El mundo va mal. La nueva crisis sistémica del capitalismo depredador se ha transformado ahora en una crisis de civilización que nos lleva directamente a darnos contra la pared. Las alternativas progresistas tardan en afirmarse en el tablero político, incapaces como son de engendrar verdaderos movimientos emancipadores. Por lo tanto, ¿cómo hacer frente a una clase dominante organizada, decidida y que dispone de todos los recursos?
Philippe Stroot y Raffaele Morgantini (Investig’Action) han entrevistado al filósofo militante Alain Badiou para que nos esclarezca los nuevos retos globales y los desafíos futuros: la idea del comunismo, la «crisis» de los emigrantes, la izquierda y la derecha, el papel de los medios de comunicación, la democracia…
Pregunta: Profesor Badiou, a los medios les gusta presentarle como EL profesor comunista francés, como si se trata de una especie en vías de extinción. ¿En qué punto están las ideas comunistas en Francia y en el mundo en 2017, cien años después de la Revolución de Octubre?
Creo que la hipótesis comunista y la experiencia comunista están en un estado de extrema debilidad en todo el mundo. Y, como es natural, Francia no es una excepción. Y lo están tanto más cuanto que son objeto de confusiones considerables. Por ejemplo, el partido en el poder en China se sigue denominando «Partido Comunista» aunque a todas luces se trata de una potencia capitalista emergente que se dispone a disputar la hegemonía mundial a Estados Unidos. Otro ejemplo de este tipo de paradoja: en Francia tenemos un Partido Comunista que todavía subsiste, el PCF, pero que fuera de su nombre nunca pronuncia la palabra «comunista».
Pagamos el precio, inevitable históricamente, del fracaso de los grandes Estados comunistas. Más concretamente, el fracaso de lo que se puede denominar el «comunismo de Estado», es decir, la hipótesis según la cual el comunismo se puede instalar en una figura cuyo agente político principal (incluso único en la lógica estaliniana) es el Estado. El comunismo de Estado se ha hundido en todo el mundo y, por lo tanto, la hipótesis comunista está por el momento reducida a sí misma, reducida a su estatus de hipótesis política e histórica. A veces afirmo que en virtud del desarrollo de la historia en espiral, como decía Hegel, hemos vuelto a una situación que en cierto modo se parece a los años 1840 – 1848, cuando la hipótesis comunista debía ser formulada, argumentada y apoyada antes incluso de que se le pudiera pedir ser una gran fuerza política y tener proyectos estratégicos. Ante un escepticismo muy fuerte se debe volver a formular y trabajar todo lo que atañe a la palabra «comunismo». Tenemos que sacar el balance de los fracasos, de las debilidades y de los errores.
Se puede entender que muchas personas, incluso de buena fe, estén tentadas de decir que lo más sencillo sería abandonar cualquier uso, incluso hipotético, de la palabra «comunismo». Pero, simplemente, hoy no veo a qué llevaría el abandonarlo si no es, en definitiva, a unas formas diversas de adhesión al orden establecido. No creo ser ciego o testarudo al afirmarlo. Estoy totalmente dispuesto a aceptar que otra hipótesis pueda tener una virtud emancipatoria superior, pero no la veo. Por consiguiente, he decidido conservar la palabra «comunismo» diciéndome que asumiría su carácter escandaloso, menospreciado y casi infame. A fin de cuentas, ¿no es totalmente natural que nuestros amos, y la opinión dominante que ellos controlan, declare infame aquello que llama a destruir los cimientos de su poder?
P: Acaba de recordar que China ya no era comunista y tampoco Rusia, a pesar de lo cual la hostilidad de Occidente respecto a ellos es peor incluso que durante la Guerra Fría. ¿No demuestra esto que la lucha contra el comunismo disimulaba sobre todo el odio del Imperio y de sus vasallos por cualquier Estado que no se somete a su voluntad?
Creo que, en efecto, detrás del anticomunismo declarado hay viejas rivalidades imperialistas. A mí mismo me sorprende mucho la actitud de los gobiernos franceses, que son particularmente agresivos con una Rusia que ya no es en absoluto comunista. Por consiguiente, estaría bastante tentado de contestar «sí» a su pregunta teniendo en cuenta, sin embargo, que debido a sus orígenes y a su argumentación el anticomunismo ha desempeñado a pesar de todo un papel no desdeñable en este enfrentamiento.
Durante décadas, entre 1917 y, digamos, 1989, hubo un enfrentamiento ideológico planetario que al menos tenía la ventaja de mantener con vida la existencia de dos hipótesis concernientes al futuro de la humanidad: la capitalista imperialista y la comunista internacionalista. Actualmente está absolutamente claro que el argumentario oficial del antagonismo con la Rusia de Putin es la oposición entre «democracia» y «dictadura», en definitiva, entre capitalismo autoritario y capitalismo liberal, y ya no es en absoluto la oposición entre capitalismo y comunismo. Por lo tanto, se ha vuelto a esquemas que ya eran clásicos en el enfrentamiento interimperialista en el siglo XIX. Incluso durante la guerra de 1914 la propaganda antialemana era sobre todo una propaganda según la cual nosotros éramos la República y los alemanes eran Guillermo II, la vieja monarquía, los bárbaros, etc.
Por último, creo que el antagonismo entre capitalismo y comunismo, es decir, la existencia estratégica de dos vías en lo referente al destino de la humanidad, se ha mantenido vivo a pesar de todo durante bastante tiempo, aunque en parte haya estado sobredeterminado por unos enfrentamientos interimperialistas que finalmente han prevalecido. Por lo que se refiere a la situación actual, ya no se puede justificar por medio del anticomunismo. Resulta difícil pretender que Putin es un comunista convencido. Más bien asistimos al retorno de esa antigualla que es la oposición entre, por una parte, los Estados que se pretenden modernos, liberales y democráticos (es decir, las ciudadelas del imperialismo mundial) y, por otro, los países que sin duda están totalmente metidos en el juego capitalista pero que Occidente trata de describir como un tanto bárbaros. Lo que se designa así son los recién llegados al mercado mundial, que preocupan mucho a un Occidente cansado y que teme que su hegemonía mundial se debilite irremediablemente.
Finalmente, el antagonismo hacia la Rusia de Putin y la China de Xi Jing Ping es a fin de cuentas el clásico antagonismo entre quienes están bien situados en la dominación global y quines tratan de conquistar un buen puesto en ella.
Así fue (y no es muy tranquilizador, hay que decirlo) la relación de Francia e Inglaterra con Alemania en el momento de la guerra de 1914. Alemania desempeñaba exactamente el papel de Putin hoy afirmando «quiero mi sitio, quiero mi sitio en vuestros negocios y sobre todo en vuestros negocios coloniales». Y lo que se dijo entonces de los alemanes es exactamente lo que hoy se dice de Putin: horribles, terribles, bárbaros, etc. Hoy la inquietud se apodera de los Estados del viejo Occidente imperial, sobre todo, de los más débiles. Francia forma parte de estos Estados, ya no es una gran figura e Inglaterra tampoco. En dos guerras mundiales y decenas de millones de muertos Estados Unidos les ha robado el papel. Así que estos Estados debilitados están particularmente preocupados porque lo que los recién llegados del mercado mundial y de las operaciones guerreras querrían ocupar es su sito con el fin de prepararse para acabar ocupando el primer puesto. Evidentemente, toda esta cocina neoimperialista está muy lejos, hay que decirlo, de la idea de la que hablábamos al principio, es decir, de la existencia de dos vía estratégicas concernientes al devenir de la humanidad.
P: Los medios de comunicación dominantes equiparan la noción de soberanismo (que resurge con vigor por todas partes, tanto en la izquierda como en la derecha) con el nacionalismo burgués y a la xenofobia. ¿Considera posible construir una soberanía al servicio de los pueblos? ¿La soberanía nacional es compatible con el internacionalismo? Cuba, por ejemplo, ¿no es a la vez el país más solidario del mundo y el más independiente políticamente?
Plantean una pregunta extremadamente interesante y que es objeto de un gran debate actualmente. En todas partes se discute, sobre todo en la extrema derecha y en la extrema izquierda, acerca de una vuelta a la soberanía nacional. ¿Qué quiere decir? En el caso de Francia se trataría de no depender ya ni de la protección militar y nuclear estadounidense ni de la solidez de la economía alemana. Las consignas son claras: salir de la OTAN y salir tanto de la Unión Europea como del euro. No tengo una opinión definida respecto a saber cuáles van a ser, desde ese punto de vista, los caminos de la hipótesis comunista. Sin duda sabemos que cuando esta vuelva a tomar cuerpo y vuelva a ser una política desarrollada lo hará en alguna parte. Una política nueva no se establece de pronto como una fuerza mundial preconstituida. Evidentemente, no se puede excluir que las nuevas orientaciones de la política comunista estén localizadas. ¿Dónde? Dejemos la pregunta abierta.
No obstante, lo que afirmo sin la menor duda es que todo repliegue sobre una soberanía nacional que esté totalmente separada de la hipótesis comunista, e incluso sea hostil a ella, solo haría el juego a unas fuerzas nacionalistas reaccionarias, incluso, fascistoides. Por consiguiente, el punto clave es el siguiente: sí, de acuerdo, existe la posibilidad de una localización transitoria, incluso nacional, de una experiencia de reactivación de las políticas de emancipación, pero a condición expresa de que se inscriba explícitamente en la hipótesis comunista y, por lo tanto, considere que su futuro solo está asegurado mundialmente. Ustedes citan el ejemplo de Cuba. Pero precisamente Cuba ha asumido a su manera la hipótesis comunista y la ha asumido hasta el final. Es incluso el último Estado del mundo que la ha asumido verdaderamente hasta el final. Nos encontramos así ante un caso, precisamente, de un país pequeño en la boca del lobo, en la boca del monstruo, que a pesar de todo ha resistido respecto a su independencia y que sigue haciéndolo, pero que lo ha hecho en el elemento de la hipótesis comunista.
P: Por lo que se refiere a la crisis de los emigrantes, ¿es una falta de solidaridad afirmar que es absolutamente necesario ayudarles a vivir correctamente en sus países en vez de hacerles venir por millones a Europa para reforzar este «proletariado nómada», por retomar su expresión, cuyas condiciones de vida son cada vez más precarias, incluso en los países más ricos?
Es evidente que a largo plazo, estratégicamente, la gran cuestión es la de la posibilidad de una transformación liberadora de los países de origen. En segundo plano de las migraciones de lo que denomino el proletariado nómada, esos millones de personas que erran por el mundo en busca de lugares en los que sobrevivir, evidentemente encontramos el hecho de que un continente entero, África, está sometido a la depredación capitalista más violenta. En última instancia, sin duda la verdadera cuestión que plantean estas emigraciones es la del proceso de emancipación y, por consiguiente, del renacimiento de la hipótesis comunista, en los países concernidos.
Desde ese punto de vista yo esperaba que Sudáfrica podría desempeñar un papel dirigente en revolucionar la situación africana, pero no ha sido el caso. En realidad en Sudáfrica hemos asistido al advenimiento de una burguesía negra que comparte el antiguo poder de los coloniales blancos y abandona a las masas a su pobreza y a su sumisión forzadas.
Así las cosas, otro aspecto de la cuestión es que el capitalismo siempre se ha apoyado en un proletariado nómada. Conocí una época, en las décadas de 1959, 1960 y 1970, en que se hacía venir aviones enteros de obreros de Marruecos y de Argelia. Actualmente probablemente hay en Francia entre 6 y 7 millones, como mínimo, de obreros, de hijos e hijas de obreros, algunos de los cuales hoy se encuentran reducidos al estado de parados por la desindustrialización nacional, de quienes hay que afirmar que, efectivamente, son proletarios y cuyo origen nacional es tal o cual país africano, de Oriente Próximo o asiático…. Estas personas, estas familias, son proletarios, existen y son de aquí.
Por lo tanto, pienso que hay dos aspectos en su pregunta. En primer lugar, hay que apoyar y ayudar a todo aquello que pueda significar emprender un proceso político de emancipación y de liberación en los países dominados. Es tanto más necesario cuanto que las liberaciones nacionales de los años sesenta con frecuencia fueron mistificaciones. En muchos países que han sido colonizados hay gobiernos «nacionales» que en realidad son agentes de tal o cual imperialismo o corruptos que se aprovechan de las rivalidades interimperialistas. En contra de todo ello se tienen que alzar los movimientos progresistas a los que apoyaremos. Por otra parte, también debemos impedir las persecuciones discriminatorias, racistas y de otro tipo respecto a las poblaciones que están aquí, a veces desde hace mucho tiempo, a veces de tercera generación, y que no han hecho sino llevar a cabo a nivel mundial la clásica emigración del campo a la ciudad y del campesinado al proletariado. Hay dos aspectos concernientes a esta cuestión: un aspecto internacionalista y un aspecto nacional o local, y hay que tener en cuenta ambos.
P: Siempre respecto a la cuestión de los emigrantes, hoy en Europa es un reto fundamental para los medios de izquierda y progresistas. En su opinión, ¿en qué medida es importante articular la lucha del «proletariado nómada» instalado en Europa con las luchas sociales de los movimientos de izquierda? ¿Cuáles son, en su opinión, los retos y obstáculos en este tema?
Hay que tener en cuenta que en ciertos aspectos esta cuestión no es tan nueva como parece. Veamos, por ejemplo, la historia del proletariado francés en el siglo XIX. Durante mucho tiempo este proletariado estuvo constituido por lo que se puede denominar «emigrantes nacionales», que venían de Auvernia, de Bretaña o de lo más recóndito de los Pirineos, pero a quienes los habitantes de las grandes ciudades consideraban emigrantes. La mejor prueba es que tenían una cartilla de obrero. Desde esa época ha existido la cuestión de los papeles y de los obreros sin papeles. Si no tenías esa cartilla, la policía te podía enviar de vuelta al campo. No hay que olvidar que esta cuestión fue la motivación directa de la gran insurrección de junio de 1848: la consecuencia del cierre de los Talleres Nacionales, fábricas en las que estas personas trabajaban, fue que hubo que expulsar a todas ellas. Se rebelaron y con la represión del ejército tuvimos una de las mayores masacres obreras en las calles de París.
Las cuestiones políticas son a menudo menos nuevas de lo que se cree. La cuestión de los emigrantes no es sino la ampliación a nivel mundial del problema general de la procedencia de la fuerza de trabajo obrera. Las personas ya no vienen solo de Auvernia o de Bretaña, sino que vienen de África, Oriente Próximo, Asia, Europa central… Huyen así de las mortíferas guerras civiles y tratan de protegerse. La consideración progresista (ni siquiera comunista, sino progresista) supone naturalmente que se integran estas circunstancias, aunque sin abandonar el hecho de que hay en sus países problemas políticos de la mayor importancia y que hay que tratar, estoy de acuerdo con ustedes en este punto. Hay que ser solidario en ambos frentes. Es una máxima en mi opinión fundamental, la vía por la que el proletariado (incluido, e incluso sobre todo, su componente nómada) se constituye como fuerza política en nuestros países. Yo mismo me ocupé mucho de las fábricas en las décadas de 1960 y 1970. Trataba con muchas personas marroquíes, argelinas, malíes, senegalesas, mauritanas… En ese sentido, incluso la creación de núcleos comunistas dentro de las fábricas era a su manera una actividad internacionalista. Y además también hay que mostrarse solidario con estas personas en lo que concierne a las luchas que se llevan a cabo en sus países y en las que podrían participar.
Insisto en el hecho de que el proletariado siempre ha sido nómada en un sentido porque la propaganda trata de presentar todo esto (los refugiados, los viejos jubilados argelinos, los jóvenes parados de origen africano) como un fenómeno completamente nuevo, una invasión del país por parte de personas a las que no se conoce, etc.
Pasé mi infancia en Toulouse, que era una ciudad poblada de proletarios españoles que habían huido en la guerra civil cuando los republicanos vencidos se replegaron en el sur de Francia. Puedo asegurarles que se decía de estos refugiados españoles, en su mayoría cristianos, exactamente lo mismo que se dice hoy de los marroquíes, los sirios o los malíes, en su mayoría musulmanes. Así, por medio de la opinión pública en mi infancia aprendí que los españoles no eran como nosotros, que eran unos bárbaros. Lo que más se aportaba como prueba del hecho de que no estaban verdaderamente civilizados es que no sabían qué era una bañera y que creían que ahí era donde se ponía el carbón. Son historias significativas en lo que respecta al racismo social. Hoy se afirmará de buen grado que la prueba de que los árabes son unos bárbaros es que sus mujeres e hijas llevan un pañuelo en la cabeza. ¿Quizá estas mujeres desconocen qué es una boina o un paraguas?
En realidad, la constitución del proletariado siempre ha sido problemática desde el punto de vista de la estupidez nacionalista, la mentalidad torpe y violenta de las «identidades» que se creen superiores. En la Inglaterra del siglo XIX, otro ejemplo, se adoptaron unas leyes extremadamente feroces respecto a lo que se puede denominar los «emigrantes interiores». Cualquier persona que no pudiera decir de dónde venía, a dónde iba y por qué podía ser colgada por el delito de vagabundeo. Como he mencionado, en nuestro país existía la cartilla del obrero: en cuanto la situación económica lo exigía se devolvía a la gente a su pobre provincia.
Ahora bien, esto es exactamente lo que ocurre en Francia. Desde hace décadas mi país sufre los efectos en el pueblo de una desindustrialización enconada. En una veintena de años, no más, se ha desmantelado el sistema general de las grandes fábricas que rodeaban París. Evidentemente, esto creó un paro generalizado, incluidos los jóvenes. Cuando se tiene a una persona cuyos abuelos fueron obreros aquí y que ha nacido ella misma en Francia, lo mismo que sus padres, ¿se la va a enviar al sur de Marruecos? ¡Es completamente aberrante!
Todas estas viejas cuestiones siguen siendo cuestiones fundamentales del progresismo moderno y, por supuesto, de la reconstrucción de una política comunista.
P: en una entrevista reciente de la periodista Aude Lancelin usted afirmaba en esencia que las promesas incumplidas eran consustanciales a la política. ¿La solución no es el referéndum revocatorio, propuesto por Jean-Luc Mélenchon y ya aplicado en algunos países de América Latina, que permite cuestionar por medio de un referéndum el mandato de los cargos electos que hagan lo contrario de lo que prometieron, como François Hollande, por ejemplo?
Sí, sería interesante. Pero puede que a pesar de todo siga siendo un tanto intraparlamentario, un poco demasiado ligado al sistema electoral dominante. Se trataría solo de una especie de juicio público de las promesas incumplidas. Además, se podría imaginar que estuviera organizado por la oposición. Por ejemplo, sería muy extraño ver a la derecha francesa provocar una votación con el tema «Hollande no ha cumplido sus promesas».
P: Pero, a fin de cuentas, el pueblo es quien decide si es o no el caso…
Sí, pero el pueblo electoral es una noción bastante confusa. Entre el pueblo electoral y el pueblo político hay una diferencia capital: el pueblo electoral también se compone de muchas personas indiferentes o sumisas. Incluso son la mayoría.
Estoy totalmente de acuerdo en llevar a cabo una campaña sobre el hecho de que la promesa incumplida es una figura absolutamente constitutiva de la vida política actual y que si hay quien padece particularmente esta enfermedad, es la izquierda. A lo largo de mi historia personal he tenido contacto de manera casi sistémica con las promesas incumplidas del Partido Socialista. Entré en política cuando tenía 18 años porque a principios de 1956 el Partido Socialista había tomado el poder con la consigna «Paz en Argelia» y tres meses después enviaba allí un contingente, llevaba a cabo ahí la guerra sin piedad, autorizaba la tortura, etc, etc. Aquello empezó así. Hollande pertenece a esta familia.
P: Precisamente, cuando personas como Hollande y Valls se pretenden de izquierda, aunque no lo sean en absoluto, y no digamos ya Macron, que afirma no ser ni de de derecha ni de izquierda, ¿no aparece ahora una nueva división entre los partidarios del Estado y de la propiedad colectiva (la verdadera izquierda), y quienes quieren privatizarlo todo?
Evidentemente es el debate central y la razón por la que, como decía, en cierto modo hemos vuelto a una época arcaica de la existencia de la «izquierda» (si se debe mantener esta manida categoría electoral) puesto que la cuestión del mantenimiento o no de la dictadura de la propiedad privada vuelve a ser absolutamente central. Es un criterio imponente aunque determinante de lo que constituye una orientación nueva, es decir, comunista.
Hay que reconocer que la última existencia formalmente aceptable de la «izquierda» en Francia fue la elección de Miterrand en 1981 porque el programa común que unía a los socialistas con los comunistas «ortodoxos» todavía era un programa muy crítico de la propiedad privada. Contenía unas medidas bastante radicales como, por ejemplo, la casi nacionalización de la totalidad del crédito y de los bancos. Hay que ver en ello el efecto de un último arranque programático del Partido «Comunista» antes de entrar en una prolongada agonía.
Este arranque solo duró dos años, después se acabó. Aquello ocurrió hace cuarenta años. Después nadie en el espacio parlamentario ha propuesto atacar al capital. Recuerdo que el propio Jospin, primer ministro socialista, había respondido en un tono absolutamente altivo cuando unas delegaciones obreras acudieron de la fábrica de Michelin en vías de desindustrialización a pedirle que nacionalizara esta fábrica: «¡De todos modos, no vamos a volver a la producción administrada¡». Había añadido que ni siquiera había que hablar de ello. Por consiguiente, hemos vuelto a la época en la que finalmente esta idea elemental, que estructuró la esperanza comunista durante dos siglos y que consistía en afirmar que la tarea prioritaria era atacar la dictadura del capital y la propiedad privada, está completamente desaparecida del espacio parlamentario desde hace unos cuarenta años. En efecto, cualquier política comunista debe volver a situarla en el centro de las discusiones y de los procesos organizados.
P: Quisiéramos abordar ahora la cuestión de los medios de comunicación. Al tiempo que la prensa occidental, controlada casi toda ella por multimillonarios, denuncia la desinformación que practican todas aquellas personas que piensa de otra manera se dedica a hacer a una propaganda sin precedentes tanto sobre cuestiones internacionales como cuando hay elecciones nacionales, como acabamos de ver en Francia. ¿Qué piensa usted de quienes dicen ahora que los medios son el segundo poder, después de las finanzas pero por delante de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial?
No es falso. Sin embargo, quisiera precisar que entre los medios de comunicación y el poder político hay más una relación de horizontalidad que una relación jerárquica que subordine los políticos a los caciques de la información. En definitiva, es evidente que a pesar de todo los medios siempre están más o menos obligados a designar su clientela política favorita. En Francia, por ejemplo, periódicos como Le Monde y Libération están obligados a mantener un barniz de centro izquierda, en el sentido parlamentario, no necesariamente en el que le damos ustedes y yo. Centro izquierda quiere decir algo que se parece a Macron o en todo caso algo que va de Macron a Hollande pasando por Ségolène Royal. El poder mediático es un poder tanto más determinante cuanto que en Francia, singularmente, el gran capital ha comprado el conjunto de los periódicos de gran tirada, con lo que no podemos espera de ellos sino lo que es favorable al gran capital. Pero en el mismo seno de este gran capital hay divisiones porque el viejo capitalismo más familiar, más provinciano, está vinculado a la derecha tradicional, a la de quienes apoyaban a Fillon y que están muy vinculadas a esta orientación política. En cambio, resulta sorprendente ver que los grandes proveedores de fondos de Macron son más bien personas como Niel, que pertenece al mundo del gran capital informático. Siempre ha habido una proyección política del hecho de que frente a un capital arcaico se despliegue un capital «moderno», cuyos paladines consideran que sería arriesgado para el propio capital fiarse ciegamente de unas tendencias extremadamente de derecha, sobre todo en el plano social, en el plano de la evolución de las costumbres. De modo que el reparto mediático de las opciones políticas y, tras ellas, de los grandes capitalistas, no se refiere en absoluto a las cuestiones generales de la gestión económica, a propósito de las cuales evidentemente están de acuerdo, sino sobre las cuestiones sociales. Es absolutamente evidente que personas como Macron u Hollande no ven inconveniente alguno en que exista el matrimonio homosexual o en que las mujeres sean ministras. Consideran que más vale ir en esta dirección, que eso no supone peligro alguno para la dictadura del capital y que incluso crea una pequeña clientela suplementaria. En mi opinión, es una de las razones de la grave crisis del partido de derecha dominate en Francia. En el fondo Juppé representaba una salida semiliberal, mientras que Fillon dio un golpe de Estado en el seno de la derecha movilizando durante las primarias al personal militante de la manifestación antihomosexual, lo más profundo de la reacción tradicional, del viejo petainismo burgués. Dio un golpe de Estado en el interior del partido republicano y eso provocó la catástrofe general y la necesidad de hacer surgir a Macron como muñeco político «nuevo».
Estoy de acuerdo en que actualmente los medios, el personal político y las finanzas se encuentra todo ello en un sistema de conexiones extremadamente estrecho. Pero creo que también hay capitalistas que consideran importante que la dictadura capitalista pueda presentarse como moderna y no esté demasiado estrechamente ligada a las fuerzas sociales exageradamente conservadoras, católicas, racistas, etc. Por consiguiente, existe un conflicto interno dentro de la derecha entre modernidad y tradición. Macron será elegido como «moderno».
P: La propaganda mediática trata de desacreditar a quien no le gustan utilizando indiscriminadamente términos negativos como «populismo», pero también «dictadura», «totalitarismo» e incluso «terrorismo». ¿No cree usted que actualmente vivimos en un régimen caracterizado por el totalitarismo del dinero, la dictadura de los mercados e incluso el terrorismo de las agencias de calificación contra ciertos Estados?
Sí, por supuesto, creo que todas estas palabras despectivas se podrían volver contra sus autores, sin la menor duda. Por ejemplo, se ve que unos gobiernos socialistas ordenan graves acciones de discriminación policial. Yo mismo, que desde mi más tierna infancia lucho contra los socialdemócratas, me he quedado estupefacto al ver que las funciones de Valls han consistido en explicarnos ¡que un problema muy grave de Francia era el de las personas nómadas de origen rumano! ¡Era inimaginable! Y que diera instrucciones para que se destruyeran los campamentos de estas personas. ¿Era esa la cuestión fundamental del nuevo primer ministro socialista de Francia? Sin duda se puede aplicar a este Valls una de las palabras de ustedes acaban de mencionar y muchas otras. La logomaquia despectiva utilizada por los medios se podría volver perfectamente contra los propios medios y contra quienes son sus servidores. Habría que tratar de hacer que la opinión pública dejara de consenti este tipo de lenguaje y vocabulario. Incluso he criticado el uso desenfrenado de la palabra «atentado» porque en realidad el atentado de los anarquistas rusos contra el zar, por ejemplo, no tiene nada que ver con los asesinatos en masa de unos locos. Creo que la rectitud del lenguaje político, su precisión, es algo que hay que conquistar y salvar.
P: Le hemos oído decir que no vota desde 1968, desengañado por la oleada reaccionaria que siguió a los acontecimientos de mayo. ¿Quiere eso decir que no cree en la posibilidad de un cambio verdadero por medio de las urnas y qué solución alternativa preconiza entonces usted para tratar de cambiar el mundo?
En Francia el parlamentarismo se estableció progresivamente en el siglo XIX y su victoria definitiva data de la Tercera República, es decir, de 1875. Desde esta fecha a día de hoy, ¿qué valor progresista o qué posibilidad de cambio efectivo ha puesto a la orden del día el parlamentarismo? Se basó en la represión de la Comuna de París en 1871. Ahí fue donde los primeros republicanos se afilaron los dientes, por así decirlo, con 30.000 obreros muertos en las calles de París. Después llevó a cabo las expediciones coloniales más feroces de nuestro país y comprometió a Francia en la guerra de 1914, gigantesca masacre donde se adoptó la costumbre de contar los muertos por millones, pero que no sirvió de nada puesto hubo que empezar otra vez veinte años después. Una cámara republicana, elegida regularmente, es la que dio plenos poderes a Pétain. En mi juventud fue una cámara socialista la que emprendió la guerra de Argelia. Se podrían citar muchas otras «hazañas» de este tipo de las que ha sido culpable nuestra famosa República, ya se trate de la Tercera, de la Cuarta o de la Quinta. Por ello no veo interés alguno en estudiar los proyectos de la Sexta República, propuestos por Lordon o Mélenchon.
Finalmente, solo veo en total tres aparentes excepciones en siglo y medio que pudieron hacer creer por un instante que las elecciones eran capaces de otra cosa.
La primera es el Frente Popular en 1936. Su elección suscitó algo de naturaleza muy diferente: la primera gran huelga general de obreros franceses. Hay que señalar que eso no es puramente electoral. Y Blum, primer ministro electo, escribió negro sobre blanco que había recibido esta huelga «como una bofetada», es decir, como algo que, en efecto, no obedecía a las reglas del juego. El Frente Popular suscitó grandes esperanzas, se votaron leyes sociales, pero aquello terminó en 1937, ¡al cabo de un año había acabado! Terminó debido a unas decisiones deplorables, como la de no intervenir en la guerra de España o cosas por el estilo, mientras que Blum anunciaba, exactamente como hará más tarde Mitterrand, que era «la pausa». Y la pausa quería decir el final. Y esta misma cámara, que había votado las reformas de 1936, es la que en 1940 votó otorgar plenos poderes a Pétain. Esta es la primera excepción.
La segunda excepción fue la cámara constituida tras la Liberación, en 1944 – 45. Entonces tuvimos un gobierno en el que participaban comunistas y una burguesía francesa totalmente desacreditada por haber apoyado a Pétain y la colaboración durante toda la guerra. Una vez más se aprobaron leyes sociales, algunas de las cuales continúan en vigor todavía hoy, aunque se cuestionan e incluso están en vías de ser eliminadas. Se nacionalizaron algunos sectores cuyos patrones habían trabajado con los nazis, pero se empezó a privatizarlos en la década de 1980. Esta experiencia de 1945 acabó en 1947. En esa fecha los comunistas abandonaron el gobierno y se acabaron o se enterraron las reformas.
Por lo que se refiere al tercer episodio, fue la elección de Mitterrand en 1981 con un programa que, como he dicho, comportaba por primera vez varias cosas importantes concernientes a la propiedad de los capitales. Pero apenas dos años después había terminado ese paso anticapitalista. El gobierno Balladur desmanteló totalmente todo el programa de la «izquierda unida». Y que yo sepa, Mitterrand en absoluto vio un posible motivo de dimisión en echar abajo todo lo que había anunciado y empezado a construir. Es más, en adelante no hizo nada en esa dirección, no volvió a nacionalizar nada, ¡a pesar de que todavía permaneció once años en el poder!
Por consiguiente, en primer lugar constato que el régimen electoral francés fue el autor, ya fuera con la izquierda o con derecha en el poder, de una sucesión ininterrumpida de cosas espantosas. Y, en segundo lugar, que en total hubo tres excepciones, que duraron como máximo dos años y cuya herencia se ha aniquilado totalmente. Por lo tanto, no tengo razón alguna para creer que las elecciones puedan proponer algo de positivo a un verdadero militante comunista. No puedo creer que un movimiento electoral pueda encarnar la existencia de otra posibilidad, de otra estrategia. El parlamentarismo no es sino la fórmula política ajustada a la dominación capitalista.
Por consiguiente, vuelvo a mis consideraciones iniciales: en primer lugar hay que formular claramente una hipótesis alternativa y a continuación hay que organizar directamente a la gente en torno a esta. Si en un momento determinado se considera útil entrar en el juego electoral es una cuestión de oportunidad, pero a todas luces solo puede ser una decisión táctica, no puede ser una decisión estratégica. No se puede hacer con la esperanza de que como se ha elegido a unas personas se ha ganado la partida o se puede ganar ahora. Eso va a depender exclusivamente tanto del movimiento de masas y de su nivel de conciencia y de pensamiento como de la fuerza de sus organizaciones. Se puede utilizar la palabra «revolución» si se quiere. En todo caso va a depender de la política colectiva, de la política organizada y de las grandes revueltas obreras y populares, a una escala cada vez mas internacional porque el propio capitalismo es internacional y en ese aspecto vamos con retraso respecto a él. Todavía seguimos muy encerrados en lo nacional. Los grandes capitalistas están cómodos en Shanghai, San Francisco o Buenos Aires, pero nosotros no lo estamos tanto políticamente. Y, en todo caso, creo que hay que acabar con el mito de la democracia electoral, incluido en la opinión pública e incluso sobre todo en ella.
P: En su último artículo usted afirma que uno de los elementos sin el que nunca se pondrá fin a nuestra actual servidumbre frente al sistema capitalista es una organización sólida con vistas a establecer los elementos constitutivos de la vía comunista. Afirma que eso representa un punto vital en la constitución de una alternativa progresista válida a largo plazo. En su opinión, ¿cuál es el elemento central que falta a las organizaciones de la izquierda radical, de los comunistas, para garantizar esta solidez organizativa de base?
Es un problema complicado porque me parece que la mayoría de las organizaciones que mantienen con vida la hipótesis comunista en el mundo lo hacen sin haber establecido completamente el balance de lo hecho en el pasado. Como si en cierto modo ellas garantizaran una continuidad. Esta continuidad puede ser una continuidad estalinista, trotskista, maoísta, pero me parece que lo que falta (y me hago este reproche a mí mismo) es un balance la experiencia comunista del siglo XX que sea un balance progresista, es decir, que no sea el mismo balance que el del enemigo, pero que tampoco sea la idea de que podemos pura y simplemente continuar. Los Estados socialistas del siglo anterior no lograron desplegar completamente la hipótesis comunista y hacerla irreversible históricamente. Nosotros mismos debemos sacar las enseñanzas de este fracaso, reteniendo también lo que estuvo bien hecho, incluso lo que fue notable. Personalmente creo que la Revolución de Octubre fue un acontecimiento sin precedentes en la historia. Es la primera vez que se emprende la construcción de una sociedad que no esté bajo la dictadura de la propiedad privada. ¡No se había emprendido desde el Neolítico! Lo digo en serio, es un proyecto que no había existido desde el Neolítico porque la propiedad privada no es simplemente el capital, la propiedad privada existe desde siempre, desde la aparición de los Estados. Por consiguiente, hay que continuar en ese sentido, extrayendo de lo que ha tenido lugar su carácter creador e innovador. Pero al mismo tiempo es necesario que nos rindamos cuentas a nosotros mismos, y que rindamos cuentas a la gente, de las razones internas del fracaso. Por supuesto, ha habido presión externa, presión capitalista, lo que no impide que todo se haya desmoronado y tenemos que saber por qué. Es necesario que quienes continúan sepan por qué y que, por lo tanto, encuentren sus propias razones para continuar sabiendo qué ocurrió realmente, proponiéndolo y explicándoselo a la gente. Ahora bien, es evidente que todo esto gravita en torno a la cuestión del Estado. Creo que en cierto sentido estas empresas han sido contrarias a la hipótesis general marxista que era la de una decadencia del Estado. Se trataba de empresas violentamente estatales que entendieron la dictadura del proletariado como la dictadura del propio comunismo, lo que no es en absoluto lo mismo. Así pues, creo que debemos tener nuestra propia conciencia histórica.
Sobre ese punto, el segundo episodio sin precedentes en la historia es la Revolución Cultural en China. ¿Por qué? Porque, precisamente, puso a la orden del día la cuestión del comunismo en su difícil relación con la del poder del Estado. Durante años la juventud estudiante y millones de obreros actuaron, pensaron y escribieron en un desorden extremo pero extremadamente movilizador para rectificar el curso de las cosas y animar el devenir comunista. Finalmente fracasaron, pero es imperativamente necesario partir de su experiencia.
Hoy en día lo que domina la opinión pública y, de hecho, una opinión sumisa al tiempo que inquieta, es que ha interiorizado un «balance» del comunismo hecho por quienes siempre han sido enemigos jurados del comunismo. Este supuesto balance se resume en una máxima: «No existe una política comunista, no ha existido y nunca existirá».
Pues bien, ya veremos.
2 de junio de 2017
[Traducido del francés para Boltxe Kolektiboa por Beatriz Morales Bastos.]
Fuente de la primera parte: http://www.investigaction.net/entretien-avec-alain-badiou-12-nous-devons-tirer-notre-propre-bilan-des-experiences-du-passe/
Fuente de la segunda parte: http://www.investigaction.net/fr/entretien-avec-alain-badiou-22-democratie-et-medias/
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