«Esta atmósfera de violencia, de amenaza, estos cohetes lanzados al aire no asustan ni desorientan a los colonizados. Hemos visto que toda su historia reciente los predispone a «comprender» esta situación. Entre la violencia colonial y la violencia pacífica en la que está sumido el mundo contemporáneo existe una especie de correspondencia cómplice, una homogeneidad. Los colonizados se han adaptado a esta atmósfera. Por una vez, están en sintonía con su tiempo.»
«Hay un tiempo para enterrar a los muertos, un tiempo para afilar las armas; hay un tiempo para que el tiempo pase a nuestro antojo, para que se afiance nuestro valor. Y somos nosotros, nosotros, los dueños del tiempo.»
Israel es un proyecto fallido, y no solo desde el punto de vista moral. Considero que, a estas alturas, se trata de un simple hecho histórico. Un Israel que haya normalizado su estatus en el mundo y en la región, que gobierne de forma estable a las poblaciones sometidas a él, sin practicar el apartheid ni la expansión territorial permanente, que declare sus fronteras, un Israel que no se apoye en la violencia discrecional y extralegal de los colonos y en una situación de guerra permanente, un Israel así nunca llegará. Ya ha terminado. Se trata, en el mejor de los casos, de una vieja fantasía descolorida, pero mortal. El tipo de fantasía a la que uno se aferra más por despecho que por verdadera convicción. En cierto sentido, que merece ser precisado, ya vivimos en el mundo posterior a esa posibilidad, el mundo posterior a Israel.
La persistencia de la vida palestina y su negativa a morir y desaparecer convierten a Israel en un futuro pasado. Y cualquier visión de una coexistencia no colonial en la Palestina histórica debe partir de este reconocimiento.
Lo que vivimos hoy es el fin del sionismo. No se trata de ser optimistas. Los finales coloniales pueden durar mucho tiempo; casi siempre son muy brutales. Pero su brutalidad ya es el anuncio de la derrota final1. Los finales coloniales se definen por un abanico de opciones cada vez más reducido y por el hecho de que cada movimiento conduce exponencialmente más rápido hacia el final. El fin del sionismo no ha surgido simplemente del resurgimiento de las contradicciones inherentes al proyecto israelí. Ha surgido de la persistencia de un largo siglo de lucha anticolonial de Palestina que, en las últimas dos décadas, ha representado el desafío más sostenido al poder colonial en generaciones, una nueva guerra de liberación nacional.
A este respecto, debemos ser claros y no disculparnos: la guerra de liberación nacional palestina plantea un desafío irresoluble al orden colonial. El sionismo no está fracasando. El sionismo está siendo derrotado.
La carga a ciegas de Israel en una frenética campaña genocida en Gaza solo puede entenderse en el contexto de la trayectoria histórica global de la lucha por Palestina, que hoy alcanza un punto de inflexión. En otras palabras, esta situación surge del callejón sin salida en el que se encuentra el proyecto sionista. El sionismo se encuentra en un callejón sin salida porque se define por la conquista permanente. Es un proyecto que, enfrentado a un arco de resistencias, se encuentra bloqueado en el tiempo, incapaz de superar su momento fundacional, incapaz de perpetuar y finalizar el despojo en regímenes estables de propiedad y derecho, incapaz de superar el pasado. Los órdenes políticos que no pueden cerrar sus momentos fundacionales de conquista y relegar la violencia de esta conquista al inconsciente político son órdenes vulnerables. Son órdenes inestables.
El objetivo del sionismo, su razón de ser, siempre ha sido el establecimiento de un Estado judío racialmente puro o mayoritario en Palestina y sin embargo hoy se encuentra gobernando y dirigiendo a más de siete millones de súbditos palestinos —más de la mitad de la población que controla— a los que no tiene ni la intención ni la capacidad de absorber jamás como miembros de su cuerpo político nacional. Se trata, sencillamente, de una contradicción irreconciliable. Desde el punto de vista del Estado racial, es un desastre inmunológico que no solo significa que el Estado debe seguir definiéndose formal o legalmente en términos raciales (y no puede pasar nunca a los dispositivos de igualdad formal de la democracia liberal), sino que también lo condena a una repetición constante de la violencia de la conquista. En el sentido histórico a largo plazo —y es precisamente este sentido y este horizonte temporal los que se imponen ahora — , el sionismo solo tiene dos opciones ante sí: la igualdad (y, por tanto, la autonegación) o el genocidio. El hecho de que opte tan claramente por el genocidio subraya hasta qué punto la eliminación de los palestinos es el deseo principal del sionismo, el objeto primario de su pulsión.
Desde el punto de vista de un proyecto de colonización en crisis, el genocidio no es irracional ni está motivado simplemente por la venganza. Para el sionismo, se trata de un retorno correctivo a un camino bloqueado. Se reclama a gritos y se siente como una necesidad vital porque podría permitir salir del atolladero, afrontar el reto. En realidad, el genocidio nunca está lejos de la superficie en los órdenes coloniales. Y aunque es solo uno de los muchos instrumentos de eliminación y negación de la identidad indígena (junto con el alejamiento, la asimilación y la ciudadanía indígena), históricamente hablando, resurge cuando la frontera aún está abierta y se pone a prueba.
En Palestina, el genocidio, incluso entendido dentro de los estrechos límites de la convención de la ONU, no como la masacre de individuos (lo que es más raro), sino como la destrucción intencionada de la capacidad de un pueblo para existir, siempre ha sido la condición de posibilidad del sionismo político: la Nakba fue en muchos sentidos un caso claro de genocidio, aunque todavía no pueda ser nombrado como tal2. Pero el hecho de que el genocidio como acontecimiento vuelva a aparecer, que pase de una lógica latente a una lógica actualizada, es un efecto de la magnitud del desafío que plantea la nueva guerra de liberación de Palestina a un proyecto de colonización ya bloqueado.
Es precisamente este sentimiento de que el momento es a la vez un callejón sin salida/frustración y una salida/libertad para el régimen colonial lo que explica la intensidad de la voluntad genocida abierta en la sociedad y el Estado israelíes. Me refiero a los llamamientos casi diarios a aplastar, borrar, arrasar, acabar; o en un lenguaje que apunta más directamente a las angustias inmunológicas de un orden racial amenazado: borrar (l’mchok) o purificar/desinfectar (l’tahir); o, quizá aún más revelador, en un lenguaje que codifica la incitación en llamamientos a completar la conquista fundacional: «Nakba 2.0», «despliegue de la Nakba de Gaza», «segunda guerra de independencia». Este doble sentimiento de impasse y salida también está presente en los afectos que se muestran con tanta frecuencia en las redes sociales israelíes en torno a las imágenes de muerte y destrucción en Gaza: alegría, burla, rencor, crueldad, necesidad de humillar. Es difícil explicar de otra manera la cantidad excesiva de imágenes y vídeos que circulan de soldados saqueando casas, desperdiciando comida, burlándose de los juguetes de niños muertos o desplazados, o posando con la ropa interior de mujeres muertas o desplazadas. Este colapso generalizado de la barrera represiva y de la inhibición en el discurso no puede explicarse simplemente por la nueva permisividad del deseo tabú; es también un efecto de las profundas frustraciones del impulso libidinoso atrofiado de este proyecto, ya que está controlado por un pueblo que «sabe» que es inferior en todos los sentidos, y al que, sin embargo, no puede vencer de forma decisiva, pero al que ahora puede humillar y castigar.
Frustraciones que aún hoy se traducen en la omnipresente réplica de que no se trata realmente de un genocidio porque «si quisiera, Israel podría borrar Gaza de la faz de la tierra». Una réplica que, por supuesto, solo delata hasta qué punto los partidarios de Israel quieren precisamente eso, pero son incapaces (por ahora) de lograrlo.
Esta mezcla de frustración y libertad es también la única forma de comprender la naturaleza de la violencia total y frenética que se ha abatido sobre Gaza. Una violencia que a menudo se califica de ciega, pero que en realidad es selectiva e intencionada y que no solo tiene como objetivo la destrucción generalizada, sino también los cimientos mismos de la vida colectiva habitable. Una violencia que incluye la imposición de un asedio total, la creación activa de condiciones de hambruna y enfermedades epidémicas, y ejecuciones sumarias masivas3 . ¿Cómo entender si no la destrucción de la mayoría de las viviendas de Gaza y la demolición de edificios enteros por parte del cuerpo de ingenieros del ejército tras los combates? ¿O los cientos de bombas de 2000 libras, que se encuentran entre las municiones convencionales más grandes del mundo y que matan o destruyen todo lo que se encuentra en un radio de varios cientos de metros, lanzadas no solo sobre barrios densamente poblados, sino también sobre barrios designados como «zonas de seguridad»? ¿O la devastación sistemática de todo el sistema de salud pública de Gaza, con casi todos los hospitales sitiados, invadidos o bombardeados repetidamente, y dos hospitales, entre ellos Al Shifa, el más grande de la franja, convertidos en campos de exterminio4 ? ¿O los más de 80 ataques contra la distribución de ayuda humanitaria5? ¿O la destrucción total de universidades, ayuntamientos, bibliotecas y archivos? ¿O el ataque sistemático contra las clases profesionales de Gaza, sus médicos, profesionales, periodistas, académicos, poetas y escritores? La ciudad de Gaza, última ciudad costera de Palestina y centro de la infraestructura vital de la Franja, ha quedado prácticamente destruida.
Esta producción activa de lo inhabitable, esta voluntad de destrucción, no puede explicarse simplemente por una «sed de sangre» o una venganza pasajera. Debe entenderse, histórica y emocionalmente, como la liberación de energías exterminadoras reprimidas durante mucho tiempo que, en el momento de mayor vulnerabilidad del proyecto, se sienten libres de perseguir el objeto que amenaza su deseo.
El tiempo de la iniciativa/Zaman al-Mubadara
Sin embargo, sería un error interpretar la coyuntura únicamente desde el punto de vista de un orden colonial que se siente asediado y busca una salida. Una lectura más profunda debe reconocer que, en cierto nivel, este asedio —el asedio de la fortaleza, el asedio de los asedios— es real y no solo el producto de las fantasías narcisistas de una sociedad colonial que teme su propia vulnerabilidad y su propio derrocamiento. En otras palabras, no se trata simplemente de que Israel, como todo orden colonial, esté obsesionado por la perspectiva de la reversibilidad de las relaciones de poder, sino de que, en las últimas dos décadas, ese derrocamiento se ha vuelto cada vez más posible, incluso probable.
El régimen sionista ha gestionado sus contradicciones durante las dos últimas décadas (desde el colapso de la fachada de un «proceso de paz» en marcha) esencialmente esperando el momento oportuno y gestionando los conflictos de forma letal en una temporalidad suspendida: asedio, contrainsurgencia permanente, detenciones y detenciones masivas, profundización del apartheid y la segregación, pacificación económica y economía de la ayuda humanitaria, y recurso a formas de autoridad autóctona siguiendo el modelo de los bantustanes. En Gaza, esto ha ido acompañado de campañas regulares de bombardeos y masacres que han sido presentadas por el Estado colonial como una forma de «cortar el césped», revelando así no solo el idílico suburbio estadounidense en el corazón de la imagen putrefacta que Israel tiene de sí mismo y su percepción de la vida palestina como una naturaleza muda e indisciplinada, sino también la naturaleza totalmente banal y repetitiva que esta violencia tiene para sus artífices: cortar el césped es algo rutinario y que no requiere pensar demasiado.
Pero el problema es que las formas de resistencia no permanecen inmóviles, sino que se desarrollan y ganan en profundidad, penetración y sofisticación año tras año. Las dos últimas décadas han sido testigo del crecimiento más pronunciado del movimiento de liberación palestino desde el fin de la revolución palestina en el asedio de Beirut en 1982 y la captura de sus principales partidos políticos para convertirlos en facilitadores efectivos de la ocupación israelí en Cisjordania una década más tarde. Esto queda claro si se consideran las formas de resistencia en toda su amplitud y globalidad: el activismo, la campaña de boicot y desinversión, las formas sostenidas de acción directa, el crecimiento del movimiento de solidaridad palestino y los profundos vínculos con los partidos de izquierda, los sindicatos y los movimientos de liberación de los negros y los indígenas en todo el mundo, y la lucha armada en Palestina y en la región.
Es la lucha armada y su arraigo en formas de vida resistentes lo que sigue siendo ilegible o inaccesible para tantos observadores contemporáneos. Y, sin embargo, no hay posibilidad de comprender esta coyuntura sin leerla en el arco histórico de una nueva guerra de liberación nacional que ha comenzado a plantear desafíos insuperables a la propia lógica del poder colonial en Palestina. Un arco que comienza con la liberación del sur del Líbano en 2000 —un acontecimiento de singular importancia histórica, ya que es la única vez que un territorio ha sido liberado de la ocupación israelí sin un reconocimiento más amplio del Estado israelí— y que incluye la derrota del ejército israelí en la guerra de 2006 en el Líbano, y la creciente capacidad de la resistencia palestina en Gaza durante las guerras de 2008 – 2009, 2014 y 2021. Estos acontecimientos se vieron reforzados por la Gran Marcha del Retorno en 2018, una ola de protestas populares que puso en tela de juicio el asedio de Gaza, pero que fue recibida con una violencia mortal aplastante, y por la Intifada de la Unidad en 2021, que vio, por primera vez en una generación, una movilización simultánea en todas las partes de la Palestina histórica. La Intifada de la Unidad también fue el punto de partida de una nueva organización de la resistencia armada en Cisjordania en zonas de autodefensa alrededor de los principales campos de refugiados.
Si bien el proyecto colonial ha tratado, durante este período, de detener el tiempo en lo que un alto asesor político israelí presentó en 2004 como una solución de formaldehído que «congelaría el proceso político»6, las facciones de la resistencia trataron de crear y abrir el tiempo, de fijar sus ritmos y tempos, en lo que denominan «el tiempo de la iniciativa».
Sin embargo, incluso entre aquellos de nosotros que nos dedicamos a la liberación de todos los pueblos de la Palestina histórica, persiste una cierta incapacidad o falta de preparación para leer este arco histórico, para reconocer su historicidad. Una incapacidad que se deriva, por un lado, de una incomprensión u olvido de lo que son las guerras anticoloniales de liberación nacional, hasta tal punto que a menudo se nos dice, de una manera que internaliza una mitología de la supremacía militar israelí, que la lucha armada aquí es inútil, contraproducente o, en el mejor de los casos, simbólica. Una incapacidad que, por otro lado, se deriva de la captura de nuestras gramáticas por políticas liberales de respetabilidad y reconocimiento, fundamentalmente incapaces de tratar la violencia política anticolonial más allá de marcos morales planos que privilegian invariablemente el poder del Estado y reifican las categorías jurídicas de la historia colonial7.
Aquí, la lucha armada solo se interpreta cuando traspasa un límite moral, y acabamos en una especie de desautorización moral performativa que encierra luchas anticoloniales enteras en las patologías del sadismo y la venganza (a solo unos pasos del lenguaje de la «barbarie» y la «salvajismo»). Esta incapacidad hace que amplios sectores de la izquierda mundial parezcan incapaces de hacer justicia a su propia historia revolucionaria en el presente.
Se trata de dos graves errores. El poder de la guerra de liberación nacional anticolonial no reside en una confrontación final decisiva. Rara vez hay una batalla final o un asalto al palacio. Se trata de una transformación progresiva de las modalidades de dominación del poder colonial; su temporalidad es la larga duración y nunca es una simple cuestión de aritmética material. Se trata siempre de abrir posibilidades políticas trastornando las relaciones de fuerza, por lo que se trata de una lógica de guerra fundamentalmente diferente8 de la guerra colonial genocida. Pero aquí debemos comprender la particularidad del poder colonial para entender lo que está en juego.
La lógica organizativa más primaria del orden colonial es la separación. Esta separación no es simplemente física o espacial. Es ontológica y psicoafectiva. Se trata de una separación entre el sujeto y el objeto, entre el cuerpo vivo y los «cuerpos-objetos» que lo rodean9. El colonialismo toma así las intimidades, los cuerpos, el trabajo, la tierra, las energías y las presencias indígenas entrelazadas, y las constituye en ámbitos separados, negándoles toda forma de mutualidad o comunidad.
El ejercicio de la dominación colonial, a su vez, se basa fundamentalmente en la lógica de la no reciprocidad. Se trata de la capacidad de ejercer una violencia constante y penetrante en la sociedad indígena sin que se vea afectado el núcleo de la vida colonial, sin ningún tipo de respuesta a cambio. Su esencia no es simplemente que sea bruta y arbitraria, sino que es intocable. Así es como deshumaniza, porque niega toda forma de mutualidad hasta el punto de la intimidad, precisamente allí donde se inmiscuye más profundamente en la integridad corporal. En esencia, en los términos táctiles en los que se entiende y se impone el poder colonial, es la capacidad de tocar y no ser tocado a cambio. En Argelia, es precisamente esta lógica la que ha permitido vincular el régimen de tortura sistemática con el deseo de desvelar a las mujeres argelinas; ambas se entendieron como parte de las prácticas contrainsurreccionales y civilizadoras que buscaban tocar lo más profundo de la intimidad de los indígenas —corporal, psíquica, doméstica, familiar— desde una posición que excluía cualquier contacto recíproco.
En un orden colonial, esta intocabilidad debe extenderse al cuerpo social en su conjunto. El cuerpo del colonizador y el cuerpo político del colonizador se constituyen conjuntamente en la violencia de la inmunización. Y lo que podemos considerar como el contrato social colonial se construye precisamente sobre esta (no) relación: un núcleo de buena vida de colonos en el interior que permanece intacto aunque la frontera colonial elástica sea un espacio de violencia total y ruina. Gaza, campo de concentración de refugiados desposeídos que pueden ser asesinados a voluntad, es la condición tácita de Tel Aviv, ciudad cosmopolita y relajada, con arquitectura Bauhaus y vida nocturna. Pero la estructura solo funciona si el régimen de violencia es incuestionable e incondicional.
Esta no reciprocidad incondicional es la razón por la que, para el orden colonial, cualquier acto de resistencia, armado o no, se considera violento. Porque cada acto de resistencia cuestiona esta división entre el superhombre intocable y el subhombre desechable (en términos de Fanon, la resistencia los humaniza mutuamente). La violencia colonial, a su vez, debe ser totalmente excesiva. Todos los debates sobre la proporcionalidad llevados a cabo por personas que aún creen en el derecho internacional pasan por alto lo esencial.
Cuando se le cuestiona, el poder colonial no tiene más remedio que ser totalmente desproporcionado
Debe bombardear barrios. No por razones militares, sino porque debe esforzarse constantemente por restablecer la no reciprocidad. Por eso el Estado israelí concibe el restablecimiento de la disuasión como un ejercicio de destrucción. Mide sus logros políticos en función de los escombros. Expresa su estética política en la difusión de imágenes de ruinas casi sublimes. «Gaza», lección de aniquilación total, debe ser mediatizada y difundida en todas las pantallas. La escala y el alcance de la destrucción deben ser tan severos, tan totales y tan visibles que reafirmen la intocabilidad del soberano colonial en la conciencia misma de los objetos de su violencia. El objetivo declarado de muchas campañas de bombardeos israelíes en Gaza, a saber, «restablecer la calma», es precisamente un eufemismo para esta no reciprocidad: los períodos de «calma» son aquellos en los que el Estado colonial puede matar, encarcelar, despojar y desplazar sin respuesta.
Los últimos veinte años de lucha han puesto en tela de juicio esta lógica e incluso la han trastocado en algunos aspectos. Solo en Gaza, los logros han sido inmensos. Un pueblo de refugiados expulsado de su hogar, acampado, ocupado militarmente durante décadas y completamente asediado en una minúscula franja de tierra costera sin una sola montaña o valle, sin selva ni bosque, y bombardeado regularmente desde el aire, ha sido capaz de perforar el cielo y las profundidades subterráneas de un Estado-fortaleza dotado de armas nucleares. De manera muy concreta, Gaza ha invertido en algunos momentos la lógica del asedio. Incluso han recogido la munición lanzada sobre sus casas y la han utilizado para fabricar armas y defenderse. Cuando algunos dicen que en la lucha anticolonial «cada bala es una bala devuelta», en Gaza no es una metáfora.
En otras palabras, han institucionalizado una base de conocimientos indígenas acumulados y una capacidad de organización. Cuando, en los primeros días del asedio, las facciones de la resistencia lanzaron cohetes que todo el mundo calificó de «primitivos», la gente se apresuró a señalar que eso no justificaba la intensidad del bombardeo israelí, que los cohetes eran en realidad una especie de «fuegos artificiales» y que era mejor considerarlos «simbólicos». No es así. El régimen colonial lo entendió mucho más claramente: la más mínima perspectiva de una capacidad autóctona para desarrollar tecnología militar, por «primitiva» que sea, constituye una amenaza para la lógica de la no reciprocidad. Son estas capacidades las que definen los términos de la batalla actual. Totalmente sometida a un bloqueo casi total por todos lados y privada de un solo centímetro de territorio o de líneas de suministro en la retaguardia, la resistencia palestina ha desarrollado la capacidad de enfrentarse y repeler las columnas blindadas de invasión de uno de los ejércitos mejor equipados y más despiadados del mundo, durante meses de guerra.
Es difícil encontrar un precedente histórico a lo que la resistencia en Gaza ha logrado y conseguido hasta ahora. Los argelinos tenían sus líneas de suministro a través de la Túnez de Bourguiba y las montañas del Atlas en el interior del país; los vietnamitas tenían la China maoísta y Camboya y hectáreas de selva densa. Los palestinos de Gaza no tienen profundidad territorial, salvo su propia resistencia e ingenio. Pase lo que pase, en mi opinión, es indiscutible que las batallas libradas contra este genocidio acabarán siendo reconocidas históricamente al mismo nivel que las grandes hazañas de la historia anticolonial, como la batalla de Dien Bien Phu o, por cierto, la batalla de Bint-Jbeil durante la guerra de 2006 en el Líbano, aunque todavía no tengamos el lenguaje para hablar de ello.
Sin embargo, aquí no hay una batalla final. No se vislumbra en el horizonte ningún equivalente a la caída de Saigón o al asalto de Santa Clara. Los palestinos nunca podrán ejercer una violencia comparable a la del Estado colonial. Pero lo que pueden hacer es rechazar el orden colonial de no reciprocidad. Pueden abrirse y ganar tiempo en una guerra de liberación nacional que impida que el orden colonial salga del punto muerto. Cabe recordar aquí que la base de toda guerra de liberación nacional es la capacidad de la gente común para seguir rechazando los términos de la derrota e insistiendo en la vida a cualquier precio. Esta insistencia se refleja en la madre que entierra a su hijo muerto en una fosa común y, al mismo tiempo, declara que no se moverá de allí; se encuentra en la imagen de un joven sacado de los escombros, con el rostro apenas discernible bajo la capa gris del polvo, llevado en una camilla, que, de alguna manera, encuentra la fuerza para sentarse y hacer el signo de la victoria; ella está allí, en los médicos que se niegan a abandonar a sus pacientes cuando la muerte les acecha; ella está allí, en el anciano que vuelve a vivir en las ruinas de su casa, en una tienda de campaña improvisada, para buscar los cuerpos de sus hijos y nietos bajo los escombros. En la primavera de 2024, el ejército israelí volvió a ocupar las zonas del norte de Gaza que afirmaba haber liberado, no porque las facciones de la resistencia siguieran en pie, sino sobre todo porque la gente insistía en volver a vivir entre las ruinas.
Esta insistencia en una vida habitable y en sus ritmos cotidianos —es decir, el rechazo del terreno baldío que el sionismo siempre ha tratado de crear en Palestina— es la base del desafío más amplio que se le plantea al régimen colonial. No hay nada romántico en ello; no se trata de convertirlo en una imagen de heroísmo sacrificial. Sabemos mejor que nadie que las imágenes de una resistencia armada poderosa y puramente desinteresada son deficientes. Ya nos han decepcionado. El dolor es inconmensurable y nada puede reducirlo a un plano simbólico. Pero retirar ese dolor de la temporalidad de una guerra de liberación es sustraerlo por completo del significado político, es reducirlo al único lenguaje que el liberalismo permite: una herida estrictamente personal. La comunidad política palestina, por el contrario, siempre se ha basado —por pura necesidad, pero con efectos políticos— en su capacidad para transformar el duelo en desafío10.
Se trata de formas de lucha totalmente ilegibles para la mayoría de los liberales de izquierda en Occidente. Y, sin embargo, gran parte de la defensa contemporánea de Palestina sigue basándose en la idea de que la lucha palestina por la liberación solo tendrá éxito si apelamos a ciertas convenciones occidentales de reconocimiento o legitimidad. Esta interpretación errónea debería haber sido la primera víctima de esta guerra genocida.
El problema no es cómo formulamos o articulamos nuestras demandas de libertad; es que la propia demanda de libertad palestina es fundamentalmente reprobable11. Ningún discurso político logrará ocultar esto. Incluso en nuestra muerte masiva, se niega nuestra humanidad; incluso como números anónimos, somos objeto de sospecha. Somos y siempre hemos sido excluidos de esta humanidad. No es solo que nuestras vidas se valoren de manera diferente, es que no tienen ningún valor.
Ninguna demostración de inocencia racial, ningún estribillo de condena nos permitirá entrar en el club
En el mejor de los casos, las formaciones de la izquierda liberal occidental pueden considerar a los palestinos como víctimas justas, pero nunca como actores históricos capaces y legítimos para librar una guerra de liberación nacional. Los aliados que hemos ganado, los hemos ganado no llamando al reconocimiento, sino negándonos a doblegarnos y morir, situando nuestra lucha y los principios de esta lucha en las historias y herencias mundiales del anticolonialismo revolucionario.
No se trata de eludir la cuestión de los límites éticos de la violencia anticolonial, ni de insinuar que esos límites no se han traspasado en la historia del anticolonialismo palestino, ni siquiera que no se traspasaron durante la operación el «Diluvio de Al-Aqsa» del 7 de octubre. Y menos aún que estas violaciones no deban tenerse en cuenta y ser criticadas. Los palestinos han reflexionado durante mucho tiempo sobre estas cuestiones y las han abordado, no en el marco de un ejercicio de relaciones públicas, sino en el de su propio diálogo político. Porque los colonizados no deben estos límites a sus colaboradores, ni a los redactores de las revistas occidentales, ni al mito de la comunidad internacional. Los colonizados se las deben a sí mismos, y solo a sí mismos; se las deben a los horizontes de futuro y convivencia que su lucha hará realidad, al mundo que heredarán sus hijos.
El llamamiento de Fanon al final de Los condenados de la tierra a «abandonar esta Europa que no deja de hablar del hombre mientras lo masacra por todas partes, en todos los rincones de sus propias calles, en todos los rincones del mundo»12 nunca ha sido tan urgente. Nunca ha sido tan factible.
Israel es el puesto avanzado regional de un orden imperial que se tambalea. Yemen, uno de los países más pobres del planeta, cruza los océanos y desafía a los imperios para unirse a la lucha. Sudáfrica derriba el derecho internacional, violando las fronteras coloniales tácitas en torno a la acusación de genocidio13. Pero, más aún, millones de personas en todo el mundo se sienten interpeladas por la violencia genocida en Gaza; millones de personas se sienten interpeladas por esta violencia y se reconocen en ella. Al mirar Gaza, no solo ven cien años de colonización en Palestina, sino también los últimos quinientos años de dominación colonial racial euroamericana.
La campaña en Gaza parece un resumen condensado de todas las guerras coloniales de la historia y lleva todas sus marcas: aplastamiento de pueblos desposeídos y asediados por una potencia militar dominante en nombre de la autodefensa y de la «civilización y los valores occidentales»; demonología y léxico de la barbarie, la zoología y la bestialidad; devaluación de la vida en taxonomías raciales que definen la desechabilidad de unos como condición del valor de otros; presentismo y rechazo de cualquier reivindicación de un pasado histórico o de una injusticia histórica. Todos estos elementos son inmediatamente reconocibles para millones de personas en todo el mundo, no solo como la persistencia de un pasado y una historia comunes, sino también como el inquietante signo de un futuro inminente en un planeta que se calienta y del que se nos repite que está «superpoblado».
En este sentido, Palestina es el archivo viviente de nuestro futuro. Pero también es el nombre de una conciencia planetaria renovada. Es el origen del mayor movimiento estudiantil mundial desde hace generaciones, de las mayores manifestaciones de internacionalismo de izquierda que ha conocido Occidente en décadas y, probablemente, de las mayores movilizaciones de activismo judío antisionista que ha visto Estados Unidos. Estos logros no se han conseguido a pesar de la guerra de liberación de Palestina, sino gracias a ella; sin el desafío del anticolonialismo palestino, sin la capacidad de derrocar la lógica colonial de la dominación y rechazar todo el orden imperial, todo esto no tendría sentido. No se habría logrado ningún avance diplomático, jurídico o ideológico sin la lucha armada, que garantizó que aún quedaba algo en el terreno que valía la pena defender.
El sionismo también se encuentra en un callejón sin salida. Su total dependencia del patrocinio imperial nunca ha sido tan evidente. Pero lo mismo ocurre con su función como pilar moral-ideológico y geopolítico-militar de un orden capitalista imperial dominado por Estados Unidos que se está derrumbando y está dispuesto a recurrir al genocidio para mantener esta función operativa. Por lo tanto, lo que está en juego en la coyuntura actual es global y no podría ser mayor: Palestina está en todas partes porque representa un tema político de emancipación universal radical14.
Si el sionismo ha llegado a representar los «derechos» del colonialismo de poblamiento y del etnonacionalismo en todo el mundo, es decir, los derechos a negar cualquier forma de reconocimiento de la injusticia colonial y la violencia desposeyente que se está produciendo en todo el mundo, entonces la guerra de liberación de Palestina lleva hoy la idea anticolonial a escala mundial.
Si el sionismo se ha convertido en uno de los puntos que reúnen y exponen las profundas afinidades electivas entre el liberalismo y el fascismo, entonces Palestina tiene la tarea no solo de actualizar el legado común de la historia revolucionaria donde nadie más lo hará, sino también de llevarlo al tiempo vivido, al «tiempo de la iniciativa». Es un peso terrible y magnífico a la vez.
Nasser Abourahme, profesor adjunto de Estudios de Oriente Medio y Norte de África en el Bowdoin College de Estados Unidos.
Fuente: ![]()
https://www.radicalphilosophy.com/article/in-tune-with-their-time
- Joseph Massad: «Why Israel’s savagery is a sign of its impending defeat», Middle East Eye, 16 de abril de 2024 (

https://www.middleeasteye.net/opinion/war-on-gaza-israel-savagery-sign-impending-defeat).
- Martin Shaw: «Palestine in international historical perspective on genocide», Holy Land Studies 9:1 (2010): 1 – 24 (

https://martinshaw.org/2010/06/26/palestine-in-an-international-historical-perspective-on-genocide‑2/).
- Al – Jazeera: «Civilians sheltering inside a Gaza school killed execution – style», 13 de diciembre de 2023 (

https://www.aljazeera.com/video/newsfeed/2023/12/13/civilians-sheltering-inside-a-gaza-school-killed-execution).
- Seraj Assi: «La horrible masacre de Israel en el hospital más grande de Gaza», Jacobin, 3 de abril de 2024 (

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- Forensic Architecture: «Attacks on aid in Gaza: Preliminary findings», 4 de abril de 2024 (

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- Samera Esmeir: «To say and think a life beyond what settler colonialism has made», Mada Masr, 14 de octubre de 2023 (

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https://www.versobooks.com/blogs/news/palestine-speaks-for-everyone)
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