Cuando se conoció la noticia de que la vicepresidenta de una de las «organizaciones de trabajadoras-es del sexo» consultada por Amnistía Internacional en política sobre prostitución había
sido condenada por tráfico de seres humanos y proxenetismo, muchas abolicionistas se sintieron
horrorizadas, pero no sorprendidas, ya que «los derechos de las trabajadoras del sexo» cada día se
utilizan más como eufemismo de los derechos de los proxenetas, los propietarios de burdeles y de
los hombres que pagan por sexo. El discurso del «trabajo sexual» ha hecho posible que «el oficio
más antiguo» se convierta en la profesión más moderna del mundo. La prostitución ya no es
considerada como un vestigio medieval patriarcal, sino subversiva, liberadora, incluso feminista.
A los movimientos feministas se les vendió la prostitución como el derecho de la mujer a su propio
cuerpo; a los neoliberales, como un símbolo del libre mercado; a la izquierda, como «trabajo sexual»
que necesita sindicatos y derechos laborales; a los conservadores, como un acuerdo privado
convenido entre dos personas al margen de toda intervención social; al movimiento LGTB, como
sexualidad que exige su derecho a expresarse. La prostitución se convirtió en un camaleón capaz
de adaptarse a todas las ideologías. Y cuando la izquierda abraza la prostitución como «trabajo», lo
hace pasando por alto que el marxismo considera el trabajo como algo intrínsecamente alienante
que debería ser abolido y el resultado de la pérdida de la capacidad de trabajadores y trabajadoras
a decidir sobre sus propias vidas. Otro elemento ausente es la conciencia sobre la forma utilizada
por el capitalismo para expandirse de manera incesante en cada vez más dimensiones de nuestra
vida, haciéndonos ver nuestros cuerpos y mentes como meras mercancías.
El discurso del trabajo del sexo fue inicialmente un discurso marginal surgido en el ambiente
político creativo y caótico de California. Obtuvo relevancia cuando el gobierno holandés lo
promocionó con miras a preparar el terreno a la re-legalización de la industria del sexo. Holanda,
con su floreciente industria sexual, tenía a todas luces un interés económico en obtener impuestos
de ella. El argumento de que la prostitución era un trabajo como cualquier otro resultó ser muy útil.
Pero si la prostitución tenía que ser considerada una profesión, era fundamental que hubiera
sindicatos, y así fue cómo la organización De Rode Draad (El Hilo Rojo) se convirtió en el primer sindicato de este tipo en el mundo. De Rode Draad fue fundado por el gobierno holandés y
presentado como el sindicato de las «trabajadoras del sexo», pero fue financiado con dinero público
desde el momento de su creación y su dirección siempre estuvo en manos de sociólogos y
sociólogas, no de personas en situación de prostitución. Hay hoteles en Ámsterdam que ponen a
disposición de los turistas folletos en los que se les asegura que no deben sentirse culpables de
pagar por sexo, ya que «muchas» prostitutas pertenecen al sindicato De Rode Draad.
Las referencias a este sindicato son algo prácticamente insoslayable en los libros sobre feminismo
de los años 80. Y sin embargo, De Rode Draad nunca llegó a tener más de cien miembros, jamás
intervino en un solo conflicto laboral en un burdel y sus representantes, como el sociólogo Jan
Visser y la investigadora y escritora Sietske Altink, no tenían ninguna experiencia en prostitución.
Sietske Alkink, en el transcurso de una conferencia en 2009, dijo que la demanda de prostitución
disminuiría «ya que las mujeres casadas han mejorado mucho en cuestión de sexo». Actualmente
trabaja en el Comité Internacional por los Derechos de las Trabajadoras y los Trabajadores del Sexo
en Europa (ICRSE), en el que ‑curiosamente- nos encontramos a menudo con los mismos políticos,
universitarios y trabajadores sociales apareciendo una y otra vez y construyendo su carrera
page profesional a base de hablar del derecho a hacer algo que ellos personalmente no han hecho.
Dado que la industria del sexo ha aumentado en el mundo entero, el discurso del trabajo sexual ha
adquirido un estatus hegemónico. Y así fue cómo segmentos de la izquierda y del movimiento
feminista se tragaron el anzuelo de la propaganda con el plomo y el sedal: luchar a favor de la
prostitución se convirtió en luchar por la libertad. Resulta cuando menos extraño. Hace cien años,
la lucha contra la prostitución era un asunto crucial tanto para el movimiento obrero como para el
movimiento de las mujeres. Recordemos aquellos carteles del sindicato británico de estibadores
que se hicieron tan populares y en los que se leía «No pararemos hasta barrer toda la miseria, la
prostitución y el capitalismo» y «An injury to one is an injury to all», que las feministas convirtieron en la consigna «Nos tocan a una, nos tocan a todas». Los estibadores tenían claro que la prostitución condenaba a sus hermanas de la clase obrera a ser utilizadas por los hombres de clase alta y no estaban dispuestos a permitirlo.
Por lo que se refiere al movimiento de las mujeres, lucharon contra la prostitución antes incluso de
exigir el derecho al voto: acabar con la trata de esclavos y esclavas era lo más urgente y prioritario.
La prostitución no ha cambiado. Sigue siendo la misma industria, los mismos hombres con dinero
comprando mujeres pobres, la misma explotación, la misma violencia y la misma trata (aquello que
en el pasado se llamaba «trata de blancas»). Lo que cambió fue la etiqueta. Como dice Sonia
Sánchez, una mujer argentina superviviente de la prostitución: «Existe un feminismo que es muy
útil para los proxenetas, un movimiento sin movimiento, liderado casi exclusivamente por
universitarias, muy lejos del feminismo popular». Pasé cuatro años viajando por Europa y
estudiando las organizaciones del «trabajo sexual» para mi libro L’être et la marchandise (El ser y la mercancía). Vi cómo se repetía siempre el mismo patrón: una organización de «trabajo sexual» con web muy elaborada y una presencia en las redes impresionante, con cientos o miles de miembros con experiencia en trabajo sexual que en realidad eran tres que quedaban para tomar café.
Eso es lo que ocurría, por ejemplo, con el grupo francés Les Putes (ahora llamado STRASS).
También era frecuente encontrar a personas relacionadas con la investigación o con ongs copando
la junta directiva mientras que sólo había una persona en la organización con experiencia en
prostitución. Esta persona era la única, por supuesto, que hablaba con los medios, como era el caso
del ICRSE (International Committee on the Rights of Sex Workers in Europe). En el caso de la
organización española Ambit DonaAmbit Donà, no contaban ni con una sola persona ejerciendo la prostitución, por mucho que aseguraran «defender el derecho a ser putas».
A veces, los grandes sindicatos contaban con una sección para las personas en situación de
prostitución, como era el caso de CCOO en España o el sindicato Ver.di alemán, con escasos
resultados. Ni una sola persona en situación de prostitución se afilió a CCOO. En la sección sindical alemana de las trabajadoras sexuales me dijeron que «nunca habían tenido más que unas cuantas afiliadas» y que nunca habían tenido ningún conflicto laboral, a pesar de que la industria de la prostitución alemana es la más importante de Europa, con más de un millón de personas vendiendo sexo todos los días. Igual de decepcionantes fueron los resultados de la regulación en Alemania: sólo un 1% de las mujeres prostituidas se registraron como «trabajadoras sexuales».
Cuando el Estado se preguntó la razón y realizó una encuesta, muchas mujeres en situación de
prostitución respondieron que lo que ellas deseaban era dejarla tan pronto como pudieran y que no
querían ver la prostitución más que como una solución temporal. Huschke Mau, una superviviente
alemana de la prostitución, escribió: «Como la mayoría de prostitutas, yo no me registré como tal
porque tenía miedo de no poder dejarlo si lo hacía. Porque tenía miedo de que me preguntaran por
qué ya no quería seguir trabajando como prostituta si era un trabajo como otro cualquiera. Y eso
fue exactamente lo que pasó cuando quise dejarlo. Busqué ayuda en la sanidad pública y sólo recibí
incomprensión. Y no conseguí salir.
¿Qué se supone que tenía que decir en la oficina de empleo si iba a pedir una prestación para poder
page pagar el alquiler y la comida sin necesidad de tener que chupar diez pollas cada día? ¿No me
preguntarían cómo me había ganado la vida en los últimos tres meses? Y si se lo dijera, ¿no me
preguntarían por qué no quería seguir haciéndolo, habiendo un burdel fantástico allí cerca que me
podía contratar? Una mujer que había tenido que volver a las organizaciones «de trabajo sexual»
con la esperanza de encontrar refugio me contó que la usaron sólo como herramienta de
propaganda.
TAMPET, otra organización holandesa, recibe millones de euros de la Unión Europea para luchar
contra el VIH, pero utilizan ese dinero para repartir condones entre las mujeres inmigrantes y en
hacer campaña a favor de la despenalización. Cuando hablé con su representante, otra trabajadora
social, me contó que a menudo las mujeres le pedían que las ayudara a salir de la industria del
sexo y que ella les respondía que su trabajo no era sacar a las mujeres de ahí, sino enseñarles a ser mejores prostitutas. A veces, tras la fachada de los derechos de las «trabajadoras sexuales», hay hasta proxenetas.
Es lo que ocurre con Douglas Fox, que se autodenomina «chico escort independiente», aparece a
menudo en los medios hablando de los derechos de los trabajadores y las trabajadoras sexuales y
de lo malo que es el feminismo. Esto es lo que dice Huschke Mau de ese fenómeno que nos
encontramos a nivel internacional: «Cuando habláis de BesD (Berufsverband erotische und
sexuelle Dienstleistungen, organización alemana de trabajadoras sexuales), os referís a ella como
«una organización de trabajadoras sexuales organizadas», pero ¿os dais cuenta que sólo representa
al 0,01% de las prostitutas alemanas? ¿Qué tipo de organización de prostitutas es ésa que incluye
también a los propietarios de los burdeles? ¿Explotadores que crean un sindicato para
representar a las trabajadoras? Que un patrón no tenga los mismos intereses que los trabajadores
y las trabajadoras es algo obvio para la izquierda, excepto cuando se trata de prostitución».
Y así fue que el International Union of Sex Workers (IUSW) fue rápidamente invitado a incluirse
como sección dentro del gran sindicato británico GMB y ahí sigue. La idea de organizar
«sindicatos de trabajadoras del sexo» es muy poderosa. Sin embargo, en el transcurso de mi
investigación, no encontré ni una sola organización que funcione verdaderamente como un
sindicato; es decir, que haya sido creada y financiada por sus miembros, se componga únicamente
de personas de ese sector y tenga como adversarios naturales a empresarios y otras personas que
obtienen beneficios del sector. La mayoría de estos grupos forman parte en realidad de un lobby
que pretende a toda costa legalizar todos los aspectos de la industria del sexo a través del
etiquetado de la prostitución como «trabajo».» Los sindicatos en general hablan de problemas
profesionales, de las largas jornadas de trabajo, de los riesgos y de la lucha por los beneficios que genera la actividad profesional.
Pero lo más extraño de los auto-denominados sindicatos de «trabajadores-as del sexo» ‑aparte de
no contar con afiliación y de su total fracaso en llevar adelante denuncias laborales contra
proxenetas y propietarios de burdeles- es su insistencia en que el «trabajo sexual» es estupendo. Y,
sin embargo, la prostitución presenta unos índices de riesgos laborales que pocos trabajos tienen:
un 82% de las personas en situación de prostitución han sido físicamente agredidas, el 83% han
sido amenazadas con un arma y el 68% han sufrido violación. La tasa de mortalidad entre las
mujeres que se dedican a la prostitución es más elevada que la de cualquier otro grupo femenino,
incluso mayor que la de mujeres sin techo y mujeres toxicómanas.
¿Un sindicato que de verdad representara a las personas en situación de prostitución no debería
hablar de estas cosas? Pues muchas de las organizaciones arriba mencionadas hacen justo lo
contrario: enmascaran los problemas. Sólo dicen lo mucho que empodera estar en la prostitución,
que es una verdadera liberación del patriarcado y una excelente manera de desafiar sus límites.
Dejadme que os diga que eso es algo que nunca vais a oír en la calle.
Kajsa Ekis Ekman (Estocolmo, 1980) es una escritora sueca. Es miembro del Centro Sueco de Estudios Marxistas y da conferencias en los cinco continentes sobre derechos de las mujeres, teoría de la crisis económica y capitalismo. Escribe para el diario sueco Dagens Nyheter.
20 de abril de 2017
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=225468
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