trabajadores en los límites entre estados, les roció cloro industrial con cañones de agua, supuestamente para desinfectarlos, confiscó sus bicicletas y los golpeó por violar el toque de queda. Ninguna empresa dio un paso al frente para responsabilizarse por el bienestar de las personas trabajadoras, con una actitud tan insensible como la del gobierno.
Atrapados en las ciudades, cientos de millones de trabajadores tuvieron que enfrentar la pandemia en las peores condiciones posibles. Casi la mitad de la población urbana y la mayoría de la clase trabajadora urbana vive en barrios marginales, donde el aire es fétido y el entorno es pobrísimo. La luz apenas penetra las estrechas cajas de ladrillos y barracas construidas abigarradamente, solo unos pocos centímetros separan una vivienda de la otra. Las familias se hacinan en habitaciones estrechas, donde la privacidad y el espacio para respirar son ajenos. Las y los trabajadores migrantes se apilan uno encima del otro con sus escasas pertenencias en cuartos individuales. En la mayoría de estas favelas, que no tienen sistemas de drenaje adecuados, los alrededores se convierten en retretes. La catástrofe social es difícil de describir: las personas caen en fosas sépticas colapsadas, ahogándose en inmundicia; las bombonas de gas, la principal forma de energía para cocinar, explotan porque su producción en la práctica no está regulada; los barrios se convierten en pantanos durante las fuertes lluvias del monzón, donde la disentería, el dengue, la malaria y la tifoidea se esparcen a rienda suelta. La pandemia fue una carga más para las y los trabajadores. Confinados en tugurios claustrofóbicos, donde el distanciamiento social es imposible, vieron cómo el virus arrasaba sus comunidades. Ojos que no ven, corazón que no siente, esa fue la actitud del gobierno y de la élite india.
La magnitud del terror invocado por el COVID-19 no podía ocultarse. Se vieron cadáveres de personas trabajadoras pobres flotando corriente abajo por el río Ganges y amontonándose en crematorios y cementerios en todo el país. El gobierno comenzó a ocultar las cifras, subestimando a las personas afectadas a pesar de la clara evidencia y del conocimiento de primera mano de las altas tasas de infección y muerte en las zonas populares. Un gobierno que había dirigido el desmantelamiento del sistema público de salud y que entregó la industria farmacéutica al sector privado, parecía ciertamente más preocupado por la salud del «mercado» y de los multimillonarios que por la salud de las y los trabajadores.
Dos empresas farmacéuticas indias tenían el duopolio de las vacunas de COVID-19 en el país. Incluso cuando la pandemia estaba fuera de control, el gobierno postergó la incorporación de las más que capaces empresas del sector público para aumentar la producción de vacunas. Dado que una de las vacunas fue desarrollada por institutos de investigación del gobierno, se podría haber encargado fácilmente al sector público con la tarea de acelerar la producción y suministro de vacunas. Pero lo que era claramente mejor para el público no lo era para el capital. En lugar de intervenir en la peor crisis de salud pública de la historia del país, el gobierno de Modi se mantuvo al margen mientras las empresas privadas obtenían enormes ganancias y descuidaban la vacunación de la clase trabajadora. Una de las dos empresas logró ganancias de hasta 2.000 % por una sola dosis, mientras que la otra llegó hasta 4.000% (Ramakumar, 2011). De marzo de 2020 a marzo de 2022, las ganancias de las grandes empresas de la India se duplicaron, al igual que la riqueza de los multimillonarios (Vyas, 2022).
Las y los trabajadores en la era anterior a la liberalización
En 1944, cuatro años antes de que los imperialistas británicos fueran expulsados de la India, un grupo de capitalistas indios redactó un texto llamado el Plan de Bombay. Estos capitalistas reconocían que, en una India independiente, el sector industrial requeriría protección de la competencia internacional y recursos para prosperar. Esta teoría proteccionista se denomina la tesis de la «industria naciente». Basándose en el Plan de Bombay, el nuevo Estado indio desarrolló una política industrial (1948), estableció una comisión de planificación (1950), elaboró el primer Plan Quinquenal (1951−1956), aprobó la Resolución sobre Política Industrial (1956) y la Ley de Monopolios y Prácticas Comerciales Restrictivas (1969). La política del nuevo gobierno indio —elaborada junto con industriales del sector privado — consistía en reservar ciertas áreas para el sector privado y garantizar que ningún conglomerado privado pudiera dominar ningún sector. No obstante, no hubo democratización de la economía mediante reformas agrarias o concesión de derechos a las y los trabajadores, lo que permitió a la burguesía beneficiarse enormemente en los primeros años tras la independencia. En 1960, el primer ministro Jawaharlal Nehru admitió que las políticas de su gobierno habían intensificado la desigualdad social:
Un gran número de personas no han participado [del aumento de la riqueza del país] y viven sin satisfacer sus necesidades básicas. Por otro lado, se puede ver un grupo pequeño de personas realmente acomodadas. Han establecido una sociedad acomodada para sí mismas, aunque la India en su conjunto esté lejos de ello (…) creo que la nueva riqueza fluye en una dirección en particular y no se distribuye adecuadamente (Gobierno de la India, 1961: 49 – 50).
A diferencia de los países socialistas, el sector público en India se creó con un objetivo limitado: facilitar el crecimiento y la acumulación del sector privado. La razón de ser del sector público no era maximizar ganancias, sino proporcionar un ecosistema sostenible para la industria privada; de ahí las inversiones en infraestructura e insumos como maquinaria pesada y acero, que en ausencia del sector público habrían tenido que importarse de los países occidentales a costos muy elevados.
Los fuertes movimientos de trabajadores y trabajadoras lucharon por crear sindicatos clave que intervinieron para garantizar que la legislación relativa a las horas de trabajo, los salarios, las prestaciones y la negociación colectiva se aplicara, se fortaleciera y se ampliara para incluir a una parte cada vez mayor de la fuerza de trabajo. Hay tres razones por las cuales los trabajadores del sector público consiguieron estos logros: en primer lugar, porque la naturaleza intensiva en capital del sector público y la subsecuente concentración de trabajadores en grandes fábricas permitieron que las huelgas inflingieran un rápido daño a las ganancias; en segundo lugar, porque una población en gran medida poco educada y mal alimentada significaba que no siempre se disponía del ejército de reserva de mano de obra para debilitar la posición de los trabajadores calificados del sector público; y en tercer lugar, porque la tradición de lucha y la cultura sindical que se desarrolló en estas fábricas permitió que los trabajadores del sector público desarrollaran altos niveles de conciencia de clase. Sin embargo, la restricción del sector público a la industria intensiva en capital y el número proporcionalmente pequeño de sus trabajadores en la población activa hicieron que solo un pequeño segmento de la clase trabajadora pudiera acceder a estos derechos. No obstante, los derechos de las y los trabajadores del sector público marcaron un hito para el resto de la clase trabajadora, que luchó a su lado para extender la legislación laboral a toda la clase.
Este dato es significativo dado que en India el 83% de la mano de obra pertenece al sector informal, formado por una multitud de pequeñas empresas no constituidas junto con trabajo dentro de los hogares y trabajo precario. Incluso en el sector formal, un porcentaje significativo del empleo es de naturaleza informal (como el trabajo subcontratado), lo que eleva el total de trabajadores empleados informalmente a más del 90% de la población activa (Gobierno de la India, 2021). Para estos trabajadores y trabajadoras, las leyes y los derechos son una fantasía: la mayoría ni siquiera gana el salario mínimo, a pesar de que está fijado apenas por encima de los niveles de hambre. Debido a la falta de protección, se ven obligados a firmar contratos irregulares y estacionales, incluidos contratos por jornada, que los privan de fuentes de ingreso fiables. La naturaleza informal y no regulada del trabajo ha significado que —incluso antes de la liberalización— la sindicalización haya sido durante mucho tiempo ajena a estos trabajadores. Solo en los estados en los que la izquierda está o ha estado en el poder —como Kerala, Tripura y Bengala Occidental— las y los trabajadores han podido conseguir una legislación que ha mejorado sus condiciones de trabajo y les ha permitido sindicalizarse. En estos estados, la clase trabajadora ha tenido una mayor participación en los ingresos.
La reforma del mercado laboral desde 1991
En 1991, el gobierno indio firmó un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional para liberalizar la economía a cambio de ayuda financiera a corto plazo. Esto incluía el compromiso del gobierno de «reformar» el mercado laboral y abrir aún más la economía india, parcialmente protegida, al capital extranjero. La era del Plan de Bombay había terminado.
India era atractiva para el capital extranjero no solo por el tamaño de su mercado interno, sino también por su gran reserva de trabajadores, a quienes se pagaban salarios criminalmente bajos. A lo largo de los años transcurridos desde la independencia, las y los trabajadores permanecieron mal pagados y mal alimentados, pero se produjo un cambio significativo: una gran parte se había alfabetizado. Esta mano de obra más ambiciosa y técnicamente más cualificada surgió en la década de 1980 y continuó expandiéndose gracias a la inversión del gobierno en formación técnica y vocacional, la lucha por mayores oportunidades educativas para la niñez y la transformación agraria que produjo nuevas aspiraciones entre hijas e hijos de campesinos y pequeños agricultores. Sin embargo, no hubo expansión del empleo para darles cabida. Fue este gran ejército de mano de obra mal alimentada y mal pagada, acostumbrada a trabajar en lo que probablemente sean algunas de las peores condiciones laborales del mundo, pero ahora con nuevas aspiraciones y alfabetizada, el que esperaba la explotación del capital internacional en vísperas de la liberalización.
El sector empresarial impulsó una campaña mediática de amplio espectro contra los trabajadores, argumentando que creían tener más derechos de los que tenían, que eran perezosos y que se requería «flexibilidad» en esta nueva era de globalización. Muchas instituciones académicas y políticas se subieron al carro para defender la «flexibilidad del mercado laboral». La orientación general de este argumento es que la mano de obra debe trabajar al antojo del capital, que no debe estar «cautiva» de regulaciones sobre empleo y salarios y que se debe permitir pagar salarios de acuerdo al simple principio de la oferta y la demanda, sin influencia de ninguna responsabilidad de mantener el nivel de vida de quienes trabajan. Tal escenario —a pesar del costo social para las y los trabajadores — atraería la inversión extranjera, argumentaron, lo que supuestamente elevaría el nivel tecnológico general de la industria y aumentaría aún más la productividad laboral, con la consecuencia de aumentar tanto las tasas de crecimiento como los niveles salariales a largo plazo.
Dos impedimentos se interponían en este camino dorado hacia el crecimiento: los sindicatos del sector público, que seguían resistiéndose a la doctrina de la «flexibilidad», y la existencia de leyes laborales. Un ejemplo ilustrativo de la resistencia de los sindicatos es la lucha en la siderúrgica de Visakhapatnam, liderada por los trabajadores y a la que se unió el pueblo, que juntos han detenido múltiples intentos de privatización en el transcurso de una década (Tricontinental, 2022). Frente a los desafíos de los sindicatos, el gobierno avanzó hacia una solución integral: no luchar contra los sindicatos fábrica por fábrica, sino cambiar la ley a su favor, asistido por un poder judicial alineado con la agenda neoliberal desde 1991. En los primeros años de la liberalización, la Corte Suprema sentenció que los trabajadores contratados de Air India podían convertirse en trabajadores fijos en determinados casos. Pero en 2001, la Corte revirtió esta sentencia luego de una apelación de la Autoridad Siderúrgica de India y otras empresas del sector público, anulando así los logros que los trabajadores habían conseguido durante décadas de lucha.
Este ataque contra los trabajadores subcontratados se produjo paralelamente a otros conflictos laborales, como un intento concertado de prohibir las huelgas. El 6 de agosto de 2003, la Corte Suprema falló a favor del despido de 170.000 empleados del gobierno del estado de Tamil Nadu sobre la base de que habían realizado una «huelga ilegal». Solo si los trabajadores ofrecían una disculpa incondicional, dijo la Corte Suprema, el gobierno tendría que volver a contratarlos. La Corte Suprema concluyó que «no cabe duda de que [los funcionarios] no tienen ningún derecho fundamental, legal o equitativo a ir a la huelga», además de afirmar que los sindicatos no tienen «un derecho garantizado a la negociación colectiva efectiva o a la huelga» y que «ningún partido u organización política puede pretender que tiene derecho a paralizar la industria y el comercio en todo el estado, y que tiene derecho a impedir que la ciudadanía que no simpatiza con sus puntos de vista ejerzan sus derechos fundamentales o cumplan sus obligaciones en su propio beneficio o para beneficio del estado o de la nación» (Rangarajan contra el Gobierno de Tamil Nadu y otros). Esta sentencia no solo iba en contra de las leyes indias, sino que también violaba una serie de convenios de la Organización Internacional del Trabajo que el gobierno indio había firmado a lo largo de los años.
En el transcurso de las últimas décadas, se ha producido un cambio en el enfoque de la Corte Suprema acerca de las disputas entre trabajadores y la dirección, así como el derecho de la clase trabajadora a protestar colectivamente y hacer huelga, un cambio que favorece los principios del mercado y la inviolabilidad del contrato. Los pareceres del Poder Judicial han permitido que el capital emprenda una campaña despiadada contra las y los trabajadores, pero esto no ha impedido que estos contraataquen, como demuestran las luchas desde la fábrica Maruti Suzuki en Manesar (Haryana) y la fábrica Volvo Buses en Hoskote (Karnataka), hasta las luchas de las trabajadoras de las anganwadi [guarderías] en Gujarat y las trabajadoras ASHA (sigla de Accredited Social Health Activist) [Activista social sanitaria acreditada] en Punjab.
Sin embargo, los intentos de las y los trabajadores de crear sindicatos se han tratado como acciones delictivas. Como dijo el director ejecutivo de gestión de Maruti Suzuki, S. Y. Siddiqui, en junio de 2011: «El problema en Manesar no es de relaciones industriales. El problema en Manesar no es de relaciones laborales. Es una cuestión de delincuencia y militancia». Es más, dijo, la empresa «no toleraría ninguna afiliación externa del sindicato», advirtiendo a los trabajadores sindicalizados que cualquier intento por encontrar aliados políticos entre las federaciones sindicales nacionales para ayudarlos en su incipiente lucha se encontraría con represalias por parte de la empresa (Prashad, 2015: 218). Ante las continuas huelgas, el gobierno ha recurrido a la legislación antiterrorista para detener a los trabajadores y someter su derecho a la huelga. Por ejemplo, en 2017, cuando las y los trabajadores contratados por Reliance Energy se sindicalizaron y se declararon en huelga por pocas horas exigiendo una indemnización por la muerte de un trabajador, cinco de ellos fueron detenidos y acusados de terrorismo (Punwani, 2021). Además, la violencia contra los líderes sindicales a lo largo del tramo Gurgaon-Manesar-Dharuhera-Rewari en el norte de la India se replica en la franja Coimbatore-Chennai, en el sur. La violencia inmanente en estas dos zonas desembocó en acciones de industriales que se saldaron con la muertes de trabajadores, como el asesinato en 2012 de Awanish Kumar Dev en la planta de Maruti Suzuki, y en 2009, el de Roy George de Pricol Limited en Coimbatore (en el estado de Tamil Nadu). En 2009, después de los levantamientos en Coimbatore, el presidente de la Asociación de Fabricantes de Componentes de Automoción de la India, Jayant Davar, lo dijo sin rodeos: «No podemos ser un país capitalista que tiene una legislación laboral socialista» (Wonacott, 2009).
Los defensores de la «flexibilidad laboral» sostenían que este enfoque atraería capital extranjero y aumentaría la productividad laboral y el crecimiento económico. Sin embargo, décadas después de su aplicación, los datos contradicen la teoría. El crecimiento ha caído, al igual que el empleo —especialmente el empleo formal a tiempo completo— a medida que la fuerza de trabajo ha ido decantando cada vez más a un modelo de contratos de corto plazo con una supervisión regulatoria y prestaciones mínimas. Debido al deterioro de las condiciones laborales, la proporción de ganancias y de los salarios ha cambiado significativamente: de 1999 – 2000 a 2018, la proporción de ganancias aumentó del 17 al 48%, mientras que la proporción de los salarios disminuyó del 33 al 26% (Varma, 2018). Las ganancias son ahora el interés nacional y las y los trabajadores que sufren son terroristas.
Las prácticas laborales divisionistas han diezmado los sindicatos en la industria del sector privado y han creado dificultades a los sindicatos de las industrias del sector público. Esto ha llevado a jerarquías de explotación entre trabajadores formales y contratados, que afectan más agudamente a los sectores más explotados de trabajadores por contrato y provocan una atmósfera de resentimiento entre las y los trabajadores en la planta. Las luchas que se centran en gran medida en la negociación salarial tienen pocas probabilidades de conseguir movilizaciones unitarias, excepto en circunstancias extraordinarias.
La desesperación de la clase trabajadora
El empleo generado por la administración neoliberal es trabajo para personas desesperadas. La promesa de inversión industrial a gran escala y la creación de puestos de trabajo industriales de alta calidad no se materializaron de forma significativa y tanto el crecimiento industrial como el económico se han mantenido en niveles bajos, no solo por la falta de inversión, sino también por la demanda reprimida de la población india. Esta demanda fue reducida tanto por los salarios desesperadamente bajos de buena parte de la población, como por las restricciones neoliberales del gasto público, especialmente en el sector agrícola.
Desde 1991, ha habido dos periodos de crecimiento económico significativo en India, pero ninguno de ellos debido a «reformas del mercado laboral» ni a las políticas neoliberales en general. El primero, de 2003 a 2008, fue generado como desborde de la demanda impulsada por el crédito de los consumidores estadounidenses; el segundo, de 2009 a 2011, fue producido por el gasto a crédito de las empresas indias que se endeudaron por grandes sumas dinero —que pronto no pagarían— con los bancos el sector público de la India, para construir infraestructura, como centrales eléctricas y carreteras. Estas burbujas no son sostenibles, ya que la demanda de los consumidores estadounidenses se ha aplanado y las empresas indias no están dispuestas aumentar la inversión ante una demanda deprimida, lo que se refleja en la enorme capacidad no utilizada de la industria del país. Los conglomerados privados continúan pidiendo préstamos a los bancos del sector público, pero lo hacen para financiar adquisiciones y no para crear empleo.
Estos grandes conglomerados que consiguen préstamos por cantidades astronómicas de los bancos del sector público, emplean —en su punto álgido— a no más de 2% de la fuerza de trabajo de India y no más del 5% de la fuerza de trabajo no agrícola (Gobierno de la India, 2021). Más bien, la mayoría de las y los trabajadores en India son contratados por pequeñas empresas, que enfrentan una realidad totalmente diferente. En estas empresas, a menudo escasas de crédito, la masa salarial constituye la mayor parte de los costos operativos, hay poco «valor añadido» durante el proceso de producción, los márgenes de ganancia son estrechos, y el acceso al capital es relativamente escaso. Estas pequeñas empresas dispersas tienen un poder de mercado limitado, lo que significa que no pueden movilizar el poder político necesario para acceder a recursos públicos a escala. Por lo tanto, la única forma para que estas pequeñas empresas acumulen ganancias y capital es exprimir a la fuerza de trabajo. En estos sectores —casi completamente desregulados— los trabajadores están sobrecargados de trabajo y mal pagados, con pocos derechos comparados con los del sector formal. Durante las oscilaciones del mercado, estas empresas perecen, como ocurrió durante la pandemia de COVID-19. Su dependencia de mano de obra barata limita la probabilidad, o incluso posibilidad, de que mejoren las condiciones laborales, razón por la cual sus trabajadores requieren apoyo directo del Estado durante una emergencia como la pandemia.
Mientras tanto, el sector informal está compuesto sobre todo de una amplia gama de trabajadores de servicios que están empleados por pequeñas empresas o trabajan por cuenta propia. Un gran número de estos pequeños negocios, como tiendas y restaurantes, emplea a un puñado de trabajadores, muchos contratados diariamente y pagados en efectivo o en especie. Otro gran sector de trabajadoras y trabajadores del sector informal vende su trabajo directamente a los consumidores. Esto incluye conductores de automóviles, empleadas domésticas, electricistas, transportistas de carga, recolectores manuales, mecánicos, plomeros, tiradores de rickshaw, traperos, barrenderos y guardias de seguridad. La mayoría no tienen ni empleador ni ocupación estable, y muchos tienen varios empleos. Para muchos de estos trabajadores, existe un continuo entre los espacios rurales y urbanos, ya que viajan a sus pueblos durante las estaciones de siembra y cosecha, ya sea para trabajar en las propiedades familiares o para ser contratados como trabajadores agrícolas. Esta es la realidad de las y los trabajadores andariegos de la India moderna (Breman, 1996).
El desarrollo de redes de carreteras posibilitó la perpetua circulación de trabajadores desesperados, creando un enorme ejército de reserva de fuerza de trabajo para el sector informal, tanto en zonas urbanas como rurales. La expansión de redes celulares y de internet y la disponibilidad de teléfonos celulares más asequibles permiten a estos trabajadores informales estar en contacto constante con los reclutadores (conocidos como jobbers) y con sus familiares y amigos que los alertan sobre las posibilidades de empleo diario o estacional. Estos trabajadores y trabajadoras proceden de las castas más marginadas y oprimidas de la India rural. Algunos persiguen temporadas agrícolas por todo el país, mientras que otros buscan proyectos de construcción en ciudades lejanas. Estos trabajadores migrantes viven en alojamientos temporales en el borde de los campos o de obras de construcción, a menudo en tiendas hechas de saris viejos y plástico que no tienen cocina ni baño, solo el aire libre. Las y los niños juegan entre los escombros o penden de las espaldas de sus madres mientras estas suben cargas muy pesadas por escaleras o se adentran en los campos. Los migrantes no comen los alimentos que cultivan y las casas que construyen no son para ellos. Trabajan y luego de trabajar se desplazan hacia nuevos lugares de trabajo temporales para seguir trabajando.
La migración distancia a las familias, sobre todo entre generaciones, y expulsa a los sectores más jóvenes y capacitados de las comunidades a lugares remotos en búsqueda de trabajo que no les ofrece seguridad para su futuro. Es frecuente ver mujeres y hombres mayores que antes eran trabajadores eventuales reducidos a mendigar o condenados a una muerte prematura cuando enfrentan desembolsos en el sector de salud predominantemente privado, que empuja a 55 millones de personas cada año a la pobreza (Deol, 2022). Además, el sistema de pensiones de la India es pésimo, entrega cantidades exiguas y a menudo pagadas irregularmente, muy por debajo del costo de vida (tan bajas como 200 rupias, o sea, 2,43 dólares por mes para muchos) (Indian Express, 2018).
A medida que se desarrollaban las redes de carreteras por todo el país, las disparidades regionales en industrialización aumentaban. Gran parte de la producción industrial se concentró en la India peninsular y en las regiones mineras, atrayendo capital privado hacia zonas donde ya se había desarrollado la infraestructura necesaria. Las y los trabajadores que migran recorren vastas distancias hasta esos lugares alienados cultural y lingüísticamente en sus nuevos hogares temporales. Esta alienación también significa que a menudo no pueden movilizar apoyo de la comunidad para sus luchas, desde condenar casos de abusos extremos hasta exigir salarios más altos y mejores condiciones de vida y trabajo. Como escribe el periodista Siddharta Deb, «es un arreglo que le sirve a los empleadores de todo el mundo, ya que garantiza que los trabajadores estarán demasiado inseguros y desarraigados como para organizar protestas contra sus condiciones y salarios. Proceden de regiones lejanas, no interesan a los políticos locales que buscan votos y están alejados de la población local por diferencias lingüísticas y culturales» (Deb, 2011: 170). Se está llenando un polvorín de chovinismo lingüístico y regional conflictivo para su futura detonación.
Los pequeños negocios y las empresas industriales se enfrentan a retos importantes, desde la desventaja frente a las economías de escala que disfrutan los grandes conglomerados hasta los enormes desafíos planteados tanto por el programa de desmonetización del gobierno indio que, de la noche a la mañana, retiró 86% del efectivo en circulación en la economía en 2016, y por su aplicación del Impuesto General sobre Servicios (GST) en 2017 (Srivastava y Chaudhary, 2017). La desmonetización supuso un duro golpe para las pequeñas empresas que dependían de las transacciones en efectivo para las ventas, las compras y el pago de salarios. Mientras tanto, el nuevo régimen del GST estableció una pesada carga regulatoria para las pequeñas empresas, ya que elevó significativamente sus gastos generales al aumentar el coste de cumplimiento, mientras que para las grandes empresas mejoró la facilidad para hacer negocios en todos los estados. Estos dos procesos acabaron con muchas pequeñas empresas, lo que resultó en una pérdida de empleo para los sectores más vulnerables. Además, las empresas que cerraron durante la pandemia proporcionaron una oportunidad de expansión a los grandes conglomerados.
Los datos sobre las y los trabajadores indios son poco fiables. La tasa oficial de desempleo es del 8%, aunque algunas estimaciones sitúan la tasa real muy por encima. La tasa de participación laboral permanece baja, en torno al 40%, mientras los ingresos del trabajador indio medio son 10.000 rupias (122 dólares), lo que está por debajo del salario mínimo (Jha y Basole, 2022). Con 410 millones de trabajadores en una población de 1.400 millones de personas, cada trabajador necesita ganar un salario suficiente para mantener a 3,5 personas, lo que significa que debe hacerlo con menos del salario mínimo (Vyas, 2023).
La revuelta de las y los trabajadores
La lucha de clases no es un invento de los sindicatos ni de las y los trabajadores. Es la realidad del trabajo en el sistema capitalista. El capitalista compra la fuerza de trabajo del trabajador, tratando de hacerla lo más eficiente y productiva posible, y se queda con las ganancias de esta productividad, enviando al trabajador a sus tugurios por la noche para que encuentre la manera de reunir la energía para volver al día siguiente. Esta presión para que el trabajador sea más productivo y done las ganancias de su productividad al capitalista es la esencia de la lucha de clases. Cuando el trabajador quiere una parte mayor de la producción, el capitalista no le escucha. Es el poder de huelga el que da a las y los trabajadores una voz para entrar en la lucha de clases de forma consciente.
Desde finales de la década de 1990, los sindicatos de la India se han unido casi todos los años para organizar una huelga general contra la liberalización, con alrededor de 200 millones de trabajadores y trabajadoras participando en 2022 (People’s Dispatch, 2022). ¿Cómo se han unido a la huelga tantos trabajadores y trabajadoras, la mayoría del sector informal?
Como resultado de las luchas lideradas por las y los trabajadores informales (principalmente las trabajadoras en el sector de cuidados), en el transcurso de las dos últimas décadas los sindicatos han comenzado a asumir las cuestiones de quienes trabajan en la informalidad como cuestiones de todo el movimiento sindical. Las luchas por la permanencia en el empleo, por contratos salariales adecuados, por la dignidad de las trabajadoras, entre otros elementos, han producido una fuerte unidad entre los diferentes sectores de trabajadores, cuya militancia se canaliza ahora a través del poder organizado de las estructuras sindicales. Del mismo modo, las trabajadoras no consideran que las cuestiones que les atañen sean asuntos exclusivos de las mujeres, sino cuestiones por las cuales todas las personas trabajadoras deben luchar y conquistar, como también es el caso con las problemáticas relativas a la raza, casta y otras distinciones sociales. Además, los sindicatos se han ocupado de cuestiones que afectan a la vida social y al bienestar de la comunidad, defendiendo el derecho al agua, al alcantarillado y a la educación de la niñez, así como contra la intolerancia de todo tipo. Estas luchas comunitarias son parte integral de la vida de las y los trabajadores y campesinos.
Al mismo tiempo, las ideas de la derecha —expresadas especialmente en el hindutva (la ideología central de los supremacistas hindúes)— ha comenzado a arraigar en la sociedad india, incluso en sectores de la clase trabajadora. La derecha ha encontrado suelo fértil en las condiciones socioeconómicas generadas por el capitalismo neoliberal, como la invisibilidad y la alienación que los trabajadores experimentan en las zonas urbanas, las indignidades de su vida cotidiana, el aislamiento y la socialización tóxica que engendran, especialmente en hombres separados de sus familias, el solaz que ofrecen las reuniones religiosas y la búsqueda de comunidad e identidad. Con la menguante influencia de las ideologías seculares y racionales en el país y la estrechez general del movimiento de la clase trabajadora, no ha habido una fuerza significativa para contrarrestar esta deriva. Una clase trabajadora drogada por el hindutva y las alucinaciones de un Estado hindú (Rama Rajya), que vuelca su miseria y humillación sobre otros trabajadores de una religión o casta diferente y encuentra empoderamiento a través del fratricidio degradante, esa es la receta neofascista para controlar a las y los trabajadores. Lo que retrasa una agenda neofascista unitaria y en toda regla en el país es la presencia de nacionalidades regionales, especialmente en el sur de la India. No obstante, el potencial de la resistencia de la clase trabajadora y campesina a este tipo de agenda neofascista fue evidente, por ejemplo, en la revuelta campesina, cuando las y los campesinos y pequeños agricultores de diversos orígenes llevaron a las calles la lucha contra el gran capital.
La pandemia evidenció la clara incompatibilidad entre los intereses de la clase trabajadora y el capital. La primera depende de la inversión pública, la generación de empleo, la imposición de impuestos a las empresas para generar recursos para su bienestar y del fortalecimiento de la agricultura y la pequeña industria. Dada la estructura de la clase trabajadora y la debilidad numérica de los trabajadores organizados, la confrontación con el capital solo puede ser exitosa cuando va más allá de la planta y de la negociación salarial para obligar al Estado en un nivel más profundo y político. Esto es más fácil de decir que de hacer, como bien sabe el ala de izquierda del movimiento sindical. Aún así, la pandemia tiene el potencial de abrir una ventana y expandir la conciencia de clase de las y los trabajadores, contrarrestando el aparato ideológico y mediático del capital que solo ofusca las contradicciones que la sociedad enfrenta.
En agosto de 1992, trabajadores textiles en Bombay fueron a las calles en ropa interior, declarando que el nuevo orden les dejaría en la más absoluta miseria. Su gesto simbólico sigue reflejando la realidad actual de las y los trabajadores en India en el siglo XXI: no se han rendido ante el creciente poder del capital. Siguen vivos y vivas en la lucha de clases.
Tricontinenetal, dossier nº 64
1 de mayo de 2023
Referencias bibliográficas
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