El genocidio impune contra Palestina por el sionazismo, la guerra ucronazi de la OTAN contra Rusia y los otros casi 200 conflictos que se libran en el mundo; la agudización de la lucha de clases y el aumento de las oposiciones múltiples al imperialismo; el empobrecimiento y la sobreexplotación que se expanden por Occidente; el hambre que avanza; la jauría neofascista que ataca y muerde; el endeudamiento masivo y la caída de la tasa media de ganancia del capitalismo, el calentamiento global y otros indicios de la catástrofe socioecológica que se acerca…, y mientras ¿qué hace el reformismo? ¿Por qué apenas o en absoluto se moviliza en todas partes contra tanto salvajismo? ¿Por qué sigue insistiendo en el parlamentarismo y en la «democracia» cuando el mundo está a punto de arder? En la primera parte responderemos la vertiente internacional de estas preguntas y en la segunda su vertiente vasca.
Salvando todas las distancias posibles, las utopías pre capitalistas que de algún modo buscaban mejorar algo las condiciones de malvivencia del pueblo siempre denunciaron desde su idealismo la tarea a favor de la explotación de las burocracias políticas, religiosas, culturales, administrativas, etc., que hacían en el nombre de dioses, emperadores, reyes y sátrapas. En mayor o menor medida, todas las religiones o conjuntos ideológicos han tenido una lucha interna entre los defensores y los críticos del orden, existiendo diversas corrientes que oscilaban de un lado a otro. Pero casi siempre eran los primeros, los defensores de la explotación, los que derrotaban a los críticos mediante diversas intensidades de represión, de promesas y de algunas concesiones que no tocaban las relaciones de poder y de propiedad.
Eso no quiere decir que los y las oprimidas no lograsen algunas mejoras, sí las lograron, pero cuando las conseguían era gracias a su lucha, no a la caridad del poder; además eran victorias precarias e inseguras porque se las podían quitar si se debilitaba la fuerza y decisión de la lucha popular; y eran conquistas relativas en la mayoría inmensa de los casos porque casi siempre era la clase dominante la que más ganaba aunque hubiera cedido en algo, y ganaba porque había desactivado una reivindicación que podía terminar en una revuelta o rebelión más peligrosa, obteniendo un tiempo de «tregua social» para preparar su contraataque que anulase las conquistas de los y las explotadas. Solo en condiciones excepcionales se convertían en permanentes algunas de las victorias parciales contra la explotación, como fue el caso de la mejora en el trato a la masa esclava tras sus grandes rebeliones, pero la esclavitud como tal siguió existiendo aunque suavizada en determinadas brutalidades.
Aunque eran resistencias precapitalistas, podemos encontrar en ellas una especie de base incipiente elemental y común de la doctrina represiva global aplicada en sus formas sociohistóricas particulares y singulares desde que tenemos referencias fiables de la lucha de clases hace casi cinco mil años, por no extendernos a interpretaciones sobre las luchas étnicas anteriores. Esta permanencia de lo decisivo de la represión, que integraba también a lo que desde mediados del siglo XIX se llama «reformismo», es debida a que en cualquier sociedad basada en la propiedad privada y la explotación de la fuerza de trabajo existe una lógica subterránea que une propiedad, Estado y guerra, de modo que la unidad entre política y guerra es objetiva, al margen de las elucubraciones subjetivas e idealistas del pacifismo «reformista», unidad en la que el «reformismo» juega el papel similar y hasta idéntico, según los casos, al que siempre ha jugado en la guerra esa mezcla de engaños y subterfugios, mentiras, promesas envenenadas, treguas tramposas, negociaciones que se incumplen, etcétera. Basta leer a los clásicos de la guerra para comprender por qué el «reformismo» es un instrumento bélico del Estado, porqué los marxistas también lo comprendemos así y porqué en la guerra de clases el «reformismo» es inseparable de la política como continuación de la guerra social y de la guerra social como continuación de la política: dos formas que se unen en la dialéctica de la unidad y lucha de contrarios.
En síntesis, el reformismo capitalista apareció manifiestamente en 1832 para frenar el ascenso de la lucha de clases en Gran Bretaña, sobre todo el peligrosísimo ludismo de la década de 1810; el reformismo luego se extendió a otros países al calor de las luchas populares; recordemos la ilegalización de la esclavitud, la reforma zarista de 1861 de la servidumbre, las leyes de Bismark y luego de Austro-Hungría, el debate sobre la «cuestión social» en el Estado francés extendiéndose a otros países, la irrupción de la Iglesia con su «justicia social», etc. Mientras tanto, el socialismo utópico y el anarquismo pacifista pretendieron favorecer las reivindicaciones obreras y populares pero desde un reformismo descarado porque, de un lado, quería convencer al Estado y al capital de que invirtiesen en la mejora de algunas condiciones obreras y, de otro lado, convencer a la clase obrera del pacifismo institucional. Poco después, la sociología y otras «ciencias sociales» cumplieron y cumplen el papel de sostener el colonialismo, la lucha de clases, la opresión nacional y el imperialismo apoyando al «reformismo» y/o al terror.
Para la segunda mitad del siglo XIX y tras el impacto de las luchas anticoloniales y de la Comuna de París de 1871, una parte del socialismo utópico y de la sociología se acercó al bloque que se estaba formando entre socialistas, lassalleanos, anarquistas, comunistas utópicos y comunistas marxistas confluyendo bastantes en lo que se llamó «socialdemocracia», siendo la alemana la más fuerte e influyente en la Segunda Internacional que si bien se declaraba marxista, solo lo era superficialmente excepto pequeñas minorías. A la vez, surgía el pragmatismo y el posibilismo. Para finales del siglo XIX el reformismo controlaba muchas de las burocracias, llegando a dominar la Segunda Internacional en agosto de 1914 cuando cada partido optó por salir a asesinar industrialmente otros obreros en beneficio de su «burguesía nacional».
Desde entonces la Segunda Internacional fue la mayor fuerza reformista obsesionada por salvar el capitalismo. Se le han ido sumando posteriormente otras menores, entre las que destaca el eurocomunismo y esa sopa ecléctica postmoderna y postmarxista que ahora se presenta bajo las siglas de Sumar y Podemos en el Estado español, ERC en Catalunya, sectores del BNG en Galiza, EH Bildu en Euskal Herria, Adelante Andalucía en Andalucía, etc.
La tesis central del reformismo gira alrededor de la fe crédula e idealista de que, tarde o temprano la fuerza electoral de la «sociedad civil» convencerá a la burguesía para que se suicide pacíficamente como clase propietaria de las fuerzas productivas y reproductivas, aceptando mansamente el desmantelamiento de su Estado, de su ejército y de sus aparatos internacionales como el FMI, el BM, la OMC, etc. No hace falta decir que este delirio abarca también a la liquidación de los bancos centrales y privados, del secreto bancario y empresarial, de los monopolios, de la destrucción del capital ficticio…, por no hablar aquí de las imprescindibles y urgentes en el avance hacia el socialismo antiimperialista.
Semejantes fantasías que nos remiten, salvando todas las distancias, a las utopías del «reino del cielo en la tierra», pretenden sustentarse en una cuádruple denuncia del marxismo: se niega su teoría de la ley del valor, de la explotación social, etc.; se niega su teoría del Estado como instrumento del capital; se niega el método dialéctico y se niega el materialismo histórico; en síntesis se niega la lucha de clases o en caso extremo se dice que puede superarse solo mediante la legalidad dominante. Utilizando la ideología burguesa sobre pobreza, democracia, libertad, igualdad, etc., y siempre encarcelada por la lógica formal y el mecanicismo economicista, el reformismo afirma contra toda evidencia histórica que su gradualismo pragmático y posibilista asegura y expande estas abstracciones vacías de contenido social.
Sabemos que el empobrecimiento debe ser analizado con la dialéctica de lo relativo y de lo absoluto, siempre dentro de los vaivenes de la lucha de clases; que la democracia en abstracto no existe sino que la democracia burguesa es la forma externa de la dictadura del capital como la democracia obrera lo es de la dictadura del proletariado; que la libertad solo puede existir en base a la dialéctica de la necesidad consciente y del derecho socialista; que la igualdad solo es practicable en un contexto de propiedad comunista de las fuerzas productivas y reproductivas, la única que garantiza que la igualdad general potencie la necesaria y creativa desigualdad individual.
Pese a su debilidad teórica, Thomas Piketty, intelectual socialdemócrata que desconoce qué es el marxismo y que conoce muy poco el keynesianismo, ha demostrado en El capital en el siglo XXI, que desde mediados del siglo XVIII la pobreza no ha hecho más que crecer en la sociedad burguesa: por un lado, aumenta la pobreza, por el contrario la riqueza se concentra cada vez en menos personas. Se trata de una demostración cuantitativa lograda mediante el uso exclusivo de la lógica formal y que, al igual que el resto de investigaciones mínimamente serias, confirma por enésima vez la veracidad de la Ley general de la acumulación capitalista, enunciada por Marx hace 157 años.
Hace algunos años, un artículo que analizaba críticamente la deriva reformista de EH Bildu sostuvo que esta fuerza política era cada vez más irrelevante en la realidad vasca pese al incremento de su fuerza electoral medida en votos. Ahora que parece que puede ganar las elecciones autonómicas en Vascongadas, esa irrelevancia va en aumento, como veremos en la segunda y última parte de este texto. Para las mentes simples, lineales y planas, es inconcebible que una fuerza electoral al alza sea cada vez más irrelevante, pero para la estrategia comunista es una realidad objetiva.
Petri Rekabarren
15 de febrero de 2024