En esta undécima entrega de un total de doce que hacemos para el colectivo internacionalista Pakito Arriaran, desarrollaremos la evolución de la lucha de clases desde el inicio de la contrarrevolución imperialista equívocamente llamada neoliberal, en la mitad de los años setenta hasta el presente; y en la duodécima y última concluiremos con la teoría de la crisis a modo de síntesis del marxismo.
Este era el plan inicial de la obra, pero estamos en uno de esos momentos en los que el estallido de la realidad se impone sobre los planes intelectuales anteriores a la hecatombe. Marx redactó varias veces El Capital para integrar en la obra general las lecciones extraíbles de las nuevas contradicciones. Lenin usaba la frase «[…] la revolución enseña…» para mostrar cómo la dialéctica entre la mano y la mente, la acción y el pensamiento exigía la autocrítica de lo ya realizado ante el permanente cambio de lo real. Las y los marxistas se han caracterizado siempre por integrar las más recientes formas de la contradicción objetiva en el movimiento de la contradicción subjetiva porque lo nuevo explica mejor que lo viejo la dialéctica de la unidad y lucha de contrarios. Por esto, Marx decía que es la anatomía del hombre la que nos descubre los secretos de la anatomía del mono.
Muy en resumen, el marxismo sostiene que la progresión de las fuerzas productivas implica la regresión humana en la sociedad capitalista; que a partir de un determinado momento las fuerzas productivas devienen fuerzas destructivas; que la naturaleza termina vengándose de la sociedad burguesa que la ha reducido a mercancía; que las crisis parciales o subcrisis se acumulan y entrelazan dando el salto cualitativo a crisis devastadoras; que la ley general de la acumulación de capital y la ley tendencial de la caída de la tasa media de ganancia son las principales fuerzas subterráneas que hacen que las crisis de sobreproducción, subconsumo, proporcionalidad y realización, tiendan a confluir en crisis estructurales que estallan aniquilando vidas y bienes; que estas crisis ponen al proletariado ante la disyuntiva de lanzarse a la revolución o sufrir una derrota aplastante; que la sucesión de derrotas obreras refuerza la irracionalidad burguesa, la del brujo que no puede domeñar las fuerzas infernales que ha desatado con sus conjuros acelerándose la espiral que puede acabar en la destrucción mutua de las clases en conflicto; que la única alternativa es la de crear organizaciones revolucionarias que mantengan vivas la memoria y la teoría, impulsen la autoorganización, la autodefensa y la independencia política de clase, organicen la destrucción del poder del capital y la victoria del poder proletario…
Desde inicios de los años sesenta la nueva industria de la cultura burguesa, las universidades estatales o privadas, los servicios secretos, las instituciones políticas, los empresarios, etc., cooptaban cada vez más a la casta intelectual, a la gauche divine, al «marxismo académico». Alrededor de dos décadas después, esta elite estaba tan desactivada que fue incapaz de resistir al neoliberalismo facilitando que muchos de sus miembros se integraran en él, a pesar de la impresionante oleada de lucha sostenida en esos años. Las «modas post» –postmarxismo, postmodernismo, postestructuralismo, populismo democrático, etc.– permitían toda una serie de divagaciones fantasiosas que no eran sino mercancías ideológicas de usar y tirar en el mercado de la alienación fetichista de masas. Especial impacto paralizante tuvieron, por un lado, la amputación de la radicalidad de Gramsci realizada por el eurocomunismo, falseándolo y, por otro, el ataque implacable a la teoría marxista del Estado y de la violencia, facilitado por la obra de Foucault y su deriva reformista. Sobre este desierto avanzarían luego otras formas de la ideología burguesa como los mitos del «nuevo capitalismo sin crisis», la «economía de la inteligencia» o de lo «inmaterial», la desaparición del imperialismo sustituido por la «gobernanza mundial», etc.
La derrota proletaria en Occidente no fue causada tanto por la «traición» de este grupo especial de asalariados, como por la conjunción de varios factores: la fuerza irracional del fetichismo de la mercancía en auge desde la década de los años cincuenta; el nacionalismo imperialista azuzado por la prensa contra las guerras de liberación antiimperialista que debilitaban el poder occidental; la nueva estrategia represiva del capitalismo; la presión desmovilizadora y frecuentemente reaccionaria del eurocomunismo, entre otras más. Un papel clave en la derrota lo tuvieron los aparatos de poder imperialista, el FMI, sobre todo, cuya salvaje inhumanidad es silenciada en todo momento por la prensa. El ataque a la teoría marxista del Estado, del poder y de la violencia, facilitó la ocultación del papel criminal del FMI y otras instituciones del capital –por ejemplo, la mitificación reaccionaria de la Unión Europea y su euroimperialismo – , desviando la atención hacia nebulosas inasibles convertidas en mantras que lo justifican todo: el neoliberalismo, la globalización, el mercado financiero, el «terrorismo»…, o hacia conceptos entonces de moda como «biopolítica» y «necropolítica»: pocas veces en la historia del pensamiento, tantas palabras han tenido tan poca riqueza conceptual han creado tanta confusión.
Para finales de los años ochenta y exceptuando a las izquierdas que arriesgaban su vida en la lucha de liberación antiimperialista, como la victoria nicaragüense en 1979 y otras muchas, como la invasión de Grenada en 1983, y en la lucha armada en el seno del imperialismo, salvo esta área, los marxistas eran pocos entre los afiliados a los partidos «comunistas» y a los sindicatos, y a los millones de personas que vivían en países «socialistas». Recordemos que empezamos la primera entrega de esta serie recordando las palabras de un revolucionario venezolano con las que describía la dificultad de ser marxista. Aun así, entre los años sesenta y ochenta se habían desarrollado críticas al capitalismo que con el Covid-19 demuestran su acierto y vigencia. Por ejemplo, la lucha por la sanidad pública y por otra salud; la defensa de la naturaleza desde el ecologismo socialista; la emancipación de la mujer trabajadora; alternativas de resistencia colectiva, comunal, cooperativa; grupos de ciencia-crítica frente a la tecnociencia burguesa; la lucha contra la militarización y los debates sobre la «fase exterminista» del capitalismo; un internacionalismo consecuente; la reactivación de la radicalidad teórica marxista, etc.
Como se aprecia, desde mil caminos y siempre en medio de la lucha, se avanzaba hacia la concreción de la teoría marxista de la crisis sistémica de la civilización del capital. Poco tiempo después de la contraofensiva neoliberal estalló el Lunes Negro del 19 de octubre de 1987, hundiéndose las bolsas del mundo con pérdidas inmensas: un aviso de lo que se estaba gestando en la esencia irracional de la sociedad burguesa. Una de sus respuestas a este batacazo insospechado fue imponer el Consenso de Washington de 1989 – 1990, estrategia para la liquidación de la soberanía de pueblos y Estados y para facilitar la libre circulación de capitales por el mundo excepto en los muy protegidos Estados imperialistas. Este Consenso abría de par en par los ataques a la Naturaleza, multiplicando exponencialmente las causas socioecológicas, económicas y políticas que han creado el Covid-19. Pues bien, aparte de en otros muchos textos, en El Capital se encuentra la explicación teórica básica de esta debacle, cuando se exponen las seis principales medidas burguesas que contrarrestan temporalmente la ley tendencial de caída de la tasa media de beneficio. Es importante resaltar lo de «principales» porque Marx sabía que había otras pero que eran secundarias en el capitalismo de la década de 1860. Años después, Engels volvería sobre las tesis de Marx acerca de cómo el capitalismo destrozaba a la naturaleza y a la especie humana.
El socialismo realmente inexistente implosionó en 1989 – 1991 por las razones que hemos explicado en dos entregas anteriores. Se desplomó en el mismo año en el que Japón, entonces segunda economía, entraba en una larga sucesión de subcrisis que con altibajos se mantienen hasta ahora. Semejante confirmación de la veracidad de la crítica marxista del capitalismo fue despreciada por la casta intelectual exmarxista, obsesionada por resucitar las sempiternas tesis de la «muerte del proletariado», del «nuevo capitalismo», de los «nuevos sujetos», etc. Esta elite asalariada pasó a apoyar directa o indirectamente las agresiones imperialistas contra Irak, en la exYugoslavia, en las «revoluciones naranjas», en contra los pueblos árabes con la excusa de la primavera árabe, contra Irán, contra el pueblo saharaui, contra Cuba y Colombia, contra Panamá, etc.
En medio de esa euforia que parecía haber superado el susto del Lunes Negro de 1987, estalló la crisis del Tequila en el México de 1994 a causa de la devastación social impuesta por Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá: una advertencia más que no serviría de nada porque en menos de tres años, en julio de 1997, se hundían con estrépito los famosos «tigres asiáticos», Tailandia, Malasia, Indonesia y Filipinas tenidos como ejemplo del «nuevo capitalismo» sin crisis. El imperialismo occidental se salvó trampeando la economía para sacrificar a los «tigres» hasta entonces inmortales. En verano de 1998 les siguió el crack ruso con efectos tan devastadores que se enconó al máximo la lucha entre las dos facciones más poderosas de oligarquía: la más corrupta y entregada a Occidente, representada por el alcohólico Yeltsin, fue derrotada en 1999 por la menos corrupta y más nacionalista representada por Putin que fue imponiendo cambios drásticos.
El crack ruso hundió el fantasioso programa de una de las más grandes corporaciones financieras yanquis, la LTCM, asesorada por dos premios Nobel de economía, que afirmaba haber superado para siempre los peligros de la financiarización especulativa de alto riesgo. La FED intervino a la desesperada y Wall Street tuvo que taponar la brecha con más de 3.600 millones de dólares para evitar daños peores. La respuesta yanqui fue extender la OTAN y fortalecer el fascismo en el Este europeo, utilizar el fundamentalismo islámico en Chechenia y otros países como lo había hecho en Afganistán, etc.: se trataba de crear «pueblos libres» que obligen a un gasto militar a Rusia y que sirvan de bases de ataque en posibles tensiones y hasta en guerras futuras.
Mientras tanto, se reanudaban las luchas obreras como el caracazo venezolano de 1989, las sucesivas huelgas en la India desde 1990 en adelante, los motines urbanos en Estados Unidos en 1992, las huelgas en Bélgica en 1993, en Corea del Sur y México en 1994, en el Estado francés en 1995 y 1997, en el Estado español en 1994 – 1995, en Nueva Zelanda y Australia en 1995, en Estados Unidos y Sudáfrica en 1997, en Alemania en 1998, la victoria bolivariana en Venezuela de 1999, la rebelión argentina de 2001, la ejemplaridad de Cuba tras resistir heroicamente desde 1991…, una corta lista de una recuperación que, además, se mostraba también en el primer Foro de Sao Paulo de 1990 que abrió la puerta a crecientes reuniones internacionales que recuperaban, en aquellas condiciones, el acierto práctico y la valía teórica de la Tricontinental de 1966 y en cierta forma de Bandung de 1955.
A la vez, era ya innegable la recuperación de la radicalidad teórica marxista sobre todo enriqueciendo y profundizando en todos los componentes de la teoría de la crisis, como veremos en la última entrega. En esta vorágine, científicos críticos empezaron a advertir que tarde o temprano estallaría una pandemia mundial con efectos estremecedores, destacando la de 1994 y 2005, año de la gripe aviar, pero la burguesía no les hizo el menor caso. Ahora se sabe que no menos de 142 virus han saltado de animales no humanos a animales humanos y que esta transferencia zoonótica se intensifica conforme el capitalismo achica y destruye sus nichos ecológicos, insertándolos incluso en la sociedad humana.
Sin embargo, era tal la ceguera de la casta intelectual, del reformismo y de la burguesía que de nuevo fueron sorprendidas al comienzo del segundo milenio de nuestra era por, al menos, dos crisis estremecedoras que junto a otras impulsarían la actual. Por un lado, se supo que en el último siglo se habían perdido el 50% de los bosques y de la tierra fértil, y que la flota pesquera mundial era un 40% más grande de lo que permitía la vida oceánica; a la vez, el 50% de la humanidad carecía de servicios de saneamiento de agua, porcentaje que aumentará con el tiempo, según veremos, y, por no extendernos, se confirmaba que el clan Bush, que colocó dos presidentes norteamericanos, estaba unido entre otras, a la poderosa transnacional energética Enron, podrida hasta la médula, que cayó en la nada en 2001 justo cuando se hundía la famosa y artificial «economía del conocimiento» o burbuja «puntocom»: de marzo de 2000 a octubre de 2002 con pérdidas del 45% del índice bursátil S&P y del 78% del tecnológico Nasdaq. Para 2019 ese 50% de población mundial sin saneamientos médicos había subido al 60%, el 40% de la humanidad y el 47% de las escuelas del mundo, no tienen instalaciones básicas para lavarse las manos.
El agotamiento del agua potable, y la sobreexplotación de la mar, de la tierra fértil y de los bosques, por citar algunos de los impactos destructores del capitalismo sobre la naturaleza, serán una de las causas fundamentales de incremento de epidemias y pandemias hasta llegar al Covid-19. Proceso facilitado por la destrucción sistemática del mal llamado «Estado del bienestar» (sic), a la sobreexplotación de la fuerza global de trabajo, especialmente de la mujer, al aumento de las fuerzas represivas y a la explotación imperialista, por citar algunas de las tendencias fuertes del capitalismo del siglo XXI, que desmantelan y privatizan los escasos recursos públicos, asistenciales y de cuidados sociales, hizo que para inicios del siglo XXI la estrategia mundial desencadenada desde finales de los años setenta, terminara de romper el metabolismo entre la naturaleza y la especie humana intensificado exponencialmente desde la industrialización capitalista.
Las transferencias zoonóticas de virus de animales no humanos a animales humanos se intensificaron desde finales de la década de 1960 debido, en síntesis, a la dialéctica entre dos partes de la ley del valor: la mercantilización de la naturaleza y la mercantilización de la especie humana. Por una parte, la destrucción de los servicios sociales, de gastos públicos, de infraestructuras a cargo del Estado, etc.; es decir, la privatización absoluta, total, de la sociedad y de la especie humana en sí misma, su reducción a simple valor de cambio realizable en el mercado bajo la vigilancia cercana o distante del Estado como centralizador estratégico de las múltiples explotaciones de la fuerza global de trabajo. Por otra parte, la mercantilización de la naturaleza, la ruptura del proceso metabólico de la especie humana dentro de esta, ruptura impuesta por el capitalismo imperialista y militarizado. Basta echar una ojeada a la multiplicación de epidemias y pandemias desde la llamada gripe de Hong-Kong en 1968 – 1969 hasta el Covid-19 actual para certificarlo.
Tanto la gripe asiática citada como el primer brote de ébola en 1976 en zonas de África anunciaban lo que sucedería si no se tomaban rápidas medidas sanitarias que, en esos años, solo eran factibles en los pueblos en transición del capitalismo al socialismo, especialmente el cubano. En el resto, la burguesía destrozaba la sanidad pública en la medida en que derrotaba las resistencias obreras y populares. Una confirmación incuestionable de la dialéctica entre el poder y la salud lo tenemos en el brote de difteria iniciado en 1990 al final de la URSS, cuando la nueva burguesía desmantelaba la excelente sanidad soviética en medio del paro, subempleo, empobrecimiento generalizado y reducción de la edad de vida: un ejemplo de libro de la dialéctica entre poder político, formas de propiedad y naturaleza.
Desde, al menos, 1845 los clásicos del marxismo insistían en esta dialéctica que, en última instancia, se sintetiza en lo que Lenin llamaba «el problema del poder»: siempre vuelve a escena el fantasma que aterroriza a la burguesía, la teoría marxista del Estado. Desde comienzos de los años setenta, la burguesía yanqui fue consciente de que iba perdiendo poder mundial y ya con el presidente Carter, anterior a Regan, inició su contraataque: para 2004 su euforia era tal por los grandiosos beneficios que volvía a creerse dueña del mundo, a pesar el aumento imparable de la pobreza en su propio país. Ni pudo ni quiso ver la catástrofe de 2007, y una de las medidas destinadas a salir de ella fue recortarle a Obama casi la totalidad de sus fútiles promesas electorales sobre ampliar la sanidad pública, mientras que se extendía una pandemia de opiáceos, drogas de diseño, alcohol y otras por entre el proletariado y la llamada «clase media» empobrecida.
A la vez, gigantescos presupuestos militares expandían la tecnociencia militarizada en detrimento de la ciencia de la salud pública. La destrucción de los servicios sociales y el abandono de la ciencia médica no rentable se intensificó desde la crisis de 2007 aunque entre 2009 y 2019 diversas epidemias y pandemias –gripe A, Síndrome Respiratorio, Zika, Covid-19, entre otras – , golpearon a la humanidad, pero la poderosa industria farmacéutica solo investigaba las enfermedades con las que podía obtener cuantiosos beneficios. Salvando las distancias, si la anatomía del hombre explica la del mono, la crisis socio natural del Covid-19 explica la crisis del capitalismo.
Iñaki Gil de San Vicente
Euskal Herria, 12 de abril de 2020